lunes, 12 de mayo de 2008

MONTGISARD: LA BATALLA OLVIDADA

En noviembre de 1177 parecía haber sonado la hora del reino cristiano de Jerusalén. Tras cruzar la frontera egipcia, Saladino marchaba incontenible al frente de un numeroso ejército rumbo a la ciudad santa: en su camino sólo se interponía un puñado de caballeros conducidos por un adolescente estigmatizado por una enfermedad terrible…

El archidiácono Guillermo de Tyro contemplaba con aire condescendiente cómo sus alumnos, con la inconsciencia propia de la infancia, se dedicaban a probar su resistencia clavándose mutuamente las uñas en el brazo. Entre ellos se contaba un apuesto niño de nueve años: se trataba de Balduino, único hijo varón del rey Amalrico de Jerusalén.
Con extrañeza, Guillermo notó que el joven príncipe era el único que soportaba la prueba sin siquiera pestañar. Una terrible sospecha se apoderó del prelado, que procedió a examinar cuidadosamente al niño. Poco después, sus temores se convertían en trágica certeza: en Balduino comenzaban a manifestarse los primeros síntomas de la lepra.

OUTREMER
La conquista de Tierra Santa durante la Primera Cruzada tuvo por consecuencia la creación de cuatro Estados cristianos, conocidos genéricamente como Outremer (“ultramar”): el reino de Jerusalén, el principado de Antioquía y los condados de Edesa y Trípolis. La autoridad de Jerusalén sobre los restantes Estados era más nominal que real, y de hecho se trataba de unidades políticas independientes.
El primer regente de Jerusalén fue Godofredo de Bouillon, quien adoptó el título de Defensor del Santo Sepulcro tras declinar el de rey, alegando que él no podía portar una corona de oro allí donde Nuestro Señor había llevado una de espinas. Godofredo murió al año siguiente y fue sucedido por su hermano Balduino, quien pronto demostró no compartir los escrúpulos del primero: en la Navidad de 1100 era solemnemente coronado como Balduino I, rey de Jerusalén. Político hábil y realista, Balduino era perfectamente consciente de las enormes dificultades que enfrentaban los Estados cristianos en Tierra Santa. Muchos de los cruzados habían regresado a Europa tras la conquista de Jerusalén y la escasez de guerreros sería el principal problema de Outremer: a ello se añadía la pobreza y el caracter insalubre de Palestina, azotada por enfermedades tales como la malaria, el cólera y la lepra. A pesar de ello, el rey de Jerusalén logró dominar la mayor parte de la región costera (asegurando así su línea de comunicación marítima con Europa) y rechazar varios ataques de los fatimitas egipcios.
A su fallecimiento en 1118 la corona fue heredada por su primo Balduino de Bourg, uno de los últimos veteranos de la Primera Cruzada. Balduino II sería tomado prisionero por los turcos selyúcidas y durante su cautiverio debió enfrentar intrigas tendientes a reemplazarlo: ello lo indujo a asegurar su sucesión desposando a su hija Melisenda con Fulque V de Anjou. Éste último se desempeñaría bien durante sus doce años de reinado (Balduino II murió en 1131), aunque algunos lo acusaron de favorecer a sus propios partidarios.
La inesperada muerte de Fulque a raíz de un accidente ecuestre tuvo funestas consecuencias para Outremer. Su primogénito, coronado como Balduino III, tenía apenas trece años de edad, por lo que su madre asumió la regencia. El hecho de que el reino de Jerusalén fuera gobernado por una mujer y un niño debilitó aún más su endeble autoridad sobre los restantes Estados: consecuencia de ello fue el estallido de una disputa entre el principado de Antioquía y el condado de Edesa. Zenki, el emir de Alepo, no tardó en sacar provecho de esta situación y en noviembre de 1144 se presentó ante las murallas de Edesa. Tras cuatro semanas de asedio, el 26 de diciembre tuvo lugar el asalto general: en cuestión de horas la ciudad cayó en manos de Zenki, que ordenó masacrar a todos los francos y vender como esclavas a sus mujeres. El condado de Edesa había dejado de existir.
La noticia despertó entusiasmo en el mundo musulmán y alarma en el cristiano: consecuencia de ello fue la organización de una nueva cruzada, siendo su principal impulsor San Bernardo de Clairvaux. Zenki sería asesinado dos años después por uno de sus eunucos, pero el alivio que la noticia provocó entre sus adversarios fue de corta duración: su sucesor sería su hijo menor Nur al Din, destinado a convertirse en uno de las figuras principales del Islam. Respetado por amigos y enemigos (Guillermo de Tyro se referiría a él como “princeps justus, vafer et providus, et secundum gentis suae traditiones religiosus”), durante las tres décadas siguientes Nur al Din sería el rival más importante de la Cristiandad.
A fines de 1147 la Segunda Cruzada, integrada principalmente por franceses y alemanes, arribó a Tierra Santa. En lugar de marchar contra Alepo, Luis VII y Conrado III decidieron insensatamente atacar Damasco, uno de los escasos aliados musulmanes de los Estados cristianos. El 24 de julio de 1148 los cruzados alcanzaron los muros de la ciudad, pero a pesar del éxito inicial su avance se estancó y la escasez de agua y la inminente llegada de refuerzos enemigos motivaron el levantamiento del sitio. La Segunda Cruzada concluyó así en un fiasco, teniendo como único efecto empujar a Damasco a los brazos de Nur al Din.
En 1152 Balduino III debió recurrir a la fuerza para acceder al trono, que su madre se negaba a abandonar. Si bien durante su reinado tuvo lugar la entrada triunfal de Nur al Din en Damasco (1154), también se produjeron hechos que revitalizaron al reino de Jerusalén: tal fue el caso el asedio y toma de Ascalón en 1153, la última conquista importante del reino, y el casamiento de Balduino III con Teodora de Bizancio (sobrina del emperador Manuel) en 1158.
Balduino III murió en febrero de 1162 a la edad de treinta y tres años (la sospecha de que había sido envenenado por un médico sirio nunca se disiparía del todo) y fue sucedido por su hermano Amalrico, conde de Jaffa y Ascalón. Éste se había casado cuatro años antes con su prima tercera Agnes de Courtenay: tal unión era considerada incestuosa por el patriarca de Jerusalén y rechazada por los barones, motivo por el cual Amalrico accedió a anular el matrimonio a condición de que sus hijos Balduino y Sibila conservaran sus derechos sucesorios. En 1167 el rey desposó a María Comnena, sobrina nieta del emperador de Bizancio, reforzando así sus vínculos con Constantinopla.
Durante su reinado Amalrico intervino repetidamente en Egipto, aunque con escaso éxito. En 1173 consumó una alianza con los asesinos, que peligró con el homicidio del emisario de esa secta por parte de un caballero templario: Amalrico no tardó en castigar este acto insensato arrojando al culpable a las mazmorras de Tyro.
El 11 de julio de 1174 Amalrico moría en Jerusalén. Cuatro días después su hijo Balduino era coronado rey, a pesar de su enfermedad y de sus trece años de edad: Raimundo de Tripolis fue nombrado regente hasta que el joven monarca cumpliera la mayoría de edad.
Según su tutor Guillermo de Tyro, Balduino era un joven de inteligencia despierta y en condiciones normales hubiera sido un monarca ideal: pero cuando en 1177 asumió finalmente el poder, la lepra había avanzado en forma tal que era evidente que le quedaban pocos años de vida, no existiendo sucesor alguno. Su hermana había contraído matrimonio en octubre de 1176 con Guillermo de Montferrat, pero cuando Sibila dio a luz a un hijo, su marido había muerto meses antes de malaria. Así, nuevamente el reino de Jerusalén carecía de un gobernante que pudiera dominar con mano férrea a los señores locales y a las órdenes militares, y ello en un momento en que de las filas del Islam surgía un enemigo temible.

SALADINO
En El Cairo era un secreto a voces que no era el califa sino su visir o primer ministro quien ostentaba el poder en el decadente califato fatimita: previsiblemente, dicha posición era enormemente codiciada y quien la desempeñaba estaba expuesto a todo tipo de intrigas.
En 1163 el depuesto visir Shavar se dirigió a Damasco a fin de solicitar la ayuda de Nur al Din para recuperar el poder. Éste no desperdició la oportunidad de ganar influencia en Egipto y envió al Nilo al comandante kurdo Shirku, con el resultado que en mayo de 1164 Shavar recuperaba su posición. Sin embargo, alarmado por la creciente influencia de Nur al Din, el visir forjó una alianza con el reino de Jerusalén: la intervención del ejército franco sería empero anulada por el ataque de Nur al Din a Antioquía. Cuando en 1166 un ejército turco bajo el mando de Shirku irrumpió en Egipto a fin de conquistar el país, Shavar llamó nuevamente en su auxilio al rey Amalrico. Tras varias alternativas el ejército turco fue sitiado en Alejandría por la flota y las tropas cristianas, concluyendo la contienda en tablas: ambos ejércitos se comprometieron a abandonar el país.
En 1168 el rey Amalrico decidió conquistar definitivamente Egipto, violando así el tratado firmado con Shavar. Tras tres días de lucha la ciudad de Bilbeis cayó en manos del ejército franco, cuya soldadesca perpetró una masacre (ciertamente no ordenada por Amalrico) que tuvo por consecuencia unificar a toda la población egipcia en contra de los invasores. Los desesperados pedidos de ayuda a Damasco motivaron la intervención de Shirku, quien tras apoderarse de El Cairo hizo decapitar a Shavar con la anuencia del califa y reclamó para sí el puesto de visir. Se consumaba así la unión entre Siria y Egipto, que se demostraría fatal para Outremer: sin embargo, el 23 marzo de 1169 Shirku sucumbía a consecuencia de su proverbial gula y fue sucedido por su joven sobrino Salah al Din Yusuf ibn Ayub, más conocido como Saladino.
Nacido en 1137, Saladino poseía un extraordinario talento político y militar y, según lo exigieran las circunstancias, era capaz de desplegar tanto la cortesía más cautivante como la crueldad más abominable. Desde el primer momento tuvo que luchar por mantener su poder en el hervidero de intrigas que era El Cairo: un levantamiento de la guardia nubia del palacio fue reprimido mediante el expeditivo recurso de incendiar las barracas donde vivían las familias de los amotinados. En diciembre de 1169 el joven visir forzó a los cruzados a levantar el sitio de Damieta y al año siguiente capturó fugazmente Gaza antes de retirarse rápidamente a Egipto, no sin antes pasar a cuchillo a toda la población.
Como regente sunita en un país chiíta, Saladino se encontraba en una difícil situación: su señor Nur al Din le instaba desde Damasco a imponer la verdadera fe en Egipto, pero el astuto visir era consciente de la impopularidad que tal medida le acarrearía y se esforzaba por mantener la tolerancia religiosa. La muerte del califa Al-Adid en 1171 representó una oportuna solución a este dilema, pero a pesar de que la creencia sunita asumió carácter oficial, ello no bastó para disminuir la desconfianza de Nur al Din hacia su antiguo protegido.
La buena suerte, que había jugado un papel primordial en el ascenso de Saladino, se mostró especialmente generosa en 1174: el 15 de mayo moría Nur al Din y menos de dos meses más tarde le seguía el rey Amalrico. Tras hacer crucificar a los responsables de una conspiración chiíta contra su persona y rechazar exitosamente el ataque de la flota siciliana contra Alejandría, Saladino marchó a Siria a fin de asegurarse la sucesión de Nur al Din. Damasco le abrió las puertas con entusiasmo, pero Alepo, regida por Gumushtekin, se negó a aceptar su autoridad y Saladino se vio obligado a emprender un asedio en toda regla. Gumushtekin no vaciló en acudir a la secta de los asesinos y a los francos: un grupo de los primeros fue eliminado a último momento, habiendo ya irrumpido en la tienda de Saladino, mientras que los cristianos atacaron Homs y forzaron así al ejército enemigo a levantar el sitio de Alepo. En gratitud, Gumushtekin liberó a varios prisioneros, entre ellos Joscelin de Courtenay y Reinaldo de Châtillon: el segundo había pasado dieciséis años en cautiverio.
A mediados de 1176 Saladino había logrado consolidar su poder en la mayor parte de Siria, con excepción de la irreductible Alepo y del territorio de los asesinos, con cuyo líder (el temido “Viejo de la Montaña”) firmó un tratado de paz después de despertar una noche durante el sitio de la fortaleza de Masyaf y encontrar junto a su lecho algunas tortas calientes, una daga envenenada y un trozo de pergamino conteniendo un amenazante verso.
El año 1177 contempló una alianza entre Bizancio y el reino de Jerusalén con el objetivo de atacar Egipto, después de que el emperador de Bizancio y su ejército fueran derrotados a manos de los turcos selyúcidas en Miriokephalon (17 de septiembre de 1176). Pero a pesar de que la flota bizantina tomó posiciones frente al delta del Nilo, el recién llegado conde Felipe de Flandes se negó a encabezar el planeado ataque terrestre, con lo cual la operación combinada nunca se llevó a cabo.
Informado por sus espías del fracaso de la alianza franco-bizantina y de que el conde de Flandes se hallaba al norte abocado al estéril asedio de Harenc, Saladino decidió que había llegado la ocasión de borrar del mapa de una vez por todas al reino cristiano de Jerusalén. El 18 de noviembre cruzó la frontera encabezando un ejército de 26.000 hombres y avanzó raudamente a lo largo de la costa: parecía que nada ni nadie podría impedir que el poderoso caudillo musulmán cumpliera con su propósito.

LOS CONTENDIENTES
Es probable que muchos actuales aficionados a la Edad Media se mostrarían ligeramente decepcionados ante la visión de la armadura de un cruzado de la segunda mitad del siglo XII. Dicha protección se limitaba básicamente a una amplia cota de malla que llegaba hasta abajo de las rodillas, abierta adelante y atrás para permitir montar a caballo: no se utilizaban aún placas metálicas para proteger partes tales como el pecho y los hombros. La cota incluía guanteletes y una cofia que, para alivio del usuario, podía abrirse descubriendo la cara. Dicha protección era completada por un yelmo metálico que cubría la parte superior de la cabeza (contando asimismo con un protector nasal) y por largas calzas de cuero o de malla metálica. Bajo la armadura se utilizaba usualmente un coleto acolchado a fin de amortiguar posibles golpes.
El armamento individual consistía en una espada, una lanza de unos cuatro metros de largo y una daga, utilizándose también mazas (algunas de ellas basadas en armas sarracenas): el conjunto era completado por un escudo de madera y cuero con refuerzos metálicos.
El equipamiento de los templarios no difería mayormente del de otros caballeros de Outremer exceptuando la ausencia de blasones individuales, reemplazados por el uniforme de la Orden: un hábito blanco adornado por una cruz roja cubría la armadura, aislándola asimismo del candente sol de Medio Oriente.
Un sello personal de los templarios era su temida carga de caballería, con los jinetes galopando en orden tan cerrado que “una manzana lanzada al aire no podía golpear el suelo sin tocar antes un caballero o un caballo”. Dicha carga era encabezada por el mariscal portando el beaucéant o estandarte de la Orden, con el color blanco simbolizando la pureza y el negro la fuerza: le seguía un grupo de cinco jinetes, mandado por el general de los caballeros con un segundo estandarte desplegado en su lanza como punto de reorganización en caso de perderse el primer beaucéant.
Tal utilización de la caballería como arma de choque era igualmente norma entre los caballeros y hombres de armas no encuadrados en las órdenes militares. Se decía que una carga de los jinetes francos era “capaz de abrir una brecha en los muros de Babilonia”, y más allá de lo jactancioso de la afirmación, lo cierto es que para los soldados musulmanes era sencillamente imposible detener tal ataque: la armadura de los caballeros ofrecía buena protección contra las ligeras flechas sarracenas, mientras que sus corpulentos destriers o corceles de batalla conferían a sus cargas un empuje irresistible.
La infantería de los cruzados, mucho más numerosa que la caballería, estaba integrada por mercenarios procedentes de todos los rincones de Europa, cristianos armenios y musulmanes convertidos (llamados turcoples). A excepción de unidades de élite tales como los ballesteros, su armamento e instrucción distaban de ser ideales, por lo que su principal función era la defensa o asedio de fortificaciones.
Al tratarse de contingentes reducidos y prácticamente irreemplazables, los comandantes cristianos se veían obligados a proteger a sus ejércitos con un sistema de fortalezas que servía de base para esporádicas ofensivas que tenían lugar sólo en la ocasión adecuada: al reclutarse mayormente entre las guarniciones de los castillos, la destrucción de dichas tropas conllevaba automáticamente la pérdida de esas fortificaciones.
La enorme diversidad de pueblos musulmanes denominados genéricamente “sarracenos” imposibilita una descripción minuciosa de cada uno de sus ejércitos. Sin embargo, una característica común era el énfasis puesto en la caballería ligera como elemento de fuego y no de choque. Esta última estaba armada con un arco compuesto y su función era hostigar a las formaciones enemigas: se solía dividir a los arqueros en dos grupos que alternaban el tiro y la recarga, con lo cual se obtenía una caudal casi ininterrumpido de flechas.
Era usual la existencia de unidades regulares de caballería integradas por ghulams o esclavos manumitidos: éste era el caso de los mamelucos turcos al servicio de los fatimitas en Egipto. El Islam contaba también con jinetes pesados, protegidos por una cota de malla o una armadura laminar de cuero o metal y cuyo armamento incluía lanza, espada y maza o martillo de batalla.
El rol jugado por la infantería era dispar: mientras que entre los selyúcidas representaba el grueso de las tropas, en el ejército fatimita su importancia era menor y la integraban mayormente milicianos armados con jabalinas, carentes de protección corporal e incluso de espada.
La táctica sarracena consistía en forzar a los cruzados, mediante el saqueo de los campos de cultivo o el asedio de fortificaciones, a una batalla campal donde la aplastante superioridad numérica de los musulmanes infligiera un golpe mortal a la menguada casta militar cristiana. Incapaces de resistir la carga de la caballería pesada enemiga, los sarracenos evitaban en lo posible ofrecer un punto favorable para tal tipo de ataque a la vez que intentaban aislar a los jinetes enemigos y abatir sus cabalgaduras con una lluvia de flechas: los caballeros así desmontados eran fácil presa de la infantería propia.

MONTGISARD
Al enterarse de la invasión de Saladino, la Orden Templaria reunió a sus caballeros en Gaza, ignorando que el objetivo principal de Saladino era el puerto de Ascalón, más al norte. Balduino IV, que se hallaba convaleciente, abandonó entonces el lecho de enfermo y convocó a todas sus tropas en defensa del reino. El resultado no pudo ser más desalentador: sólo se logró reunir a quinientos caballeros, a los que se añadían algunos miles de infantes. Sin amilanarse, el rey abandonó Jerusalén a la cabeza de su pequeño ejército: lo acompañaban Reinaldo de Châtillon, ahora señor de Ultrajordania, y el obispo de Belén, que portaba consigo la Cruz Verdadera.
Avanzando a marchas forzadas, Balduino IV logró a último momento alcanzar Ascalón antes que el enemigo. Pero tal triunfo parcial no podía ocultar el hecho que el destino del reino de Jerusalén parecía ahora sellado: el rey y sus tropas eran sitiados por el ejército egipcio en pleno, los refuerzos que intentaban unírseles eran derrotados y capturados y entre Ascalón y Jerusalén no había un solo soldado cristiano.
Fue en ese momento que Saladino cometió un error que a lo largo de la Historia ha resultado fatídico para innumerables conductores militares: subestimar al enemigo. Dando la victoria por segura, el caudillo musulmán se limitó a dejar una pequeña guarnición frente a Ascalón y prosiguió su marcha rumbo a Jerusalén, capturando en el camino Ramala y asediando Arsuf. Más grave aún, autorizó a sus tropas a dispersarse para saquear la comarca a discreción, con la consecuente merma de la disciplina: jamás se cruzó por la mente de Saladino la posibilidad de que el rey leproso arriesgara una salida desde Ascalón.
Sin embargo, éso era justamente lo que Balduino IV, con el coraje de la desesperación, había decidido. Un espíritu indomable anidaba en aquel cuerpo lastimoso, y al constatar la dispersión del ejército enemigo el rey envió un mensajero a los templarios en Gaza, urgiéndolos a unírsele. Ochenta caballeros respondieron al llamado, y al aproximarse a las murallas de Ascalón grande fue su sorpresa (por no hablar de la de los sarracenos) al presenciar la irrupción de Balduino IV al frente de su ejército. Las fuerzas cristianas marcharon a toda velocidad rumbo al norte, siguiendo la costa hasta llegar a Ibelin y girando allí a la derecha, en el desesperado afán de interceptar el avance enemigo rumbo a Jerusalén.
Era el 25 de noviembre de 1177. El grueso del ejército de Saladino atravesaba un barranco en las cercanías del castillo de Montgisard, al sudeste de Ramleh, cuando un retumbar de cascos procedente del norte llamó la atención de algunos soldados. Sin embargo, ya era demasiado tarde: poco después el ejército cristiano irrumpía de la nada para abalanzarse con furia sobre las desprevenidas tropas enemigas.
La sorpresa fue total. La visión de seiscientos caballeros lanzados al ataque fue demasiado para los soldados musulmanes, muchos de los cuales pusieron pies en polvorosa sin intentar resistencia alguna. El ímpetu de la caballería cristiana fue tal que al primer choque aquellos enemigos que no cayeron víctimas de sus macizas lanzas fueron dispersados como paja a los cuatro vientos. Las pocas unidades que cumplieron dignamente con su deber y soportaron a pie firme el embate de la caballería fueron prácticamente aniquiladas.
Balduino IV combatió en primera línea, acompañado por Hugo y Guillermo de Galilea y los hermanos Balduino y Balián de Ibelin. El coraje de sus líderes insufló nuevas fuerzas al ejército, y la tradición cuenta que pudo verse a San Jorge luchando hombro con hombro con los caballeros cristianos.
Las tropas sarracenas que habían sido despachadas para forrajear no pudieron concurrir oportunamente a la batalla, a pesar de las desesperadas llamadas de Saladino. En pocas horas el combate se había decidido y los destrozados restos del ejército egipcio se hallaban en plena desbandada rumbo a El Cairo, abandonando botín y prisioneros y arrojando incluso sus armas para aligerar la marcha. La fiel guardia mameluca, que se sacrificó por su líder, posibilitó a Saladino huir tan rápido como lo permitían las patas de su dromedario.
Las desventuras del ejército sarraceno no terminaron allí. Durante su retirada a través del desierto del Sinaí, con el enemigo pisándoles los talones, los sobrevivientes debieron soportar el permanente hostigamiento de los beduinos: muchos pagaron con su vida el error de haberse librado de sus armas. Saladino debió enviar urgentemente mensajeros a El Cairo para aventar los rumores que lo daban por muerto y evitar el estallido de una rebelión: cuando finalmente alcanzó dicha ciudad lo acompañaba apenas una décima parte de su ejército original, dejando tras de sí un sangriento reguero de más de 20.000 muertos. Así concluyó la batalla de Montgisard.

EPÍLOGO
Algunos autores han subestimado la importancia de Montgisard (justificando indirectamente el manto de olvido que cubre dicha batalla) alegando que, al no ser seguido de una invasión de Egipto, dicho triunfo fue estéril y sólo consiguió salvar transitoriamente a Outremer. Cabe acotar que la existencia del reino de Jerusalén jamás dejó de pender de un hilo: aquejado por la crónica escasez de caballeros y enfrentando el inagotable potencial de Egipto, lo verdaderamente asombroso es que el frágil Estado lograra sobrevivir durante casi noventa años rodeado de vecinos hostiles y unido a Europa principalmente por una tenue línea marítima. En ese sentido, la decisión de Balduino IV de no marchar contra El Cairo o Damasco resulta comprensible: sencillamente, el joven rey no podía darse el lujo arriesgar su ejército emprendiendo la ofensiva contra un enemigo que lo superaba ampliamente.
La olvidada batalla de Montgisard prolongó la existencia del reino de Jerusalén por diez años más y subestimar dicho logro en base a lo adverso del resultado final (como si éste fuera la única legitimación de la trascendencia) sería algo tan absurdo como remitir al olvido las victorias de Napoleón por “improductivas”. Superando los parámetros meramente utilitarios, un hecho persiste más de ocho siglos después sin haber perdido nada de su fascinación: el heroísmo desplegado por aquel rey leproso y su diminuto ejército en el otoño de 1177 y su espléndida victoria sobre tan poderoso enemigo, lo que innegablemente convierte a Montgisard en una de las gestas militares más entrañables de la Historia.

Mario Díaz Gavier