lunes, 17 de diciembre de 2012

MITOLOGÍA MAPUCHE (3)


La ocupación de los vastos territorios que teóricamente integraban la República Argentina pero que de hecho estaban vedados para el hombre blanco constituyó durante casi setenta años una asignatura pendiente para los sucesivos gobiernos, si bien hubo intentos de revertir tal situación. Ya en 1833 Juan Manuel de Rosas había emprendido su Campaña del Desierto, gigantesca razzia que, aunque obtuvo logros tales como la victoria de Las Acollaradas, no consiguió concluir con la amenaza representada por los araucanos: al no ser complementada con una ocupación efectiva, la mayoría de los indios que se habían retirado ante el avance de las tropas nacionales volvieron a sus parajes una vez concluída la campaña. Peor aún que los magros resultados obtenidos fue la presunta convocatoria efectuada a Calfucurá si hemos de creer lo afirmado por dicho cacique a Mitre en 1861: “Le diré que yo no estoy en estas tierras por mi gusto, ni tampoco soy de aquí, sino que fui llamado por don Juan Manuel, porque estaba en Chile y soy chileno; y ahora hace como treinta años que estoy en estas tierras”. De ser cierta la afirmación de Calfucurá, la decisión de Rosas de imponer un interlocutor único entre los araucanos devino en la apertura de una auténtica caja de Pandora…
Durante las décadas siguientes la relación entre el gobierno argentino y las tribus de la Pampa estuvo mayormente signada por prolongadas treguas, periódicamente interrumpidas por malones y consecuentes expediciones punitivas (mayormente infructuosas, tal como la desastrosa campaña de Mitre en 1855). En efecto, aquellos que critican a Roca por no haber solucionado el conflicto con el indio mediante la diplomacia parecen ignorar las numerosas paces por la cuales la República Argentina había intentado apaciguar a los indios mediante el humillante pago de tributo. Y no se crea que dichos subsidios se limitaban a vacas para asegurar la subsistencia de los habitantes de las tolderías: las listas de exigencias de Calfucurá y otros caciques incluían artículos tales como cajones de ginebra, rollos de tabaco, recados, ponchos de paño, botas, pañuelos de seda, pavas, bombillas, guitarras (con cuerdas de repuesto, especialmente primas), navajas de afeitar, aceite perfumado para el pelo… y, por supuesto, dinero contante y sonante. Ello no impedía que tales treguas fueran sistemáticamente violadas por los indios, excusándose los caciques con el astuto argumento de tales correrías habían sido cometidas sin su autorización…
El avance iniciado por el presidente Nicolás Avellaneda y su ministro de Guerra Adolfo Alsina a fines de 1875 significó un importante y meritorio intento de adelantar la línea de fortines, siendo uno de sus principales elementos un extenso foso destinado a impedir o dificultar las invasiones indias. Tal avance gradual pretendía no provocar a la tribus indias (“el plan del Poder Ejecutivo es contra el desierto para poblarlo, y no contra los indios para destruirlos”), pero dicha esperanza fue pronto brutalmente disipada: en diciembre de 1875 un terrorífico malón grande asoló la campaña de Buenos Aires entre Tapalquén y Bahía Blanca, siendo en su transcurso masacradas 300 personas, cautivadas otras 500 y arreada la exorbitante cifra de 300.000 cabezas de ganado equino y vacuno.
A pesar de la terrible conjunción de obstáculos integrada por los guerreros indios, la geografía inclemente y, en no menor medida, la oposición política (que ridiculizaba el foso ya denominándolo “zanja de Alsina”), durante los dos años siguientes las tropas nacionales lograron la mayoría de los objetivos del plan. Sin embargo, el extraordinario esfuerzo desplegado terminó por quebrantar la salud del ministro de Guerra, quien murió el 29 de diciembre de 1877. Su fallecimiento provocó masivas muestras de congoja popular, y durante su sepelio Mitre, que evidentemente sentía debilidad por los vaticinios aventurados (recordemos su frase “en tres meses en Asunción” con motivo de la invasión paraguaya de Corrientes) proclamó solemnemente respecto a la lucha contra la barbarie y el Desierto: “Dentro de trescientos años más habrá terminado”.
Avellaneda designó nuevo ministro de Guerra a Julio Argentino Roca, quien de ningún modo compartía el pesimista pronóstico de Mitre. Ya en octubre de 1875 había enviado una carta a Alsina, declarando que el mejor sistema de terminar con las invasiones indias era adoptar una estrategia ofensiva, reemplazado los estáticos fortines por columnas móviles que mantendrían a los indios en vilo y, finalmente, estableciendo el Río Negro como defensa natural. Con asombrosa confianza en sí mismo, aquel general de 32 años de edad declaraba: “Yo me comprometo, señor Ministro, ante el Gobierno y ante el país, a dejar realizado esto que dejo expuesto en dos años, uno para prepararme y otro para efectuarlo”.
En su nuevo cargo Roca no demoró en materializar su plan. La primera fase del mismo tuvo lugar entre mayo y diciembre de 1878, cuando 23 expediciones ligeras propinaron a los araucanos un tratamiento similar al que éstos dispensaban a las poblaciones fronterizas. Tales operaciones arrojaron un saldo de 398 indios muertos y 3.668 prisioneros, a lo cual se sumó el rescate de 150 cautivos y la recuperación de 4.000 vacunos, 6.500 ovinos y 3.000 equinos. Dichos “malones cristianos” terminaron quebrantando el poderío ofensivo de los araucanos,  obligándolos a retirarse tierra adentro. Tuvo entonces lugar la segunda fase de la campaña, integrada por cinco columnas cuya misión era alcanzar la línea de los ríos Neuquén y Negro y batir a las tribus hostiles que se opusieran a su avance.
La 1° División fue comandada por el ministro de Guerra en persona y partió de Puán (provincia de Buenos Aires) el 30 de abril de 1879. El 13 de mayo se produjo el cruce del Río Colorado por el lugar bautizado Paso Alsina, y el 25 de dicho mes tuvo lugar a orillas del Río Negro -a la altura de la isla de Choele-Choel- el festejo de la fecha patria. A continuación la columna prosiguió su marcha aguas arriba hasta arribar el 11 de junio a la confluencia de los ríos Neuquén y Limay. Durante su avance la 1° División no encontró indio alguno (lo cual desmentía una vez más el mito de un territorio densamente poblado por una sofisticada civilización aborigen), lo cual dio pie al irónico comentario de Roca: “Hemos descubierto que no había indios”.
En cuanto a la 2° División, a cargo del coronel Nicolás Levalle, abandonó Carhué (Buenos Aires) el 2 de mayo en dirección a Trarú-Lauquen, alcanzando su objetivo veinte días después. Dichas fuerzas permanecerían hasta el 18 de junio en la zona de Lihuel-Cahel, protagonizando algunos encuentros de menor cuantía con grupos araucanos, en cuyo transcurso fue encontrado el archivo de la correspondencia de Namuncurá.
La 3° División estaba al mando del coronel Eduardo Racedo y partió de Villa Mercedes (San Luis). Un detalle llamativo fue el número de auxiliares indios que lo integraban: piquetes de Sarmiento Nuevo y Santa Catalina, escuadrones de ranqueles asimilados a cargo de los capitanes Linconao Cabral y Ambrosio Carri-pilón y los contingentes de los caciques Cayupán y Simón. A mediados de mayo esta división había alcanzado Poitahué y estableció campamento en Pitre-Lauquen, a una legua de distancia.
Por su parte, la 4° División bajo el mando del teniente coronel Napoleón Uriburu partió de Mendoza con el objetivo de impedir que las tribus derrotadas se refugiaran en Chile. Durante su marcha hacia el sur esta fuerzas arribaron al ya citado enclave chileno de Mal Barco, cuyos habitantes se vieron forzados a reconocer la soberanía argentina. Bajo un frío terrible (en una ocasión fue necesario esperar hasta que se derritiera la escarcha del lomo de los caballos para poder ensillar) se prosiguió la marcha: ante las maniobras dilatorias del cacique Purrán, Uriburu se decidió a vadear el río Neuquén (lo cual no estaba contemplado en sus instrucciones), logrando así que el susodicho accediera a entablar tratativas de paz.
Finalmente, la 5° División  quedó a cargo del coronel Hilario Lagos y quedó dividida en dos columnas, una de ellas comandada por el ya citado y la otra por el teniente coronel Enrique Godoy. Dichas fuerzas partieron el 7 de mayo de Trenque-Lauquen y Guaminí respectivamente, reuniéndose el 9 de junio en Luan-Lauquen.
La campaña fue coronada por un éxito brillante. En su mensaje al Congreso, Roca enumeró las bajas sufridas por el enemigo: 1 cacique muerto y  5 prisioneros, 1.313 indios de lanza muertos y 1.271 prisioneros, 10.539 indios de chusma prisioneros y 1.049 indios reducidos (cifras que desmienten elocuentemente la versión de un presunto “genocidio”). A ello se sumaba el rescate de 480 cautivos y la conquista de 15.000 leguas cuadradas de campos feraces, lo cual daría un envión decisivo a la riqueza agropecuaria de nuestro país. Si bien la Conquista del Desierto no implicó la solución total e instantánea del problema araucano (sería necesario complementarla entre 1881 y 1883 por la llamada Campaña de los Andes), ciertamente los grandes malones contra las poblaciones fronterizas quedaron en el pasado. Igual o más importante fue el comienzo de la posesión efectiva de la Patagonia por parte de Argentina, poniendo punto final a las pretensiones chilenas (por ejemplo, en 1876 una declaración trasandina había llegado a declarar como límite internacional… ¡nada menos que el Río Negro!). Cuando un reportero de Le Courrier de la Plata entrevistó a Roca y osó plantear que “la cuestión de la Patagonia está pendiente y será necesario resolverla algún día”, el ministro de Guerra lo frenó en seco: “Está resuelta. La Argentina sabe que la Patagonia es suya. Chile no discute esta posesión sino por forma. Sí; la República no cederá una legua de tierra en la Patagonia; no admitirá ni el arbitraje sobre este punto, y ninguna nación intentará turbar los establecimientos que allí funde”.
Indudablemente la campaña de 1879 no careció de aspectos cuestionables. El emprender la campaña con el otoño tan avanzado (¿quizás por el deseo de hacer coincidir la llegada al Río Negro con una fecha tan cargada de simbolismo como el 25 de mayo?) provocó que las tropas -especialmente el contingente de Uriburu- sufrieran los rigores de la estación, lo que podría haberse evitado adelantando por ejemplo seis semanas la operación. Asimismo, la decisión de establecer campamento en la isla de Choele-Choel, ignorando así las advertencias de un viejo indio del lugar, tuvo serias consecuencias: a mediados de junio una creciente del Río Negro inundó el campamento y lo aisló durante días de la ribera. Más grave fue el posterior distribución de las tierras conquistadas, que mayormente quedaron en manos de grandes terratenientes mientras que muchos de los soldados criollos que habían hecho posible tal logro transcurrirían su vejez en la mayor miseria: una injusticia denunciada por un testigo tan poco sospechoso de inquina hacia el ejército como el comandante Manuel Prado.
Sin embargo, ello no debe impedir apreciar lo extraordinario de la campaña de Roca: la misma no supuso un mero adelantamiento de la llamada frontera sino que eliminó definitivamente tal infamante realidad. Una de las mejores descripciones de aquel asfixiante corset que impedía el crecimiento de nuestro país proviene del historiador Alfredo Terzaga, que en su notable Historia de Roca describió aquel territorio “con su heterogénea mezcla de reclutados a la fuerza, milicos andrajosos sin pan ni paga, cautivas y prostitutas, mestizos que no se decidían a ser indios ni cristianos; robos y asesinatos por rutina; negocios sucios de jueces de paz, comisarios y proveedores, malones periódicos, y toda la gama, en fin, propia de la vida sui generis de una franja territorial no bien definida, donde se interpenetraban la miseria de la sociedad blanca y cristiana, que arrojaba a esa zona sus detritus y sus culpas, con la miseria de la cultura indígena, en franco tren de regresión por la vuelta a un nomadismo casi permanente, situación ésta a que la habían condenado aquellos elementos de un horizonte superior que, al principio, se le aparecieron como salvadores y decisivos: la conquista del equino y la posesión del vacuno. El caballo centuplicó la capacidad guerrera de las tribus, y la abundancia de riqueza ganadera las convirtió al cuatreraje, concebido como modus económico organizado y sistemático”.
En resumen: si alguien tiene motivo a sentir resentimiento contra Roca no son precisamente los argentinos sino los chilenos, ya que objetivo principal de la campaña de 1879 no fue tanto la eliminación de los relativamente escasos indios que habitaban en forma permanente la Pampa (cuyas correrías no hubieran sido tan dañinas de haber tenido como fin el mero autoabastecimiento y no el comercio masivo de ganado robado) como la supresión definitiva de la frontera, ocupando en forma efectiva de un enorme territorio que Chile pretendía como propio y sellando los accesos utilizados por los intrusos trasandinos (tanto indios como blancos). No en vano Terzaga resaltó el extraordinario significado geopolítico de la Conquista del Desierto, que duplicó la superficie de nuestro país, no mediante la anexión de territorios ajenos, sino mediante un crecimiento hacia adentro: un extraordinario logro que muchos publicistas contemporáneos se niegan a reconocer, empeñados en una campaña difamatoria contra Julio Argentino Roca desde la hipócrita impostura de un pseudo-indigenismo izquierdoso.

Mario Díaz Gavier

lunes, 10 de diciembre de 2012

MITOLOGÍA MAPUCHE (2)

En 1953 el etnólogo y antropólogo español Salvador Canals Frau publicó Las poblaciones indígenas de la Argentina, libro de lectura ineludible pero al parecer aún desconocido por nuestros pseudo-indigenistas si nos atenemos a las innumerables sandeces vertidas a diario. En esta obra se destacan tanto el tono objetivo y desapasionado (tan distinto de la tendenciosa politización que vicia hoy muchas interpretaciones etnológicas) como el afecto sincero hacia los habitantes originarios de nuestra tierra: “Estén vivas o muertas, estas poblaciones merecerán siempre nuestro respeto y nuestra consideración. Fueron ellas las pretéritas dueñas de lo que es ahora nuestro. Y también, justo es no olvidarlo, representan uno de los tres principales factores antropológicos que integran nuestra personalidad étnica”.
Canals Frau fue el primero en acuñar una expresión que sintetiza certeramente uno de los procesos más importantes (y a la vez más ignorados) que afectaron a la población originaria en el actual territorio argentino: la “araucanización de la Pampa”, es decir, la inmigración de mapuches oriundos de Chile hacia la falda oriental de los Andes. Dicho proceso se inició en forma incipiente a mediados del siglo XVI a raíz del comienzo de la colonización española y en un comienzo estuvo limitado al intercambio comercial: los pampas trocaban caballos (descendientes de aquellos animales sobrevivientes de la malograda expedición de Pedro de Mendoza) por mantas y otras manufacturas producidas por los mapuches, oficiando los pehuenches como intermediarios.


Recién a principios del siglo XVIII -es decir, un siglo y medio después de la fundación de Santiago del Estero- dicha expansión mapuche pasó del mero comercio a la presencia personal de araucanos (nombre histórico que por misteriosos motivos hoy es considerado “políticamente incorrecto”) en nuestro territorio. En 1708 tuvo lugar en las cercanías de la actual Villa Mercedes (provincia de San Luis) una reunión de indios en la cual las autoridades coloniales constataron la concurrencia de “aucáes o indios de la guerra de Chile (en ese entonces se llamaba aucáes o “indios alzados” a los araucanos). En los años siguiente dicha penetración foránea alcanzó la Pampa oriental: así, en la sesión del 10 de febrero de 1710 del Cabildo de Buenos Aires se manifestó preocupación por la presencia de “muchos indios aucáes, que de la otra parte de la Cordillera de Chile han pasado a esta con el fin de robar y destruir dichas campañas”.


Tal migración continuó en forma inexorable durante las siguientes décadas. Según testimonio del misionero jesuita Thomas Falkner, a mediados del siglo XVIII los pampas aún hablaban su idioma propio, aunque el araucano había pasado a ser la lengua “más pulida y la que con más generalidad se entendía en estas regiones”. A fines de dicho siglo la araucanización de la Pampa se había consumado: tal como puede verse en los mapas adjuntos, dicha etnia ocupaba ahora la totalidad del territorio pampa y buena parte del hábitat de los puelche-guénaken o “patagones del norte”, mientras que más al sur dominaba la ladera de la cordillera originariamente habitada por los téuesch y los tehuelches, pertenecientes a los chónik o “patagones del sur”. Dicho proceso de sustitución se produjo mayormente mediante la asimilación, aunque en no pocas ocasiones devino en violencia: así, los tehuelches opusieron encarnizada resistencia a los invasores hasta ser finalmente derrotados en la batalla de Shotel Káike, la cual tuvo lugar entre 1810 y 1820.


Los araucanos argentinos se dividían en cuatro grandes grupos: los pehuenches, los ranqueles, el cacicazgo de las Salinas Grandes (indudablemente la facción más poderosa y temida) y el llamado “País de las Manzanas”. La tercera de dichas subdivisiones estaba encarnada por la dinastía de los Curá, cuyo fundador fue el legendario Calfucurá. Nacido en Llaima (Chile) en el último cuarto del siglo XVIII, en 1834 pasó a territorio argentino al frente de doscientos hombres con el ostensible objetivo de comerciar con la tribu araucana de los vorogas. Habiendo concertado una reunión en los médanos de Masallé, Calfucurá y sus guerreros atacaron traicioneramente a sus desprevenidos anfitriones cuando éstos se disponían a darles la bienvenida, siendo pasada a degüello la clase dirigente de los vorogas en su totalidad (incluyendo al cacique Rondeau y sus hermanos Melin y Alun, así como numerosos capitanejos). Tal infame masacre posibilitó a Calfucurá autoproclamarse Gran Gulmen y posteriormente urdir -recurriendo a una astuta combinación de brutalidad y diplomacia- una red de alianzas que durante cuatro décadas tendría en vilo al gobierno argentino: la Confederación de Salinas Grandes. Su condición de advenedizo despertaría los justificados recelos de varios caciques locales, lo cual queda ejemplificado en el diálogo mantenido en 1878 entre el cacique Pincén (prisionero en Buenos Aires) y Estanislao S. Zeballos. Al preguntarle este último por qué se había separado de Calfucurá, Pincén contestó orgullosamente: “Porque yo soy indio argentino, y Calfucurá es vorogano de Chile, usurpador de nuestra tierra.”


Uno de los errores más extendidos es creer que la Pampa se hallaba entonces densamente poblada por una civilización aborigen evolucionada y autosuficiente que rehuía el contacto con el hombre blanco. Tal idea, básicamente correcta en lo que respecta a los picunches y otras tribus que habitaban el sur de Neuquén, era completamente ajena a la realidad que se vivía en la Pampa. Como lo ha señalado el destacado historiador Isidoro J. Ruiz Moreno, nada más acertado que el nombre de desierto asignado a esa enorme extensión de tierra donde los asentamientos humanos generalmente sólo eran posibles a la vera de aguadas, muy dispersas una de la otra y en cada una de las cuales subsistía como máximo un puñado de familias. Así, no se trataba de dos civilizaciones que coexistían en forma paralela y aislada sino de reducidos grupos indígenas que procuraban la relativa cercanía de las poblaciones y ganados del huinca. Y ello se debía a que, una vez establecidos en la Pampa, el estilo de vida de los araucanos argentinos había sufrido un cambio tan trascendental como negativo respecto a los hábitos de los mapuches trasandinos. “Estos últimos -escribe Canals Frau- eran sedentarios y cultivaban la tierra, y los productos de esta actividad constituían su principal alimento. Los primeros, en cambio, habían abandonado todo intento de cultivo, e inducidos sin duda por el medio, se dedicaban a vivir de la caza, la recolección y la rapiña. La carne de yegua era su alimento principal”.
En cuanto a los millares de lanceros cuyos malones aterrorizaban periódicamente las poblaciones fronterizas, la inmensa mayoría eran auxiliares venidos ex profeso del otro lado de la cordillera, adonde se apresuraban a regresar para vender el botín obtenido (de ahí el nombre de “Camino de los Chilenos” dado a la rastrillada utilizada por dichos cuatreros). Tal tráfico contaba con la complicidad de comerciantes chilenos y está fehaciente corroborado por testimonios locales. Así, en sus Recuerdos del pasado el escritor trasandino Vicente Pérez Rosales escribía: “Desde tiempo inmemorial nuestras compras de animales a los indios de ultra Bio-Bio han sido y siguen siendo la principal causa de los robos y diarios ataques a la propiedad argentina, verificados por los indígenas de una y otra banda de la Cordillera”. Por su parte, el misionero fray Victorio Palavecino describía en 1860 en Santiago cómo el indio chileno “reuniéndose en caravanas todos los años, salva los Andes, se une con los de aquella parte para entregarse al pillaje y a la carnicería, destruyendo pueblos, talando campos, arrastrando de ellos cuantos ganados puede, degollando dueños de hacienda y reduciendo a la esclavitud familias enteras; en una palabra, esparciendo espanto y la desolación. Actualmente gimen entre nuestros araucanos y como fruto de ese comercio, centenares de víctimas de las que todos los años traen de la República vecina. Hoy mismo gran parte de los animales que nuestro comerciantes extraen de entre ellos son de los de aquella República y producidos del comercio que ellos hacen a su modo”.
Las manifestaciones de dichas actividades ilegales eran múltiples y asombrosas. El cacique Juan Agustín, que asolaba el sur de Mendoza, era en Chile el señor Juan Agustín Terrado, que ostentaba el cargo de subdelegado oficial del gobierno de Santiago de este lado de los Andes; entre la numerosa hacienda chilena llevada a engordar a los valles orientales de la cordillera se contaba la del presidente Manuel Bulnes Prieto; el capitanejo Cayumán, cuyas andanzas lo llevaron hasta la campaña bonaerense, se metaformoseaba en Chile en el juez Francisco Palacios; finalmente, la mayoría de los 600 habitantes del enclave blanco de Mal Barco, situado aproximadamente donde hoy se encuentra Chos Malal, eran chilenos cuya principal actividad era -vaya sorpresa- la invernada y el comercio ganadero.
Un reclamo diplomático efectuado en 1877 por el gobierno argentino exigiendo poner fin a tales actividades fue desestimado por el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, aduciendo que la vigilancia de los pasos cordilleranos “vendría a imponer al Estado Nacional un fuerte desembolso no exijido [sic] por nuestros intereses”, llegando en su cinismo a declarar que “no existe una sola [ley] que prohiba la celebración de contratos sobre objetos lícitos entre personas que tengan perfecta capacidad para contratar. Desde que la facultad de contratar es un derecho privado, cuyas responsabilidades sólo pueden perseguirse por los mismos contratantes o por terceros interesados, el Gobierno no podría ingerirse [sic] en esos asuntos”. Tal actitud traslucía las ambiciones chilenas sobre la Patagonia, a la que el explorador y publicista trasandino Guillermo Cox había bautizado “el Chile Oriental”: ya en una nota del 29 de octubre de 1872 dirigida al embajador argentino en Santiago el Ministro de Relaciones Exteriores trasandino había aludido a “los derechos que le conceden [a Chile] sobre toda la Patagonia títulos claros y a mi juicio incuestionables”.
En resumen: durante el siglo XIX la gran mayoría de los indios que habitaban la Pampa no eran “aborígenes” según la estricta etimología del término (“originario del suelo en que vive”) sino que provenían de la falda occidental de los Andes. Perdida la cultura sedentaria y agrícola que originariamente caracterizara a los mapuches, la principal actividad económica de dichos grupos étnicos había pasado a ser el hurto de ganado vacuno (introducido a partir del siglo XVI por los españoles), no tanto para asegurar la propia subsistencia sino para montar un lucrativo tráfico cuyos destino final era Chile. Así, quienes hoy pretenden -ya sea movidos por una ingenua filantropía, insuficientes conocimientos históricos o motivaciones no tan inocentes- que los mapuches son en nuestro país un “pueblo originario” incurren en un error o, lo que es peor, en una impostura.

(continuará)

Mario Díaz Gavier

lunes, 3 de diciembre de 2012

MITOLOGÍA MAPUCHE (1)

Pocos vicios son tan habituales y perniciosos en la historiografía como el maniqueísmo, que por otra parte suele cambiar de favorito con sorprendente ligereza: así, durante un siglo la Guerra del Paraguay fue justificada como una cruzada civilizadora contra el “Atila de América” hasta que a partir de los años sesenta pasó a ser condenada como una maquinación del capitalismo británico que culminó en un genocidio. Un extremismo igualmente falaz rodea la Conquista del Desierto: originariamente vista por muchos como una mera limpieza de alimañas subhumanas en aras del progreso, en los últimos años parece ser considerada el alevoso exterminio de tiernos Patoruzitos que vivían desde tiempos inmemoriales en el actual territorio argentino dedicados inocentemente a la caza y la pesca. Vale la pena conocer a dos de los principales ideólogos de esta última versión (que aparentemente pretende relacionar en forma arbitraria y tendenciosa dicha campaña con el nefasto Proceso de Reorganización Nacional, durante el cual se cumplió, por desdichada coincidencia, el centenario de la expedición de Roca) para posteriormente analizar la realidad étnica de la Pampa y la Patagonia durante el siglo XIX y por último repasar lo que concretamente fue la Conquista del Desierto. 
Recae sobre Herr Osvaldo Bayer (el mismo que acusara de usurero y proxeneta al abuelo del Néstor Kirchner para luego apresurarse a relativizar sus dichos) la distinción de ser el gurú del anarcoindigenismo tirolés. No es casual que en su panfleto “Desmonumentar” Bayer cometa la grotesca gaffe de comparar la estatua de Julio Argentino Roca en Diagonal Sur con “los monumentos a Hitler”: como tantos profesores de procedencia y formación teutónicas (¿es necesario aclarar que no pertenece a un antiguo linaje mapuche?), Bayer incurre en el fatídico error de analizar toda historia -sea egipcia, romana o china- a través del prisma del III Reich, es decir, proyectado el trauma del propio pasado sobre hechos y figuras completamente ajenos al mismo. Así, dicha distorsión historiográfica convierte en forma automática todo gobernante autocrático en un Hitler y todo choque étnico en un “Holocausto” (sofisma este último que sugiere un intento inconsciente de blanquear la propia nacionalidad mediante el expeditivo método de arrojar fango sobre las otras).
La nueva generación de picos de oro está encabezada por il Signor Felipe Pigna (¿quizá de ascendencia araucana?), que califica a la Campaña del Desierto como “un verdadero genocidio que dejó un saldo de miles de muertos y más de 14 mil prisioneros”. Si bien Pigna no goza precisamente del respeto de los historiadores reconocidos, su habilidad mercantil le ha permitido monopolizar prácticamente la vulgarización mediática de nuestro pasado y convertirse en el historiador oficial del kirchnerismo (baste decir que la galería de biografías de su sitio web contiene cuatro nombres de figuras que jamás pisaron suelo argentino: uno de ellos es Napoleón y los restantes Marx, Engels y Ho Chi Mihn…)
El desconocimiento de Pigna sobre historia bélica es proverbial (de hecho es dudoso que algún tema histórico pueda ser considerado su punto fuerte), lo cual se evidencia en errores disculpables en opinólogos rasos pero no en quien pretende pontificar sobre una campaña militar: así, afirma que Roca reemplazó sables y lanzas “por modernos fusiles a repetición Remington”, ignorando evidentemente que dicha arma era monotiro (es decir, carecía de un sistema de repetición comparable al Winchester norteamericano o el Mauser alemán) y que ya había sido adoptada seis años atrás, jugando un rol fundamental en la derrota infligida por las tropas leales a los sediciosos mitristas en La Verde (1874). Por otra parte, tal error se torna trivial si uno recuerda que en uno de sus momentos más inspirados Pigna llegó a calificar al Remington de “arma de destrucción masiva”, lo cual nos exime de todo comentario…
La característica común de los citados publicistas (que en sus diatribas contra la raza blanca por motivos obvios se cuidan muy bien de emplear la palabra “gringos”) es precisamente su visión tuerta de la Historia. Condenan el presunto “genocidio” sufrido por los indios (aparentemente entienden como tal la muerte en combate de 1.313 indios de lanza durante la campaña de 1879) reservando exclusivamente para éstos su sensibilidad: jamás aflora la más mínima conmiseración hacia los sufridos criollos, expuestos constantemente al flagelo de las invasiones con su secuela de saqueos, incendios, violaciones, secuestros y asesinatos. Así, Bayer no trepida en acusar a Roca de haber “reestablecido la esclavitud” aludiendo a los 11.810 indios (1.271 de lanza y 10.539 de chusma) capturados durante la campaña y que fueran enrolados en el ejército y la marina, reubicados en poblaciones rurales o adoptados por familias cristianas: al parecer, quien ocupara la cátedra de Derechos Humanos en la Universidad de Buenos Aires considera que los numerosos cautivos blancos que languidecían en las tolderías (mayormente mujeres, ya que los hombres solían ser lanceados o degollados in situ), sobrellevando durante años o incluso décadas una vida de miseria y maltrato, se hallaban allí por propia voluntad…
Esta falsificación de la Historia no pasaría de lo meramente anecdótico de no ser porque desde algunos años proporciona sustento ideológico a un inquietante fenómeno: el fundamentalismo mapuche. La cara visible de este movimiento a nivel internacional es la organización Mapuche International Link, que no tiene su sede en Chile o en Argentina… sino en Bristol, Inglaterra: previsiblemente, sus directivos portan apellidos de neta resonancia indígena como Watson, Melville, Stanley, McCarthy, Chambers y Harvey. Entre sus más ilustres colaboradores se cuenta el parisino Philippe Boiry, pomposamente autotitulado “Príncipe Felipe de Araucanía y Patagonia”: por increíble que parezca, aquella fantochada urdida en 1860 por el aventurero francés Orélie Antoine de Tounens sigue siendo tomada en serio por algunos…
Sin embargo, no todos los aspectos de este movimiento son tan risueños. Actualmente existen en Neuquén, Río Negro y Chubut numerosos campos usurpados por mapuches que justifican tal “recuperación” alegando su presunta condición de “habitantes desde hace 14 mil años de estas tierras” (Bayer dixit). La mayoría de los damnificados no son controvertidos multimillonarios extranjeros -léase Benetton- sino familias que residen desde hace más de un siglo en la región y que de la noche a la mañana se encuentran con sus campos atravesados por alambrados adornados por banderas de la “Nación Mapuche”. Si bien en nuestro país el conflicto no ha adquirido (aún) las dimensiones que ostenta en Chile (donde han abundado atentados incendiarios así como choques entre carabineros y militantes indigenistas), parece necesario profundizar en esta cuestión: ¿son los mapuches verdaderamente un “pueblo originario” del territorio que hoy llamamos Argentina?


(continuará)

Mario Díaz Gavier