sábado, 27 de abril de 2013

INFANTERÍA DEL RENACIMIENTO (3): LOS ARCABUCEROS ESPAÑOLES


El 21 de abril de 1503 una fuerza española derrotó en Cerignola (unos 80 km al oeste-noroeste de Bari) a un ejército francés cuatro veces más numeroso en una batalla cuya fama persiste hasta nuestros días. Y ello no se debió tanto a las consecuencias políticas de este hecho de armas sino a una novedad destinada a revolucionar el arte de la guerra: un ejército armado según los cánones medievales tardíos había sido batido por otro provisto de armas de fuego portátiles, en lo que constituyó el advenimiento de la infantería moderna.
El instrumento que posibilitó tal revolución fue el arcabuz, término derivado del alemán Hakenbüchse (“arma de gancho”) que aludía a la saliente metálica situada en la parte inferior del caño que permitía calzar el arma -por ejemplo en el parapeto de una fortaleza- para soportar mejor el retroceso. El proyectil empleado era una “pelota” o bala de plomo que pesaba alrededor de una onza (28,7 gramos) y cuyo alcance efectivo no superaba la treintena de pasos. En cuanto al mecanismo de disparo, consistía en una mecha sostenida por un serpentín que, al ser apretado el gatillo, caía sobre una cazoleta llena de pólvora: la misma estaba comunicada por un oído a la recámara, produciéndose así la ignición de la carga propulsora. El procedimiento de recarga era extremadamente engorroso, siendo necesarios sendos frascos con dos tipos distintos de pólvora: una común para cargar el arma y otra más fina para cebar la cazoleta. Con el paso del tiempo se popularizó el reparto de la primera en los llamados “doce apóstoles”, pequeños recipientes de madera -cada uno de los cuales contenía la cantidad necesaria para un disparo- colgados de una bandolera. Respecto a la munición, cada arcabucero se veía obligado a llevar consigo un molde para fundir las balas dada la ausencia de uniformidad en el armamento.


Las primeras armas de fuego portátiles aparecidas en España fueron denominadas “hacabuches”, transparente deformación del alemán Hakenbüchse. En esta ilustración puede verse a un arcabucero lansquenete recargando su arma: sus pares hispanos ofrecían un aspecto similar, aunque su vestimenta era considerablemente más austera que la de los tudescos.

Las armas de fuego portátiles eran obviamente conocidas en las principales naciones europeas, pero España fue la primera en apreciar su importancia en toda su magnitud: cuando Gonzalo Fernández de Córdoba zarpó en marzo de 1495 de Cartagena rumbo a Nápoles, una parte de sus 5.000 infantes se hallaba armada de arcabuces, escopetas y espingardas (estas dos últimas, de menor calibre que los primeros, estaban destinadas a desaparecer en el lapso de pocas décadas). Los resultados de dicha innovación no fueron sin embargo instantáneos y debieron pasar ocho años para que la superioridad de esta nueva infantería ligera, más ágil y flexible que los macizos cuadros de piqueros suizos, quedara patente en el campo de Cerignola (denominada Ceriñola o Chirinola por los vencedores).
Las reformas del Gran Capitán no se limitaron al armamento sino que también afectaron la organización de la infantería, la cual gozaba en España de un prestigio desconocido en otras naciones europeas: a raíz de la Reconquista, el reclutamiento de milicias entre la ciudadanía tenía una larga tradición (por ejemplo, en 1476 Castilla había establecido una suerte de conscripción real que obligaba a los contribuyentes urbanos a pagar un impuesto o servir en la tropa), algo impensable en Francia, donde uno de los pilares del sistema feudal era precisamente la prohibición a la plebe de portar armas. Serían victorias como Ceriñola y Garellano las que demostrarían a Europa la validez del concepto de “ciudadano-soldado” propugnado por España: no en vano Carlos V afirmaría que “la suma de sus guerras era puesta en las mechas encendidas de sus arcabuceros españoles”.


Arcabuces de principios del siglo XVI. Armas primitivas (carecen incluso de mecanismo de mecha) y de apariencia basta, se distingue en los dos ejemplares superiores la saliente metálica que originó el nombre del arma; en cuanto al modelo inferior, evidencia cuán tenue era entonces la línea divisoria entre artillería y armas portátiles. Este monstruoso “arcabuz” estaba destinado a ser utilizado casi exclusivamente desde fortificaciones y constituía un antecesor de los “mosquetones de posta” mencionados más de un siglo después por Herman Hugo en su crónica del sitio de Breda.   

La unidad básica de la infantería hispana era la capitanía o compañía, integrada por 250 hombres, mientras que a su vez la bandera agrupaba dos capitanías y la coronelía sumaba seis. Originariamente una capitanía constaba de 100 piqueros (incluyendo tanto coseletes protegidos por la armadura homónima como picas secas desprovistos de protección corporal), 100 rodeleros (soldados armados de espada y rodela cuya misión era abrirse paso entre las picas enemigas) y 50 efectivos pertrechados de ballestas y armas de fuego: con el paso del tiempo las primeras desaparecerían en favor de las segundas.
La compañía estaba a cargo de un capitán, cuyo equipamiento no era muy distinto del de la tropa. Le seguía en rango el alférez, cuya función era enarbolar la bandera en combate (aunque durante las marchas dicha insignia era cargada por un abanderado). El tercer “oficial” de la compañía era el sargento, el cual era secundado por un determinado número de cabos, cada uno de ellos a cargo de una escuadra de veinticinco hombres. La plana de la compañía se completaba con un furriel (responsable del alojamiento de la tropa), un capellán, un barbero (que cumplía las funciones de enfermero), uno o dos tambores y un pífano.

Este detalle de un tapiz conmemorativo de la conquista de Túnez permite ver a un grupo de arcabuceros en acción. Se trata muy probablemente de lansquenetes, tal como lo delata el hecho de que el primer soldado a partir de la derecha porta en la cintura una Katzbalger.
 
En 1512 españoles y lansquenetes se enfrentaron por vez primera en Rávena, y si bien la jornada se saldó con un revés hispano, en dicha ocasión los rodeleros demostraron su valía infligiendo terribles pérdidas a sus contrincantes. En esta batalla participó y fue capturado Fernando Francisco D’Ávalos, marqués de Pescara, quien supo asimilar las lecciones de la derrota y aplicarlas una década más tarde. Efectivamente, la batalla de Bicoca presenciaría un uso novedoso de los arcabuceros, a quienes Pescara desplegaría en cuatro hileras: una vez que la primera hilera disparara, sus integrantes se arrodillarían para recargar y posibilitar a la segunda hilera abrir fuego, y así sucesivamente. El objetivo era lograr así un fuego regular en salvas, cada una de las cuales sería ordenada personalmente por Pescara. Tal innovación resulta extraordinaria si se considera que tuvo lugar más de setenta años antes de la sistematización de la contramarcha por parte de Mauricio de Nassau, a quien muchos autores atribuyen erróneamente la invención de dicho principio.



En esta ilustración del Lienzo de Tlaxcala puede distinguirse a la derecha a dos rodeleros. Este tipo de infantería nació a imagen y semejanza de los legionarios romanos (armados de gladius y scutum) y tuvo una breve existencia, habiendo prácticamente desaparecido ya en el segundo tercio del siglo XVI. Estos ágiles espadachines desarrollaron todo su potencial en la conquista de México, siendo su importancia comparable a la de caballos y armas de fuego: en la lucha cuerpo a cuerpo la espada toledana se reveló superior a la maquahuitl azteca, ya que dicha maza de madera provista de hojas de obsidiana -que equipa a los guerreros que figuran a la izquierda- carecía de punta y para su uso era menester alzar el brazo, exponiendo así a su propietario a recibir una mortífera estocada.
 
Por una notable coincidencia, la campaña de Bicoca se inició al mismo tiempo que finalizaba otra a miles de kilómetros de distancia: la conquista de México. Efectivamente, el 13 de agosto de 1521 Tenochtitlán caía después de un encarnizado asedio, y en aquel remoto campo de batalla los arcabuceros habían demostrado también su valía. Sin embargo, debe señalarse que su importancia ha sido generalmente exagerada: por ejemplo, de los 850 infantes que acompañaron a Hernán Cortés en la batalla por la capital del imperio azteca, sólo una sexta parte estaba provista de ballestas y arcabuces. El abastecimiento de pólvora constituyó un grave problema a lo largo de la campaña, y el clima tropical y la imposibilidad de realizar un adecuado mantenimiento motivaron que buena parte de las armas de fuego quedaran fuera de servicio después de algunos meses. Así, resulta paradójico que mientras que en Italia el arcabuz se imponía como arma decisiva, en el Nuevo Mundo dicho rol recaía sobre la caballería y los rodeleros, dos armas teóricamente anticuadas…
 
Mario Díaz Gavier

(Reproducido de Bicoca 1522.  La primera victoria de Carlos V en Italia por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).

sábado, 13 de abril de 2013

INFANTERÍA DEL RENACIMIENTO (2): LOS LANSQUENETES


El 1° de octubre de 1486 la dieta de la Confederación Suiza recibió un queja formulada en Zürich contra un tal Konrad Gäschuff, caballero suabo que había osado proponer armar y adiestrar individuos de dicho origen jactándose de que cada uno de ellos valía como dos helvéticos. La anécdota carecería de relevancia de no ser porque el citado documento constituye la primera mención escrita del término que denominaría a los infantes germanos hasta las vísperas de la Guerra de los Treinta Años: Landsknecht. No hay unanimidad respecto al origen de dicha acepción (que significa literalmente “peón de la tierra”), siendo una de las teorías más consistentes la que adjudica a la palabra Land el sentido de “llanura”, distinguiéndose así a los “hombres de la llanura” en contraposición a los “hombres de las montañas”, es decir los suizos.
Fue el futuro emperador Maximiliano I quien ideó la organización de una infantería alemana a imagen y semejanza de las tropas helvéticas. El principal campo de reclutamiento eran las tierras altas de Austria y del sur de Alemania (hecho que indudablemente debilita la hipótesis anteriormente citada): al igual que en los cantones suizos, la precaria economía de Suabia y Tirol, basada mayormente en el pastoreo, era insuficiente para nutrir una población numerosa, y en consecuencia abundaban allí hombres jóvenes ansiosos de aventura y botín. En 1487 tuvo lugar en Brujas el desfile de las primeras unidades de lansquenetes, conducidas por el conde Eitelfritz von Hohenzollern.


Maximiliano I (1459-1519). A raíz de su boda con María de Borgoña en 1477 y la prematura muerte de ésta cinco años más tarde se convirtió en heredero del ducado de Borgoña, el cual incluía los Países Bajos, Luxemburgo y el Franco-Condado: dichos territorios habían sido invadidos por Francia a la muerte de Carlos el Temerario, pero Maximiliano I logró recuperar la mayor parte -aunque no Borgoña propiamente dicha- gracias a la victoria obtenida en 1479 en Guinegatte (actualmente Enguinegatte). En dicha ocasión, Maximiliano I combatió codo a codo con sus infantes, y por una extraordinaria coincidencia volvería a derrotar a los franceses en el mismo lugar en 1513.
 

No resulta difícil de imaginar la reacción de los suizos ante el surgimiento de lo que consideraban una falsificación de la “marca registrada” por ellos encarnada y una indeseable competencia. Así, el choque entre lansquenetes y esguízaros devenía casi invariablemente en la sangrienta modalidad de lucha denominada “mala guerra”, en la cual no se daba cuartel ni se tomaban prisioneros.
Un cuerpo de lansquenetes -se usaba ya el término “regimiento”, aunque el mismo pasaría a denominar a una unidad administrativa recién a mediados del siglo XVI- era comandado por un Feldobrist (grado equivalente al de coronel) y constaba de varias Fähnlein (banderas), cada una integrada idealmente por 400 efectivos y a cargo de un Hauptmann (capitán). El Feldobrist (que era secundado por un Locotenent o lugarteniente) era una suerte de empresario militar que, provisto de una patente, reclutaba tropas por encargo de un gobernante: idealmente se trataba de un personaje carismático cuya posición holgada le posibilitaba en caso de emergencia cubrir de su peculio posibles retrasos en el pago de las soldadas, tradicional fuente de motines y deserciones. 

El Kriegsbuch (“Libro de Guerra”) de Leonhart Fronsperger (1520-1575) constituye una fuente de primera mano en lo relativo a la organización de los lansquenetes. En esta xilografía de Jost Amman (1539-1591) se representa el enrolamiento: cada aspirante debía presentarse frente a un arco formado por dos alabardas y una pica, donde el pagador examinaba su condición física, armamento y experiencia. En caso de ser aprobado, el lansquenete atravesaba el arco y se integraba al regimiento.


Además de los citados existía una variopinta colección de rangos. Entre los mismos se contaba el Quartiermeister (cuartelmaestre), que tenía a su cargo la elección del lugar que alojaría al vivac y la organización de éste; el Proviantmeister (maestre de provisiones), que se ocupaba del suministro de munición de boca; el Wachtmeister (maestre de guardia), a quien se confiaba la fortificación del campamento; el Schultheiß (corregidor), responsable de todos los asuntos jurídicos (aunque no podía ser juez de profesión, reflejo de la desconfianza existente en Alemania hacia el elaborado derecho romano); el Profoss (preboste), que desempeñaba la función de policía (lo cual incluía el lucrativo control de los vivanderos); el Hurenweybel (literalmente “sargento de prostitutas”), que secundaba al Profoss imponiendo orden entre el personal no combatiente que integraba el bagaje; y el Feldweybel (sargento), que asistía al capitán en el mando de la Fähnlein.

Otra ilustración del Kriegsbuch nos muestra la clásica combinación de pífano y tambor, infaltable en toda Fähnlein de lansquenetes. Además de constituir un sencillo pero eficaz sistema de señales, dichos músicos animaban a sus camaradas durante las marchas y enmarcaban eventos tales como proclamaciones, festividades e incluso ejecuciones.


El equipamiento de los lansquenetes no difería mayormente del de sus rivales, aunque presentaban algunas particularidades. Entre las mismas se contaba la típica espada corta de hoja ancha y punta roma denominada Katzbalger (que a despecho a una extendida creencia no significa “destripagatos”), utilizada como arma de protección personal por la mayoría de los soldados. Los lansquenetes cuya mayor veteranía y mejor equipamiento los hacía idóneos para servir en las primeras filas recibían una doble soldada (ocho florines mensuales en lugar de cuatro), de allí su nombre de Doppelsöldner: entre los mismos -que representaban habitualmente una cuarta parte del total de efectivos- se destacaban aquellos provistos de montantes o mandobles, cuya misión era quebrar las astas de las picas enemigas y permitir así a sus camaradas penetrar en la formación rival. Huelga decir que dicha tarea era enormemente riesgosa, por lo que la mayoría de dichos Doppelsöldner contaban con la protección de petos, coseletes o incluso armaduras completas. Pero sin duda la característica distintiva de los lansquenetes era su atuendo consistente en prendas multicolores, que les daba un aspecto vistoso cuando no estrafalario. Era generalizado el uso del jubones acuchillados -moda derivada quizá de los tajos efectuados a prendas capturadas a fin de posibilitar su uso a individuos de mayor talla- y de calzas provistas de braguetas protuberantes como presunción de potencia sexual.

El martirio de San Sebastián de Hans Holbein el Viejo (1465-1524), expuesto en la Antigua Pinacoteca de Munich. Una de las figuras más importantes del cuadro es el ballestero lansquenete que, con una actitud que choca por lo calmosa y rutinaria, procede a tensar la cuerda de su arma con ayuda de un cranequín mientras sostiene entre los dientes una saeta. Si bien su precisión y poder de penetración eran temibles, la ballesta adolecía de una baja cadencia de tiro que relegaba su uso principalmente a la guerra de sitio: la difusión del arcabuz marcó el declive de esta arma, cuya última intervención importante en una batalla campal tuvo lugar en Marignano en 1515 pero que en algunos ejércitos sobreviviría incluso medio siglo más.


Una diferencia entre lansquenetes y Reisläufer consistía en que los primeros contaban con un rudimentario y expeditivo sistema jurídico propio (encarnado principalmente por el Schultheiß y el Profoss), mientras que los segundos se hallaban sujetos a las leyes civiles de sus respectivos cantones. En cambio, la costumbre de rezar antes de la batalla y a continuación arrojar un puñado de polvo o besar el suelo era habitual entre ambos contrincantes. Otra característica común, ciertamente menos loable, era su tendencia a amotinarse ante el retraso en sus pagas, si bien debe señalarse que los lansquenetes eran en este punto más razonables que los suizos. Tales motines, desgraciadamente también usuales entre los hispanos, constituyeron una de las peores pesadillas de los comandantes de los siglos XVI y XVII y estuvieron mayormente motivados por la imposibilidad o falta de voluntad del empleador de turno para abonar puntualmente lo estipulado: las graves consecuencias militares, políticas y económicas de los motines hacen que, en comparación, las más encarnizadas huelgas actuales parezcan un acto de inocente rebeldía infantil…

Un capitán lansquenete según una xilografía de 1545. Está provisto de una armadura de tres cuartos, una lanza corta -distintivo de su rango- y una Katzbalger. El capitán disponía de un cocinero personal, un sirviente y dos Doppelsöldner como guardaespaldas: su sueldo ascendía a 40 florines, es decir el décuplo de la paga de un soldado. 

El advenimiento de la Reforma no impidió que soldados luteranos fueran contratados por potencias católicas: tal fue el caso de Georg von Frundsberg, indudablemente el más destacado comandante de lansquenetes, que a pesar de su simpatía por el protestantismo sirvió fielmente al emperador Carlos V. El prestigio de Frundsberg había inducido en enero en 1522 a Francisco II Sforza y a Girolamo Adorno a visitar al veterano comandante en sus posesiones de Mindelheim a fin de asegurarse sus servicios para la inminente campaña en Lombardía.

 Mario Díaz Gavier


(Reproducido de Bicoca 1522.  La primera victoria de Carlos V en Italia por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).