lunes, 26 de noviembre de 2012

LA ESPAÑA QUE NO FUE

"España es un pueblo que ha querido ser demasiado." 
NIETZSCHE


¿Cuándo comienza la decadencia del imperio español? El anhelo de fechas exactas da origen a diversas posturas: hay quienes esgrimen la fecha 1588, año de la Armada Invencible; algunos desplazan la fecha una década más tarde, con la muerte de Felipe II; no faltan los críticos del Rey Prudente que opinan que la decadencia se originó con su subida al trono en 1556; finalmente, otros sitúan el comienzo del fin recién en 1643, con la batalla de Rocroi, que indudablemente marca un hito tras siglo y medio de hegemonía militar española.
La prolongada existencia del imperio dificulta de por sí su división en base a fechas puntuales: quizás es más atinado preguntarnos en qué fase comienza dicho declinar. Mejor aún: ¿por qué no reflexionar cuál elemento del ideal imperial es el causante de su fracaso?

En 1516 Carlos de Gante, miembro de la dinastía austríaca de los Habsburgo, accede al trono de España con el nombre de Carlos I, tras la muerte de su abuelo Fernando el Católico. El joven rey es a la vez uno de los principales pretendientes al título de emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, aspiración que se materializa tres años más tarde: con el nuevo y más ampliamente difundido nombre de Carlos V se convierte así en el monarca más poderoso de la Cristiandad, controlando un vasto imperio al que pronto se añadirán las conquistas de México y Perú y sus fabulosos tesoros.
España parece haber alcanzado el apogeo de su poderío: pero es justamente este hecho el que presagia simultáneamente la inevitable caída. En resumen: en la grandeza misma de España están presentes las simientes de su decadencia.
Y esta paradoja está magistralmente sintetizada en la frase de Nietzsche. Lo que perdió a España fue el ser una nación desmesurada, ebria de gloria y de ambición (y por esta última entiendo algo mucho más amplio que la vulgar sed de oro presentada por la leyenda negra anglo-holandesa). No: la ambición de metales preciosos existió sin duda alguna, pero palidece junto a la ambición de extender hasta el infinito los límites del imperio, de ser escudo de la Cristiandad frente al avance musulmán, de constituírse en árbitro de Europa, de erigirse en campeón inflexible de la religión católica.
¿Cuál habría sido el curso de la Historia si en lugar de dicho ideal imperial hubiera preponderado una política menos pretenciosa y más realista? Al formular esta hipótesis acude inmediatamente a la memoria el nombre de Fernando de Aragón, y vale la pena tratar brevemente sobre dicha figura, tan controvertida como trascendental.
Desgraciadamente ha prevalecido hasta nuestros días un retrato inexacto de Fernando: para la mayoría se trata de una figura sosa y menor, totalmente a la sombra de su mujer Isabel la Católica. De hecho, Fernando de Aragón ha sido para muchos el mejor rey que tuvo España: un político brillante y de un frío pragmatismo, modelo de Macchiavelli para su Principe; un regente decidido y astuto, que por un lado reaccionaba enérgicamente contra las pretensiones francesas en Italia mientras que cultivaba la tradicional alianza España-Inglaterra contra el dúo Escocia-Francia; un gobernante que, si bien se mostró ingrato frente a figuras tales como el Gran Capitán, mantuvo siempre su lealtad para con su nación.
Pero por sobre todo, la estrategia de Fernando el Católico se destaca por su realismo y practicabilidad. No encontramos en ella gestos irreflexivos ni superfluos: toda acción está subordinada a un plan a largo plazo. Primer objetivo de su gobierno fue la unidad peninsular; le siguió la derrota definitiva de los moros; por último, sobrevino la defensa de las posesiones italianas frente al avance francés.
Debemos sin duda hacer notar que Fernando no debió enfrentar esa tormenta que dividió Europa occidental en dos bandos irreconciliables y que fue la Reforma; en ese sentido, su labor diplomática se vio facilitada por la unidad religiosa que aún imperaba en el continente. Sus sucesores no serían tan afortunados: el dilema entre su condición de paladín del catolicismo y la necesidad de una Realpolitik se tornaría para Felipe II un problema insoluble.

¿Podemos imaginarnos una España que hubiera renunciado a la idea del imperio? Vale la pena fantasear con dicho pensamiento.
Tal Estado hubiera racionalizado su política internacional. Por ejemplo, estableciendo como límite de su zona de influencia el Mediterráneo occidental, desentendiéndose de lo que ocurriera al este de Sicilia y desoyendo los pedidos de un socio tan voluble y poco digno de confianza como Venecia. Para España hubiera sido más provechoso concentrar esfuerzos en eliminar definitivamente ese nido de piratería que era Argel, permanente fuente de temor para las población costera y el tráfico marítimo de la península.
Asimismo, los Habsburgo de Madrid hubieran hecho mejor en mostrarse más reacios frente a los frecuentes pedidos de ayuda de sus parientes vieneses. Tomemos como ejemplo la Guerra de los Treinta Años: hechos como la victoria imperial en la Montaña Blanca frente a los rebeldes bohemios, la ocupación del Bajo Palatinado y la brillante victoria de Nördlingen no hubieran tenido lugar de no haber sido por los tercios españoles. Estas páginas de gloria se saldaron sin embargo con elevados costos y el consecuente descuido de los propios intereses. En la prolongada y frecuentemente conflictiva relación entre las dos ramas de la casa Habsburgo fue indudablemente la española la que demostró más frecuentemente su lealtad.
La independencia de los Países Bajos era, debido a motivos geográficos, económicos e idiomáticos, un proceso sencillamente irreversible. Una política religiosa más tolerante y el respeto a la autonomía regional hubieran quizás posibilitado una retirada gradual y menos traumática. Por otro lado, debemos admitir que la inmensa riqueza de dichas provincias (Amberes era por entonces el puerto más importante de Occidente) dificultaba enormemente tomar tal decisión. Además, sería injusto atribuír la revuelta neerlandesa exclusivamente a la intransigencia española: cuando la regente Margarita de Parma otorgó concedió mayor libertad religiosa a los calvinistas, su actitud tolerante se vio recompensada por la ola de vandalismo insensato que conocemos como la furia iconoclasta, que solamente en Flandes occidental devino en el saqueo y profanación de más de 400 iglesias y conventos, con la consecuente destrucción de obras de arte irrecuperables.
Si bien el estado de guerra declarada entre España e Inglaterra tuvo una duración relativamente breve, por el contrario puede afirmarse que la agresión encubierta de la última fue permanente, apoyando a los rebeldes holandeses y promoviendo incursiones piratas contra el tráfico naval y los puertos ibéricos. Una invasión de las islas británicas como se intentó en 1588, por más tentadora que resultara la idea, no tenía posibilidades reales de asegurar una conquista duradera y definitiva. ¿Qué hacer frente a dicho problema? Por un lado, de haberse evitado el conflicto en los Países Bajos las posibilidades inglesas de intervención se hubieran reducido sustancialmente; por otra parte, quizás la respuesta más sencilla y practicable a las incursiones navales hubiera sido responder con la misma moneda, asolando el litoral británico y forzando a las naves enemigas a abocarse a la defensa costera y limitando así las actividades corsarias. Pero sin duda la mejor solución hubiera sido evitar la confrontación con Inglaterra, prosiguiendo la sabia política de no agresión de Carlos V: recordemos que Felipe II fue incluso consorte de la reina María Tudor entre 1554 y 1558. Ambas naciones tenían mucho que ganar con una alianza en contra del enemigo común que era Francia, y en ese sentido la ruptura de relaciones entre España e Inglaterra fue uno de los mayores fallos de la diplomacia internacional durante la segunda mitad del siglo XVI. Con el paso del tiempo, la piratería inglesa y el velado apoyo de España a las conspiraciones contra Isabel fueron agrandando el vacío entre ambos reinos hasta llegar a un punto de no retorno.
La política americana de España fue básicamente correcta. La corona evitó embarcarse en la conquista propiamente dicha y se limitó a estimular las iniciativas privadas: de esta forma, sin cargar con costo alguno, el gobierno peninsular se beneficiaba de aquellas expediciones coronadas con el éxito. La expansión se llevó a cabo en un inmenso territorio de existencia hasta entonces desconocida, lo que evitaba una confrontación directa con las restantes potencias europeas: el resultado fue la creación a un precio relativamente reducido de un vasto imperio, una hazaña que fue motivo de envidia para generaciones de gobernantes franceses e ingleses.

Una España contraria a involucrarse en guerras en el extranjero hubiera hecho más por el bienestar de sus habitantes, evitando la sangría de hombres y dinero en la sufrida Castilla y que la plata de las Indias terminara en gran parte en manos de prestamistas, soldados y proveedores del ejército. Tal España, indudablemente, hubiera sido una nación más razonable, más acomodada y con mucho menos triunfos militares de los que vanagloriarse. Y sin embargo, resulta paradójico pensar que tal estado ideal muy probablemente no ejercería sobre nosotros la misma fascinación que la España que fue, con su pathos, su idealismo quijotesco y su grandeza trágica…

Mario Díaz Gavier

lunes, 19 de noviembre de 2012

SOBRE LA INCOMPETENCIA MILITAR DE BARTOLOMÉ MITRE

Pocas batallas de nuestra historia gozan de la fama de Curupaytí. La participación de la flor y nata de la juventud argentina, los espléndidos ejemplos de heroísmo individual y el inevitable halo épico que rodea a toda tragedia confieren a la jornada de Curupaytí una fascinación irresistible.
Y sin embargo, una faceta menos gloriosa permanece aún hoy en la sombra: la responsabilidad de tal catástrofe. Particularmente desconcertante es la benévola indulgencia de historiadores, analistas militares e incluso sobrevivientes de la jornada para con Mitre, a pesar de que, como comandante en jefe, puso en práctica un plan de batalla que implicó un ataque frontal de infantería contra una línea fortificada casi inexpugnable, condenando a sus hombres a una muerte segura.
A ello se suma la versión -omnipresente en los libros de texto escolares- que atribuye la parálisis de diez meses en las operaciones aliadas exclusivamente a las “antipatrióticas” revueltas del interior. Dicha afirmación no resiste un análisis serio: la principal causa de tal situación fue el desastre de Curupaytí, que dejó prácticamente fuera de combate al relativamente reducido contingente argentino y asestó un golpe de muerte a la ya menguada reputación del generalísimo.
Transcurrido más de un siglo de la muerte de Mitre, tal distorsión de los hechos es sencillamente incomprensible y menos aún justificable: culpable de ello es el maniqueísmo historiográfico que rige aún nuestra visión del pasado. En realidad, una figura de la complejidad de Mitre sólo puede ser estudiada seriamente separando en ella al literato, al político y al jefe militar. El primero está representado principalmente por sus trabajos pioneros sobre Belgrano y San Martín, con justicia dignos de elogio; el político constituye sin duda la faceta más polémica y no es mi propósito emitir un veredicto definitivo (si es que algo así fuera posible) sobre quien fue para unos figura emblemática del liberalismo, adalid del progreso y primer presidente de la Argentina unificada y para otros quien encarnó la segregación del puerto, la primera ruptura del orden constitucional y la sangrienta “pacificación” de las provincias; por último, el jefe militar fue indiscutiblemente responsable del mayor desastre militar de nuestra historia (en el transcurso de cuatro horas el ejército argentino tuvo tres veces más muertos que durante toda la Guerra de las Malvinas) y un claro ejemplo de incompetencia militar que no se desmerece al lado de figuras tales como Lord Raglan (Balaclava) o George Custer (Little Big Horn).


Contrariamente a lo que han pintado algunos de sus detractores, Mitre no era un general improvisado: había comenzado su carrera militar a la temprana edad de dieciséis años y sus estudios, combinados con sus numerosas lecturas y su experiencia en el campo de batalla -más allá de los reveses de Sierra Chica y Cepeda- lo habilitaban en teoría ampliamente para asumir el cargo de generalísimo de los ejércitos aliados. Sin embargo, sus graves limitaciones como comandante quedarían brutalmente expuestas en Curupaytí.


En su notable trabajo On the psychology of military incompetence, Norman Dixon rebate la idea de la ineptitud como patrimonio exclusivo de individuos mentalmente limitados, señalando que muchas catástrofes militares fueron protagonizadas por oficiales de excelentes calificaciones académicas: tal el caso de Arthur Percival, el comandante de Singapur cuya rendición al frente de 130.000 soldados británicos, australianos e hindúes representó el mayor desastre en la historia inglesa. Dixon enumera catorce rasgos psicológicos que a su juicio son sintomáticos de la incompetencia militar y no resulta sorprendente que Mitre, cuya capacidad intelectual está fuera de discusión, ejemplifique varias de dichas características, a saber:
-Grave despilfarro de recursos humanos y fracaso en cumplir con la economía de fuerzas, uno de los principios básicos de la guerra.
-Tendencia a rechazar o ignorar información desagradable o que contradice prejuicios existentes.
-Tendencia a subestimar al enemigo y sobreestimar la capacidad del lado propio.
-Indecisión y tendencia a abdicar del rol de hacedor de decisiones.
-Fracaso en realizar un reconocimiento adecuado.
-Predilección por asaltos frontales, a menudo contra el punto más fuerte del enemigo.
-Creencia en el predominio de la fuerza bruta por sobre la astucia.
-Fracaso en el uso de la sorpresa o el engaño.
En tal sentido, es sugerente el paralelo existente entre Mitre y su plan en Curupaytí y lo acontecido ochenta años después con otro estratega y otra iniciativa desafortunada: Montgomery y la Operación Market-Garden. Más allá de la superior cultura del estadista argentino no son pocas las coincidencias entre estas figuras: ambos eran comandantes que habían adquirido la reputación de metódicos y precavidos; ambos se hallaban supeditados al apoyo de un poderoso aliado con quien las relaciones distaban de ser ideales, viéndose obligados a someter sus decisiones a debate y contemporizar con frecuencia; ambos se decidieron por una suerte de “huída hacia adelante” en forma de un plan temerario, insólitamente impropio de su personalidad, destinado a librarlos de la indeseada aura de indecisión e impresionar favorablemente a su socio militar; finalmente, ambos tuvieron la fortuna de encontrarse al final del conflicto en el bando vencedor, lo cual minimizó o incluso hizo olvidar los errores cometidos durante la contienda. 

Mario Díaz Gavier

 (Reproducido de En tres meses en Asunción. De la victoria de Tuyutí al desastre de Curupaytí por gentileza de Ediciones del Boulevard, Córdoba). 

lunes, 12 de noviembre de 2012

ROCROI Y LA "REVOLUCIÓN MILITAR"

En la segunda mitad del siglo pasado algunos prestigiosos historiadores enunciaron la teoría de una “revolución militar” que, coincidiendo con los orígenes de la Edad Moderna, abarcaría la implementación de una artillería “práctica”, la aparición del sistema de fortificación abaluartado (conocido también como trace italienne), la invención del galeón y las reformas tácticas de Mauricio de Nassau. Más allá de que pueda ser discutible englobar dichas innovaciones bajo el rótulo de “revolución” (una acepción que sugiere más bien un proceso orgánico y acotado geográfica y cronológicamente) y que el período elegido no incluye novedades fundamentales como el resurgimiento de la infantería y la aparición de las primeras armas de fuego (que tuvieron lugar a principios del siglo XIV), ciertamente los hitos mencionados ejercieron una influencia muy importante en la conducción de la guerra durante los siglos XVI y XVII. Por desgracia, a los autores de dicha teoría se han sumado posteriormente discípulos excesivamente aplicados que han pretendido elevar una tesis interesante al rango de dogma y que -malinterpretando a sus maestros, considerablemente más perspicaces- han empleado la expresión “revolución militar” para aludir exclusivamente a las reformas iniciadas por los holandeses y proseguidas por Gustavo Adolfo de Suecia, a cuya inapelable superioridad han atribuído todo revés sufrido por los Habsburgo durante la Guerra de los Treinta Años. En consecuencia, parece necesario describir brevemente dichas innovaciones para valorarlas en su justa proporción.
En la última década del siglo XVI Mauricio de Nassau, hijo de Guillermo el Taciturno y líder de los rebeldes neerlandeses, encaró una serie de reformas con el objetivo de mejorar el rendimiento de sus tropas, que hasta entonces habían demostrado una frustrante inferioridad frente a los veteranos españoles. Una de dichas innovaciones consistió en adoptar un orden lineal, ciertamente vulnerable a una embestida enemiga (lo cual hacía necesario el despliegue de tres líneas con las formaciones dispuestas en forma alternada) pero que permitía desplegar un mayor número de bocas de fuego: la nueva unidad holandesa, el semirregimiento o troup, sumaba solamente 850 hombres (en lugar de los 2.000 de los antiguos regimientos) y desplegaba en el centro sus piqueros, flanqueados por sendas formaciones de mosqueteros y con los arcabuceros formando los extremos.
Las nuevas formaciones, más delgadas, fueron posibles gracias a un novedoso sistema de tiro: la contramarcha. Ésta se basaba en filas de diez tiradores en las cuales el primer soldado, tras disparar, se dirigía al final de la fila para recargar cediendo paso al segundo y así sucesivamente, obteniéndose de esta forma un caudal regular de fuego. La autoría de dicho principio no corresponde estrictamente a Mauricio de Nassau, ya que le fue sugerido por su hermano Guillermo Luis en una carta del 8 de diciembre de 1594 (a su vez, el remitente confesaba que la idea le había sido inspirada por la lectura del escritor romano Aelio), existiendo además varios antecedentes en acción de dicha táctica: pero sin ninguna duda, al comandante holandés le cabe el honor de haber sido el primero en sistematizarla.
Las citadas innovaciones tácticas fueron acompañadas por un incremento de la cifra porcentual de oficiales, un adiestramiento continuo de los soldados (que integraban ahora un ejército regular, lo cual no era nuevo para los españoles pero sí para los neerlandeses, que habían debido librar sus primeras campañas con improvisadas hordas de mercenarios poco confiables) y recibían puntualmente su paga (lo cual era inusual en el Ejército de Flandes). Así y todo, debe señalarse que el resultado de dicha reforma distó de ser espectacular: en lo que a batallas campales se refiere, se limitó a los ambiguos triunfos de Turnhout (1597) y Nieuport (1600). Ello no ha impedido que algunos autores hayan proclamado la presunta superioridad de Mauricio de Nassau frente a comandantes tales como el duque de Alba o Alejandro Farnesio, pasando por alto el despropósito implícito en la imagen de un gran general que rara vez libró una batalla y cayendo así en un absurdo similar al que sería conferir la distinción de gran compositor a un destacado teórico musical.
Ya en 1601 la reforma militar holandesa fue conocida en Suecia gracias a la participación del conde Juan de Nassau-Siegen en el conflicto sueco-polaco, pero recién un cuarto de siglo más tarde estas innovaciones desarrollarían todo su potencial en manos del rey Gustavo Adolfo. Para ese entonces, la cadencia de tiro había mejorado de forma tal que permitía la reducción de las formaciones a seis hombres en fondo, y el monarca sueco introdujo además mejoras tales como el aligeramiento del mosquete (que permitió prescindir de la horquilla y marcó en su ejército la desaparición del arcabuz) y la provisión a cada regimiento de cuatro cañones ligeros de 3 libras: estos falconetes de bronce fueron las primeras piezas servidas por soldados y constituyeron un precedente de lo que hoy llamaríamos armas de apoyo a la infantería, reemplazando al fallido experimento de los llamados “cañones de cuero”.
En lo táctico, Gustavo Adolfo empleó como formación básica el escuadrón, constituído por un núcleo de piqueros con sendos grupos de mosqueteros a los costados: por su parte, la brigada reunía a dos escuadrones lado a lado y un tercero adelantado, adoptando así la forma de una “T” invertida (originariamente estaba previsto un cuarto escuadrón como reserva, pero la escasez de piqueros impidió en suelo alemán emplear dicha formación). Con respecto a la caballería, su protección fue aligerada y se permitió el uso de la pistola sólo a las dos primeras hileras poco antes del choque con el enemigo: la espada pasaba así a ser el arma principal del jinete. A fin de compensar la pérdida de poder de fuego, pequeños grupos de mosqueteros fueron entremezclados con la caballería (aunque dada la dispar velocidad de caballos y hombres, dicha cooperación debe haber forzado a la caballería a sacrificar parte de su movilidad).

Un plano contemporáneo de la batalla de Rocroi. Como puede verse, no hay una diferencia apreciable de tamaño entre las formaciones francesas y españolas, lo cual constituye un sugerente indicio de que la posterior versión que atribuye la victoria a la agilidad de las formaciones “protestantes” frente a pesadez de sus equivalentes “católicas” carece mayormente de asidero.


Trazada esta somera descripción de las tácticas “protestantes”, haremos a continuación lo propio con sus equivalentes “católicas”. Es usual referirse a las formaciones utilizadas por España y sus aliados con el nombre de “tercio”, lo cual estrictamente no es correcto por cuanto dicho término designa en realidad una unidad orgánica, equivalente al regimiento en otros ejércitos. La formación utilizada por dichos tercios era el escuadrón, que consistía básicamente en un cuadro de piqueros flanqueado por guarniciones de arcabuceros y provisto en cada uno de sus vértices de una manga de arcabuceros y mosqueteros. Los tipos más usuales eran el escuadrón cuadro de terreno (un cuadrado con un determinado número de hombres de frente y la mitad de fondo, ya que cada soldado ocupaba teóricamente un rectángulo de tres pies de ancho y siete de altura) y el prolongado (de forma rectangular), que podía ser de gran frente (el lado más extenso dando al enemigo) o de frente estrecha (ofreciendo el lado más reducido). Curiosamente, la imagen más habitual de un tercio es la de escuadrón cuadro de terreno, a pesar de que el preferido era el prolongado de gran frente por su mayor capacidad ofensiva.
El primer choque entre las formaciones tradicionales y las reformadas tuvo lugar en Breitenfeld, resultando como ya hemos visto en una victoria protestante. Los pesados escuadrones de cuadro de terreno de Tilly, con sus cincuenta hombres de frente y treinta de fondo, carecían de la movilidad de las formaciones suecas, que pudieron desplazarse rápidamente y cubrir la brecha abierta por la retirada de las tropas sajonas: asimismo, la superioridad artillera del ejército de Gustavo Adolfo se mostró decisiva.
Sin embargo, sería un error creer que los católicos no reconocieron el valor de las nuevas tácticas: de hecho acusaron su influencia con una rapidez pasmosa, y ya en Lützen el ejército imperial empleó formaciones más delgadas, artillería más ligera y un fuego de mosquetería organizado en salvas. A ello se añadiría la derrota de los suecos en Nördlingen a manos de los tercios españoles, una batalla significativamente omitida por muchos adeptos de la “revolución militar” por cuanto constituyó una incómoda evidencia de que en determinadas circunstancias los macizos escuadrones tradicionales podían dar buena cuenta de las formaciones lineales (de hecho, es significativo que tras dicho revés los suecos reemplazaran la brigada por formaciones similares a las holandesas). Por último, debemos hacer notar que la asimilación de las citadas novedades tácticas y técnicas no fue de ningún modo homogénea: por ejemplo, en las islas británicas y en Europa oriental su influencia fue considerablemente más reducida. Que Francia estuviera aliada a Holanda y Suecia no implica forzosamente el empleo de las mismas tácticas, y de hecho no hay pruebas irrefutables de que los galos adoptaran dichas innovaciones a una escala mucho mayor que los españoles: de esta forma, la mayoría de los textos que explican lo acontecido en Rocroi a la luz de la “revolución militar” recurren a una traslación gratuita e infundada del “modelo Breitenfeld”. El enfrentamiento que tuvo lugar en Rocroi no fue ejemplo del choque entre dos concepciones militares sino del duelo entre un imperio aún poderoso pero agobiado por numerosas y prolongadas guerras y una nación en ascenso y ansiosa por hacerse de la hegemonía continental.

Mario Díaz Gavier

(Reproducido de Rocroi 1643. El ocaso de los tercios por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).

sábado, 3 de noviembre de 2012

LEPANTO

A comienzos de 1571 las miradas de la Cristiandad -y ciertamente también las de su sempiterno rival, el Imperio Otomano- estaban fijadas en una pequeña ciudad situada en la costa oriental de Chipre: Famagusta.
En julio del año anterior una poderosa flota turca de 200 galeras había desembarcado 50.000 infantes y 2.500 jinetes en las cercanías de Limassol. Al frente de este cuerpo expedicionario se hallaba Lala Mustafá, antiguo tutor del actual  sultán Selim II cuya habilidad como intrigante le había asegurado el cargo de gobernador de las provincias y comandante supremo del ejército. Selim II le había confiado la tarea de arrebatar Chipre del dominio veneciano y obtener así la gran victoria que tradicionalmente debía inaugurar el reinado de cada sultán (asimismo, no eran pocos quienes afirmaban que los proverbiales vinos de la isla constituían un aliciente extra para un sultán cuya trasgresión de ciertas normas del Islam le había valido el elocuente apodo de “el Bebedor”).
El 25 de julio los invasores comenzaron el asedio de la capital, Nicosia. La guarnición sumaba solamente 3.000 soldados venecianos y 5.000 milicianos chipriotas carentes de instrucción militar y de disciplina, ello agravado por la mala calidad de sus obras de defensa y la falta de decisión del gobernador Nicoló Dandolo. A pesar de todo los defensores resistieron durante más de seis semanas los ataques de los sitiadores, e incluso realizaron el 15 de agosto una exitosa salida. Sin embargo el 9 de setiembre se produjo el inevitable desenlace:  reforzados por 20.000 hombres tomados de la flota de galeras, los turcos realizaron un asalto general que tras dos horas de lucha logró abrir una brecha en las murallas. Siguieron otras ocho horas de combate hasta que finalmente Dandolo fue intimado a rendirse, a lo cual accedió: seguidamente él y los quinientos venecianos sobrevivientes fueron asesinados a sangre fría. Nicosia quedó durante tres días librada a los saqueos, violaciones y asesinatos de la soldadesca turca: la casi totalidad de los veinte mil habitantes fueron masacrados y sólo dos mil adolescentes sobrevivieron para terminar como objetos de placer en el mercado de esclavos de Constantinopla.
Un destacamento de caballería turca hizo poco después su aparición frente a las murallas de Famagusta: clavadas en sus lanzas se hallaban las cabezas de Dandolo y otros dignatarios de Nicosia. Sin embargo ello no intimidó a la guarnición, que estaba bien preparada y decidida a resistir. Los defensores sumaban apenas 350 hombres, pero al frente de ellos se hallaba Marcantonio Bragadino, gobernador indómito y capaz. El 18 de setiembre comenzaba oficialmente el sitio de Famagusta.
La pequeña guarnición resistió una y otra vez los embates de las hordas del Islam; en su heroica lucha se vió ayudada por la llegada del otoño y el consecuente regreso de la mayoría de las galeras de Constantinopla. El 26 de enero de 1571 dieciséis galeras y tres mercantes venecianos irrumpieron frente a Famagusta y tras hundir tres galeras turcas procedieron a descargar 1.600 soldados, víveres y munición y embarcar a heridos, enfermos y no combatientes. Este inesperado refuerzo levantó enormemente la moral de los defensores, pero era evidente que sólo la intervención de una gran flota podría evitar la caída definitiva de Chipre en manos turcas.
Alarmado ante las noticias de Chipre, el Papa Pío  V  había urgido a las naciones cristianas a formar una Santa Liga para enfrentar el avance musulmán. Los resultados habían sido decepcionantes: la Inglaterra anglicana de Isabel I y la Rusia ortodoxa de Iván el Terrible ignoraron simplemente el pedido y, peor aún, la reacción de algunos reinos católicos no había sido mejor: el emperador Maximiliano II no estaba dispuesto a romper la tregua de ocho años recientemente firmada con el sultán, a quien debía pagar tributo regularmente; la subsistencia de Polonia dependía de las enormes compras de ganado por parte de Constantinopla; por su parte, la Francia del Rey Cristianísimo mantenía una tradicional alianza con el imperio otomano en contra de los Habsburgo españoles  y austríacos (las galeras turcas habían incluso invernado en Tolón durante una de sus periódicas incursiones anuales).
Al final, sólo tres potencias se mostraron dispuestas a aceptar el desafío: el Papado mismo, la España de Felipe II (a cuyo servicio se encontraba Génova) y Venecia. Sin embargo, un intento de suscribir el acuerdo en marzo de 1571 fracasó: irónicamente fue justamente Venecia quien se negó a integrar la Santa Liga.
La República de San Marcos tenía una larga tradición en lo que a intriga y duplicidad se refiere. Durante las guerras italianas entre Francia y España había cambiado frecuentemente de bando, y ahora intentaba desesperadamente conservar Chipre y a la vez no romper sus lucrativas relaciones comerciales con Constantinopla. Venecia, despreciada por muchos como “la prostituta que se acuesta con el Turco”, era tributaria del Sultán, a cambio de lo cual traficaba provechosamente con especias y otros artículos de lujo. Increíblemente la masacre de Nicosia  no había influído en lo más mínimo en la diplomacia de la Serenísima: es comprensible que muchos de sus vecinos fueran reacios en acudir en ayuda de un Estado que sacrificaba sus dominios  y habitantes a una política amoral y miope. Recién el 25 de mayo, habiendo constatado lo inexorable de las intenciones turcas, Venecia accedió a suscribir el Tratado de la Santa Liga: sin embargo, esos dos meses y medio de demora tendrían funestas consecuencias para Chipre.
A despecho de su poderío económico Venecia era, al igual que Portugal, un imperio mercantil, no militar: sus posesiones no estaban formadas por territorios extensos sino por factorías comerciales aisladas. Tras una fachada de poderío se ocultaba una intrínseca debilidad: enfrentada a una verdadera potencia militar, el imperio insular veneciano estaba destinado a desmoronarse como un castillo de naipes, confirmando una vez más que (al decir de Chesterton en relación al conflicto entre Cartago y Roma) “el mercader jamás podrá vencer al guerrero”.

Mientras ello ocurría en Europa, los heroicos defensores de
Famagusta proseguían su denodada resistencia. Los zapadores turcos cavaban incansablemente minas bajo las murallas: con idéntico afán sus rivales realizaban contraminas destinadas a estallar bajo el enemigo, o mejor aún, a irrumpir en la mina turca y saquear la pólvora almacenada, tan necesaria para la jaqueada guarnición.
En abril los turcos volvieron a reunir doscientas galeras frente a Chipre: esta vez las comandaba Alí Paschá, un mohecín cuya hermosa voz le había valido el apoyo del harén del sultán, nido de toda intriga en Constantinopla. La flota comenzó a desembarcar miles de jenízaros, solados-esclavos de origen cristiano que formaban parte de la elite del ejército turco. A fines de mayo Lala Mustafá había dispuesto 74 cañones frente a los muros de Famagusta: durante el asedio dispararían la increíble cifra  de 150.000 proyectiles.
Finalmente, los turcos lograron abrir una brecha en las murallas, pasando seguidamente al asalto: tras cinco horas de combate fueron rechazados con enormes pérdidas. A pesar de la aplastante superioridad numérica y artillera del adversario, Bragadino y sus hombres lograron resistir otros tres asaltos, el último de ellos el 31 de julio. Sin embargo, la capacidad de los intrépidos defensores tocaba a su fin, debido a las pesadas bajas sufridas y la escasez de víveres y pólvora. A pesar de la terrible experiencia de Nicosia, Bragadino decidió incautamente aceptar el ofrecimiento de Lala Mustafá de permitir la libre retirada de los defensores,  que serían transportados  por galeras turcas a Creta.
El 4 de agosto Bragadino y varios de sus oficiales se presentaron en la tienda de Lala Mustafá: tras intentar vanamente provocar un incidente, el comandante turco hizo una señal a sus hombres. Bragadino fue encadenado y le fueron cercenadas la nariz y las orejas; sus hombres fueron descuartizados delante de sus ojos. Los sobrevivientes de la guarnición fueron asesinados o encadenados al remo de las galeras. Trece días después, tras ser paseado y vejado delante del ejército enemigo, Bragadino fue desollado vivo. Su piel fue rellenada con paja y junto con las cabezas de sus comandantes enviada como botín de guerra a Constantinopla.
Se dice que el proceder perjuro y bestial de Lala Mustafá, furioso al descubrir las ínfimas dimensiones de la guarnición que había resistido sus ataques, horrorizó incluso al sultán. El sacrificio de Bragadino y sus hombres  no había sido en vano: habían infligido al gigantesco ejército sitiador alrededor de 40.000 bajas y paralizado durante casi once meses el avance del Islam en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, la caída de Famagusta abría ominosos interrogantes para la Cristiandad: ¿quién podría frenar ahora la embestida turca? ¿Sería imposible impedir que el sultán cumpliera con uno de los proyectos más caros al Islam: la captura de Roma, la Manzana Roja?

El Papa Pío V era una de las figuras emblemáticas de ese movimiento de renovación que fue la Contrarreforma. Al contrario que la mayoría de sus predecesores, Michele Ghislieri (tal era su auténtico nombre) era de origen muy humilde: su padre había sido arriero de mulas y él mismo había sido pastor antes de ingresar a la orden de los dominicos a la edad de catorce años. De aspecto ascético,  su ascenso al papado había constituído una sorpresa para  la mayoría, y fue seguido por una serie de enérgicas medidas destinadas a combatir el relajamiento de las costumbres  imperante: varios miembros de la curia famosos por su conducta escandalosa (por ejemplo Minale, el corrupto tesorero
del anterior Papa Pablo  IV) fueron expeditivamente enviados a las galeras.
El año anterior, una flota que  había intentado socorrer Chipre  había fracasado en forma lamentable debido a que Marcantonio Colonna, su afable comandante romano, no había logrado imponerse sobre la tradicional rivalidad entre venecianos y genoveses. Para Pío V era claro que nueva flota sólo podía estar bajo el mando de un líder cuya autoridad fuera reconocida por todos los miembros. Su elección cayó sobre un príncipe de veinticuatro años que se había destacado en la lucha contra los moriscos de las Alpujarras: su nombre era Don Juan de Austria.

Durante su campaña contra la liga de Schmalkalden el emperador Carlos V había conocido en
Regensburg a Barbara Blomberg, hija de un oficial ya fallecido. Con sus veintidós años, su cabellera rubia y una agradable voz  la muchacha no tardó en seducir al emperador viudo. El 24 de febrero de 1547, semanas antes de la decisiva victoria imperial en Mühlberg, Barbara dio a luz un niño. Luis Quijada, funcionario del monarca, fue encargado de tomar las medidas pertinentes: se concertó el casamiento de la madre con un camarero de la corte que posteriormente sería nombrado comisario del ejército de Flandes. En cuanto al recién nacido, fue bautizado Jerónimo y dado en adopción a un músico flamenco de la corte llamado Frans Massi, que estaba a punto de retirarse con su mujer a Leganés, una aldea de Castilla situada entre Madrid y Toledo.
Años después, al morir Frans Massi, Quijada y su mujer asumieron la custodia del niño y se encargaron de impartirle una educación adecuada. En 1558, a la edad de once años, el muchacho pudo finalmente conocer a su padre el emperador Carlos V, retirado en el Monasterio de Yuste y ya en su lecho de muerte. Al año siguiente se produjo el encuentro oficial del joven con su medio hermano el rey Felipe II: Jerónimo pasó a ser llamado Don Juan de Austria y a partir de 1581 fue compañero de estudios en la universidad de Alcalá del desdichado príncipe heredero Don Carlos y de Alejandro Farnesio, hijo de Margarita de Parma y con el cual lo uniría una sincera amistad.
En octubre de 1567 Felipe II nombró a Don Juan almirante, confiándole el mando de treinta y tres galeras que custodiaban la costa de Andalucía contra los piratas argelinos. Le fue asignado como segundo Don Luis de Requesens, noble catalán cuya función era instruir y vigilar al joven príncipe.
En la Navidad de 1568 estalló en la región andaluza de las Alpujarras el levantamiento de los moriscos. Medidas poco acertadas del gobierno habían provocado el descontento de esa minoría, cristiana en apariencia pero fervientemente musulmana en su fuero íntimo. La rebelión dio lugar a terribles crímenes: varios sacerdotes fueron martirizados y numerosas mujeres fueron vendidas como esclavas a Argel. La posibilidad de un desembarco turco en España parecía más cercana que nunca, y el gobierno desató una feroz represión a cargo de los rivales marqueses de Mondéjar y Los Vélez. La falta de coordinación de estas fuerzas motivó la designación de Don Juan de Austria como comandante conjunto. El flamante jefe se desempeñó gallardamente durante la toma de la ciudad fortificada de Galera en febrero de 1570 y la conquista de la Sierra de Serón al mes siguiente. Recién en noviembre de ese año finalizó esta campaña, dura y amarga como toda guerra civil. En su transcurso Don Juan tuvo varios gestos nobles: por ejemplo, perdonando la vida a 4.200 mujeres y niños de Galera, contraviniendo abiertamente las draconianas órdenes del rey.
Accediendo al pedido del Papa, Felipe II concedió a Don Juan el mando de la flota. Sin embargo, dos circunstancias revelaron la naturaleza desconfiada del monarca: por un lado, Don Juan no podía impartir órdenes sin el consentimiento de su mentor Luis de Requesens; por otra parte, se estableció que el tratamiento debido a Don Juan era “Excelencia” y no “Alteza”, título reservado a la familia real...

El 23 de agosto de 1571 Don Juan arribó a Messina procedente de Barcelona; allí se reunió con Marcantonio Colonna, que comandaba las galeras pontificias, y una semana después hacían su aparición las galeras venecianas procedentes de Creta. El estado de las naves era irregular: mientras que las nuevas galeras españolas, construídas de pino de los Pirineos se mostraban sólidas y marineras, la mayoría de las galeras venecianas padecía una crónica escasez de galeotes y soldados. Don Juan logró que los venecianos aceptaran a regañadientes embarcar en sus naves veteranos infantes  españoles: tal decisión se mostraría crucial.
Durante los consiguientes consejos de guerra se manifestaron las diferencias entre los miembros de la Santa Liga. El almirante genovés Gianandrea Doria sostenía la necesidad de actuar con cautela y preservar en lo posible las naves, siguiendo las directivas de Felipe II. Este punto de vista obedecía al complejo de inferioridad de los marinos cristianos, casi resignados a ser regularmente batidos por los otomanos. Por su parte, Don Juan, Colonna y los venecianos eran partidarios de entablar decididamente combate con la flota turca o atacar sus bases de Lepanto o Negroponte, en Grecia. Finalmente prevaleció este punto de vista.
El 27 de setiembre, la flota cristiana hizo su aparición frente al puerto de Corfú. Alí Paschá había intentado sin éxito capturar la ciudad y despechado se había limitado a asolar la isla, esclavizando pobladores, saqueando casas y profanando iglesias. Al día siguiente una fragata trajo un mensaje de Gil d´Andrade, un curtido caballero de Malta despachado con cuatro galeras como avanzada: la flota otomana se dirigía a Lepanto, puerto del Golfo de Corinto, y según todos los indicios se disponía a invernar allí. Don Juan decidió salir en su persecución.
El 5 de octubre la flota cristiana se hallaba en el puerto de Fiscardon, en Cefalonia: allí les llegó la tardía noticia de la caída de Famagusta y el martirio de Bragadino. La novedad corrió de barco en barco como un reguero de pólvora y sumió a los venecianos en una furia ciega.


El 7 de octubre de 1571 fue un domingo. La flota de la Santa Liga navegaba por el Golfo de Patras con rumbo este con una formación de "T" cuyo frente abarcaba más de seis kilómetros. En el flanco izquierdo formaban 53 galeras venecianas bajo el comando de Agostino Barbarigo y Marcantonio Quirini. El centro estaba integrado por 52 naves, mayormente españolas: a la vanguardia, iba la Real, nave insignia de Don Juan, flanqueada por las galeras del almirante veneciano Sebastiano Venier y del jefe pontificio Marcantonio Colonna. Los genoveses de Gianandrea Doria conformaban con 53 galeras el flanco derecho; detrás del centro se hallaba la reserva con 38 galeras bajo el mando de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, uno de los marinos más completos de su tiempo.
Al frente de las tres formaciones principales se había previsto destacar un par de galeazas venecianas, verdaderas armas secretas que jugarían un rol fundamental en la batalla. Se trataba de híbridos que combinaban el casco amplio de los llamados "navíos redondos" con la propulsión a remo de las galeras.  Si bien eran naves lentas que debían ser remolcadas hasta su posición de combate (las galeazas asignadas al ala derecha no alcanzarían a ocupar a tiempo su posición), su potencial residía en su formidable poder artillero: entre treinta y cuarenta piezas, dispuestas mayormente por banda.
La galera representaba la columna vertebral de ambas flotas.  Con una eslora de 45 metros y un desplazamiento de alrededor de 170 toneladas, esta esbelta nave de dos mástiles se caracterizaba por sus cincuenta o más remos, cada uno de ellos servido idealmente por cinco galeotes: la utilización de tal antiquísimo e inhumano sistema de propulsión estaba dada por la escasez e irregularidad de los vientos del Mediterráneo. En contraste con las galeazas, su armamento artillero se limitaba a cinco cañones fijos montados a proa, pero se trataba de una nave mucho más ligera y maniobrable. Gianandrea Doria había tenido dos iniciativas importantes: en primer lugar, había embarcado 500 arcabuceros en cada una de las galeazas, a fin de proporcionarles potencia de fuego extra; por otra parte, había quitado los espolones a las galeras, a fin de aligerarlas y asegurarse que los artilleros apuntaran al casco de las naves enemigas en lugar de limitarse a dañar  su velamen. En total, la flota cristiana contaba con 196 galeras y 6 galeazas.
Pronto se pudo divisar a la flota turca, que avanzaba viento en popa en su clásica formación de medialuna. Al norte, enfrentado a los venecianos, se hallaban las 60 galeras y 2 galeotas de Mehmet Scirocco, gobernador de Egipto; el centro estaba formado por 87 barcos, conducidos por la Sultana de Alí Paschá, en la cual ondeaba el estandarte verde del Profeta con el nombre de Alá bordado 28.900 veces en letras doradas; el flanco sur estaba integrado por las 93 naves (61 galeras y 32 galeotas) del pirata Ochiali, temible pachá de Argel de origen calabrés; por último, 30 buques formaban la reserva. Los otomanos contaban en total con 216 galeras y 56 galeotas. Se calcula que a bordo de cada flota se hallaban embarcados 50.000 hombres.
A bordo de las naves turcas los jenízaros hacían sonar címbalos, tambores y pífanos;  en contraste, un pesado silencio reinaba sobre la flota cristiana. Los galeotes cristianos fueron liberados de sus grilletes y armados, y los bordes de las galeras enjabonados para prevenir el abordaje por parte de los enemigos.
Al acercarse ambas flotas, Alí Paschá ordenó adelantar su centro y retrasar los flancos. Su línea de batalla superaba a la cristiana en más de un kilómetro, y su plan era rodear al enemigo y destruírlo. Sin embargo, en ese momento el viento cambió de dirección: a bordo de las galeras cristianas se hincharon las velas y nadie dudó que se trataba de una señal del Todopoderoso. Poco después de las diez de la mañana se produjo el choque entre las dos flotas.
En el sector norte, Mehmet Scirocco se enfrentó a los venecianos. Allí se comprobó la utilidad de las galeazas (capitaneadas por parientes de Bragadino que ardían en deseos de venganza): sus mortíferas salvas averiaron numerosas galeras turcas y desarticularon su formación de combate antes del choque propiamente dicho. Imposibilitados de abordar estos monstruos debido a su alto bordo y al intenso fuego de mosquete que vomitaban, los turcos intentaron eludirlas para concentrarse sobre las galeras enemigas. Tuvo lugar una terrible batalla: la nave de Barbarigo fue rodeada por ocho barcos otomanos y su comandante herido mortalmente por una flecha que lo alcanzó en el ojo derecho. Sin amilanarse por la noticia, los venecianos prosiguieron la lucha, cuyo resultado parecía indeciso. De pronto se produjo una conmoción a bordo de las embarcaciones musulmanas: numerosos galeotes cristianos (muchos de ellos griegos e italianos recientemente capturados) lograron aserrar sus cadenas y se abalanzaron como una furia sobre las tripulaciones turcas. Ése fue el punto de inflexión: los venecianos se impusieron gradualmente, presionando al enemigo contra la costa, y finalmente todas las galeras otomanas fueron hundidas o capturadas. Mehmet Scirocco, reconocible por sus espléndidas vestiduras, fue encontrado sobre la cubierta de su barco en medio de un charco de sangre: mortalmente herido, suplicó a sus captores que abreviaran sus sufrimientos, siendo cumplido su deseo al día siguiente.
En el centro los musulmanes debieron soportar también un devastador fuego de artillería antes que las naves insignias de cada bando se lanzaran una sobre la otra. Don Juan ordenó tocar a los gaiteros y en armadura completa bailó delante de amigos y enemigos una festiva gallarda. Poco después la Real y la Sultana colisionaban con estrépito, y un regimiento sardo se lanzó al abordaje de la nave otomana. La lucha fue encarnizada:  dos veces avanzaron los cristianos hasta el palo mayor de la Sultana y dos veces debieron retroceder. Escenas similares se vivían alrededor: se calcula que en una superficie de 250 metros de largo por 150 de ancho combatían alrededor de una treintena de galeras.
Al saltar a la cubierta de la Sultana Don Juan fue herido en una pierna pero siguió luchando.  Un tercer asalto acorraló a los turcos en el castillo de popa, y cuando un arcabuzazo alcanzó a Alí Paschá en la frente un galeote malagueño se abalanzó sobre él y lo decapitó.  La visión de la cabeza de su almirante clavada en una pica desmoralizó totalmente a los turcos, que fueron aniquilados: la bandera verde del Profeta fue arriada y en su lugar se izó la bandera pontificia. A la una de la tarde la batalla en el centro se había decidido también a favor de los cristianos.
En el sur Ochiali maniobraba intentando flanquear a Gianandrea Doria: éste  por su parte se veía forzado a estirar su frente para evitarlo. Los capitanes de dieciséis galeras, indignados ante la cautela de su jefe, se separaron para participar de la lucha en el centro. En ese momento el astuto Ochiali aprovechó la brecha en la formación genovesa y se lanzó como un rayo hacia ella. En poco tiempo once de dichas galeras habían sido abordadas por los turcos, pero este éxito se vió opacado por un acto de heroísmo: un capitán cristiano llamado Benedetto Soranzo incendió el pañol de su nave, que voló por los aires junto con numerosos barcos enemigos.
Para entonces la lucha era general. Alejandro Farnesio, embarcado con doscientos de sus hombres en la capitana genovesa, se lanzó al abordaje de una galera enemiga con tal ímpetu que la nave fue capturada casi intacta. El capitán de la galera española Marquesa envió un bote con una docena de hombres para abordar por la retaguardia la galera turca con la cual acababan de atracar. Conduciendo este golpe de mano se hallaba uno de los tres mil voluntarios que habían acudido de todos los rincones de Europa respondiendo a la llamada del Papa, un soldado de aspecto enjuto que durante la lucha fue herido dos veces, una en el pecho y otra en el brazo: su nombre  era Miguel de Cervantes y Saavedra. El autor de Don Quijote llevaría con orgullo durante el resto de su vida las cicatrices de las heridas que adquirió en la que llamó “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.
Mientras tanto, Ochiali había atravesado la formación genovesa y se hallaba a su retaguardia con la ventaja del viento en popa. Sin embargo, para el pirata era obvio que la batalla estaba perdida y decidió retirarse, no sin antes intentar hacerse de una presa: con la ayuda de otros siete barcos, rodeó y capturó tras cruenta lucha a la Capitana, insignia de los caballeros de Malta. Sin embargo, al intentar huir fue interceptado por las galeras del marqués de Santa Cruz, de las cuales la Guzmana del capitán Ojeda abordó a la nave de Malta. Decidido a salvar el pellejo a toda costa, Ochiali se limitó a cortar el cabo de remolque y huir a toda vela con las trece galeras sobrevivientes: a bordo de la Capitana Ojeda encontró treinta caballeros muertos rodeados por trescientos cadáveres turcos.
A las cuatro de la tarde la batalla de Lepanto había concluído. La Santa Liga había perdido diez galeras y alrededor de 8.000 hombres, 4.800 de ellos venecianos. En cuanto a la flota turca, había sencillamente dejado de existir: los cristianos habían capturado o hundido ciento setenta galeras enemigas, y el número de muertos sumaba alrededor de 25.000. La victoria  se completaba con la liberación de 15.000 galeotes cristianos, 2.000 de ellos españoles, víctimas de la caza de hombres realizada por los otomanos durante los últimos años en el Mediterráneo. Don Juan de Austria se había convertido a los veinticuatro años en el héroe indiscutido de la Cristiandad, y esta fama ha perdurado hasta nuestros días.

Desde el momento mismo que se conoció en Europa la noticia de la victoria de Lepanto no faltaron voces que relativizaron su importancia, criticando el hecho de no haber completado el triunfo mediante la captura de Lepanto o incluso Constantinopla. Posteriormente algunos historiadores han sostenido esta postura: por ejemplo, en su A History of Warfare el mariscal
Montgomery calificó a Lepanto de “victoria negativa”, en cuanto “las potencias cristianas no aprovecharon su éxito mediante una ofensiva estratégica”.
Tales afirmaciones no resisten un análisis serio. Contra la continuación de la campaña conspiraban lo avanzado del otoño y la escasez de víveres (recién el 24 de octubre las lentas naves de abastecimiento alcanzaron en Corfú a la hambrienta flota). Por otro lado, la base naval de Lepanto (actualmente Naupaktos) distaba de ser una presa fácil: para acceder a ella la flota cristiana hubiera debido adentrarse en el estrecho que separa los golfos de Patras y Corinto, custodiado en sus orillas norte y sur por las fortalezas de Kastro Roumeli y Kastro Moria.
Debemos recordar además que, si bien la táctica naval de la época empleaba los barcos como “plataformas flotantes de infantería”, una cosa era combatir contra otra flota  o merodear la costa enemiga y otra muy distinta emprender el asedio de una plaza fuerte. Ello implicaba un esfuerzo logístico de temible complejidad, requiriendo el transporte de miles de soldados, aparatosa artillería de sitio e ingentes cantidades de víveres y munición -y si había una nave inadecuada para tal tarea ésa era la galera mediterránea,  con su estrecho casco atiborrado de remeros. Muy probablemente, un intento de conquistar Lepanto hubiera concluído en forma similar al desastre turco de 1565 en Malta. En cuanto a capturar Constantinopla, capital de un imperio continental, la sola idea resulta sencillamente absurda: basta recordar que ni aún en el apogeo de su poder Turquía intentó conquistar Venecia, un objetivo mucho más practicable. No: la historia de los últimos siglos conoce pocos ejemplos de una batalla naval en la cual la flota de una potencia haya sido aniquilada en su casi totalidad, y Lepanto es el más significativo de ellos.
Más importante aún fue el significado moral de la victoria: Lepanto significó el  fin del mito de la invencibilidad turca. Más de dos siglos después, Napoleón declararía la supremacía del elemento moral sobre el material en el arte de la guerra. Tras la derrota, los turcos  se abocaron frenéticamente a la construcción de galeras, y en el curso de cinco meses lograron botar la noble cifra de ciento cincuenta unidades. Pero si bien Ochiali y otros capitanes proseguirían en los años siguientes sus incursiones piratas, jamás volverían a buscar la confrontación directa con la flota cristiana. Algo se había quebrado en el alma del imperio otomano, y la tregua acordada con España en 1577 tuvo lugar a la sombra de Lepanto: condenadas a la inactividad, las flamantes galeras de Ochiali se pudrieron literalmente en sus amarraderos del Cuerno de Oro.

El vencedor de Lepanto sólo sobreviviría siete años al punto culminante de su carrera. Enviado como regente a los Países Bajos, Don Juan de Austria gozó nuevamente de la victoria batiendo en forma aplastante a los rebeldes en Gembloux el 31 de enero de 1578. Sin embargo, antes que concluyera el año el tifus lograría lo que no pudieron el sultán y el príncipe de
Orange: el 1º de octubre, a la edad de treinta y un años, Don Juan recibió los sacramentos y se hundió en el delirio de fiebre, profiriendo órdenes de batalla. Su corazón fue enterrado en Namur y su cuerpo embalsamado, dividido en tres partes y transportado por tres jinetes al galope a través de la hostil Francia para ser finalmente depositado en la cripta del Escorial. No es improbable que en el postrer delirio sus pensamientos se hayan alejado del húmedo otoño de Flandes y traído ante sus ojos un glorioso recuerdo: la visión de una flota de galeras resplandeciendo al sol, los remos batiendo acompasadamente las aguas turquesas del Mediterráneo.

Mario Díaz Gavier

jueves, 1 de noviembre de 2012

MARIANO MORENO O CÓMO INVENTAR UN PRÓCER

Fue el vulgarizador historiográfico Felipe Pigna quien calificó a Mariano Moreno como “el primer desaparecido de la historia argentina” y combinó así -en aras de una lucrativa versión amarillista de la Historia- su trasnochado setentismo con un mito casi tan antiguo como la Argentina independiente: la leyenda negra urdida contra Cornelio Saavedra, a quien se imputó la muerte del ex-secretario de la Primera Junta durante su viaje a Inglaterra presentando como un envenenamiento lo que probablemente fue una apendicitis y consecuente peritonitis. Extinguidos ya los estridentes fastos que rodearon el bicentenario de la Revolución de Mayo parece necesario analizar la nebulosa aura que rodea la figura de Moreno y desentrañar la realidad del mito. 
Tal como Hugo Wast lo señaló hace ya medio siglo en su notable Año X, la condición de “prócer” de Mariano Moreno es básicamente una hechura de su hermano Manuel, quien en 1812 publicó en Londres Vida y memorias del Dr. Dn. Mariano Moreno. Con los altamente improbables colores del impresionismo fraternal, Manuel Moreno se dedicó a presentar a su hermano como el único protagonista del movimiento independentista en el Río de la Plata en desmedro de Saavedra, arrojando incluso sobre éste la sospecha de homicidio. Tal intriga fue coronada por el éxito, logrando opacar exitosamente la figura del primer gobernante patrio, cuya condición de comandante del Regimiento de Patricios fue vital a la hora de deponer a la autoridad virreinal. Dado que la mayoría de los historiadores han abrevado incautamente en tal turbia fuente (origen de frases apócrifas tales como “viva mi patria aunque yo perezca” y “se necesitaba tanta agua para apagar tanto fuego”), parece más expeditivo aclarar qué es lo que Mariano Moreno no fue antes de pasar a detallar lo que efectivamente fue.  

-Mariano Moreno no integró el grupo de conspiradores independentistas: no sólo jamás asistió a las reuniones secretas organizadas por Saavedra y otros patriotas, sino que además fue uno de los dos criollos que integraron la conspiración de Martín de Álzaga del 1° de enero de 1809, cuyo objetivo era deponer al virrey Liniers para asegurar el poder a los españoles peninsulares. Tal intentona fue impedida por la decidida intervención de Saavedra y sus Patricios y daría origen al odio de Moreno -quien, dicho sea de paso, se convertiría en amigo y asesor del virrey Cisneros- hacia quien posteriormente encabezaría la Primera Junta.  

-Mariano Moreno no tuvo ningún protagonismo en el Cabildo Abierto de mayo de 1810: al rememorar la histórica votación del día 22 que culminó con la deposición de Cisneros, Vicente López y Planes declaró haber descubierto a Moreno acurrucado en uno de los escaños más alejados, lamentando haber votado en contra del virrey “por la insistencia y majadería de Martín Rodríguez” y afirmando con tono temeroso que “si no nos prevenimos, los godos nos han de ahorcar antes de poco; tenemos muchos enemigos y algunos andan entre nosotros y que quizá sean los primeros en echarnos el guante”. Una actitud no precisamente airosa que contrasta con la difundida imagen del fogoso orador de avasallante retórica (tal mito es producto de otro libro de Manuel Moreno: Colección de Arengas en el Foro y Escritos del Doctor Dn. Mariano Moreno, opúsculo publicado en 1836 y que curiosamente… ¡no incluye ninguna arenga!) 
No es casual que tras dicha votación Moreno desapareciera súbitamente de escena: si hemos de creerle a su hermano, éste recién pudo anunciarle su nombramiento como secretario de la Junta al anochecer del 25 de mayo, tras encontrarlo en casa de un amigo “entretenido en conversaciones indiferentes”. Ni siquiera entonces mostró Moreno mayor entusiasmo: según su devoto biógrafo, el presunto adalid de la independencia argentina se hallaba “envuelto en mil meditaciones, sobre si debía aceptar el nombramiento”, llegando incluso a poner en entredicho “la legitimidad de los procedimientos que acababan de suceder” (!)  

-Mariano Moreno no fundó la Biblioteca Nacional: la Primera Junta se limitó a nombrar a Moreno “Protector” (es decir, comisionado) de la futura Biblioteca Pública. El escaso interés que el secretario dedicó a la institución queda evidenciado en el hecho de que donara un único libro (contrastando por ejemplo con los generosos aportes de Belgrano) y que al embarcarse meses después hacia Inglaterra no considerara necesario legar a la biblioteca ni una ínfima parte de su exorbitante sueldo. 
En realidad, la primera idea de una biblioteca pública corresponde al obispo Manuel Azamor y Ramírez, quien al morir en 1796 legó con tal fin su extraordinaria biblioteca. Posteriormente el canónigo doctor Luis José Chorroarín, rector del Real Colegio de San Carlos, intentaría materializar el proyecto, siendo desgraciadamente impedido por las Invasiones Inglesas. Recién el 16 de marzo de 1812 (es decir, cuando hacía más de un año que Moreno era pasto de los peces) fue fundada oficialmente la Biblioteca Pública de Buenos Aires, siendo Chorroarín su primer director y bibliotecario, así como uno de sus principales donantes.  

-Mariano Moreno no fue el padre del periodismo argentino: en contra de una difundida superstición, la Gazeta de Buenos-Ayres (cuya fundación fue decretada el 2 de junio de 1810 por la Junta en pleno) no fue el primer periódico del actual territorio argentino. De hecho hubo nada menos que tres publicaciones precursoras: el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiógrafo del Río de la Plata (fundado el 1° de abril de 1801 por Francisco Antonio Cabello y Mesa), el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (dirigido por Juan Hipólito Vieytes y aparecido el 1° de septiembre de 1802) y el Correo de Comercio (surgido el 3 de marzo de 1810 a instancias del virrey Cisneros y dirigido por Manuel Belgrano). Por añadidura, debe señalarse que los artículos de la Gazeta no estaban firmados: la paternidad que se le atribuye a Moreno de buena parte de dichas contribuciones carece del menor asidero, y resulta sugerente que su fraternal panegirista sólo incluyera en su recopilación de escritos apenas dos artículos. 

-Mariano Moreno no fue el apóstol de la ética republicana: el tan cacareado Decreto de supresión de los honores al Presidente (que en realidad afectaba a todos los miembros de la Junta) tuvo origen en un ridículo episodio de ribetes sainetescos. El 5 de diciembre de 1810 se celebró en el cuartel del Regimiento de Patricios un baile con motivo de la reciente victoria de Suipacha. Moreno intentó asistir pero el centinela lo detuvo en la puerta ya que no lo conocía y el secretario de la Junta no quiso revelar su identidad. Poco después, el humillado Moreno fue informado por amigos de que durante el baile un oficial con algunas copas de más había tomado una corona de alfeñique de un postre y la había obsequiado a la mujer de Saavedra… 
Por increíble que parezca, tal nadería fue magnificada por Moreno como un intento de Saavedra de coronarse emperador, lo que llevó al secretario a redactar el citado decreto. Baste citar un párrafo para evidenciar la grotesca desproporción entre este edicto fulminante y el trivial incidente que lo motivó: “Habiendo echado un brindis D. Atanasio Duarte, con que ofendió la probidad del Presidente y atacó los derechos de la patria, debía perecer en un cadalso; por el estado de embriaguez en que se hallaba se le perdona la vida; pero se le destierra perpetuamente de esta ciudad; porque un habitante de Buenos Aires ni ebrio ni dormido debe tener impresiones contra la libertad de su país”. 
La anécdota ejemplifica la personalidad desequilibrada del secretario de la Primera Junta, que desperdiciaba tiempo y esfuerzo en semejantes nimiedades (lo que contrastaba con su increíble desidia en la redacción de las actas de la Junta) durante un período crucial en que el destino de la revolución se jugaba en el Alto Perú. Que semejante tontería haya pasado a la posteridad se debió a la blandura de Saavedra y los restantes miembros de la Junta, que accedieron a rubricar tal decreto como quien da condescendientemente la razón a un loco… 

Único retrato contemporáneo de Mariano Moreno, obra de Juan de Dios Rivera que contrasta vívidamente con la idealizada versión encargada un siglo más tarde a Pedro Subercaseaux Errázuriz.
"Como ocurre con todas las figuras de nuestra historia, los manuales de enseñanza primaria -que también sirven para 'estudiar' historia argentina en medios que debieran tener mejor visión- han edulcorado su carácter y su imagen para presentarlo como ejemplo prócer al culto de los niños. Así como nada tiene que ver el auténtico Moreno, enjuto, nervioso y picado de viruelas, con el joven regordete y apacible de las oleografías escolares; el dictador que se manejaba con el terrorismo y el engaño para hacer una revolución, está lejos del idílico demócrata, creador de bibliotecas y 'fundador de la libertad' de la imaginería corriente" (José María Rosa, "Historia Argentina")


Ahora parece necesario recordar lo que este personaje realmente fue: 

-Mariano Moreno fue uno de los principales defensores de los intereses británicos en el Río de la Plata: en su Plan de operaciones Moreno no dudaría en proponer la cesión de la isla Martín García a Inglaterra. Su anglofilia también queda manifiesta en la Representación de los Hacendados, frecuentemente presentada como hito del libre comercio. En realidad, en dicho texto -tan citado y tan poco leído- Moreno se limitaba a proponer al virrey franquicias exclusivamente para las mercaderías inglesas: tal idea no sólo no distaba de ser revolucionaria sino que ni siquiera era original, ya que el 20 de agosto de 1809 -es decir, cuarenta días antes de concluído el escrito de Moreno- Cisneros se había dirigido al Cabildo con una propuesta similar. En cuanto a la presunta influencia de la Representación de los Hacendados en el surgimiento del movimiento independentista, es insostenible si se recuerda que el citado escrito fue publicado recién a mediados de 1810. En realidad, lo que más llama la atención en este trabajo es su empalagosa obsecuencia hacia la monarquía española: “Vivimos por fortuna bajo un príncipe benigno, nacido en tiempos ilustrados y formado por leyes suaves”.  
Para quienes -como el Sr. Pigna- quieren ver en Moreno una suerte de Che Guevara decimonónico, su devoción hacia las coronas europeas resulta harto embarazosa: motivo por el que también se omite mencionar que la principal intervención del abogado Mariano Moreno fue representando al acaudalado propietario de un conventillo en el desalojo de un inquilino moroso…  

-Mariano Moreno encarnó un jacobinismo sanguinario: tal como lo señaló certeramente Wast, “habiendo sido tan avaro de su propia sangre en los campos de batalla, se mostraba tan generoso de la sangre ajena en el cadalso”. Efectivamente, al producirse las Invasiones Inglesas este abogado de 27 años de edad no se consideró obligado a participar de la lucha contra los intrusos (como contraste, recordemos que numerosos adolescentes se enrolaron en el cuerpo auxiliar “Jóvenes Decentes de la Artillería” y que incluso un niño de 11 años llamado Manuel Nogué se destacaría en la Defensa integrando el Tercio de Catalanes). Eso sí, parapetado tras un escritorio y blandiendo una pluma, el secretario de la Primera Junta se jactaría de su falta de misericordia (incluso su hermano escribiría con orgullo: “Enhorabuena que al Dr. Moreno no se le conceda el atributo de la clemencia”) y pretendería implantar en el Río de la Plata un régimen a imagen y semejanza del Gran Terror. 
Sus primeras víctimas fueron Liniers y sus compañeros, condenados a muerte por la Junta a instancias de Moreno. Al enterarse de que los caudillos realistas habían sido capturados y eran enviados a Buenos Aires, el secretario dio rienda suelta a su furia (“¿Con qué confianza encargaremos obras grandes a hombres que se asustan de su ejecución?”) y no tardó en despachar a Castelli a fin de hacer cumplir la sentencia, lo cual tuvo lugar el 26 de agosto de 1810 en las cercanía de la posta de Cabeza de Tigre: se escribía así la primera página negra de la Argentina independiente. 
Pocos documentos prueban mejor la siniestra personalidad de “este hombre de baja esfera, revolucionario por temperamento, soberbio y helado hasta el extremo” (así calificó Saavedra a Moreno con implacable concisión) que su infame Plan de las operaciones que el gobierno provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata debe poner en práctica para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia, fechado el 30 de agosto de 1810. En este verdadero manual de terrorismo de Estado encontramos las siguientes frases: 
 -“No debe escandalizar el sentido de mis voces, de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa…” 
-“La menor semiprueba de hechos, palabras, etc., contra la causa, debe castigarse con pena capital” 
-“Los bandos y mandatos públicos deben ser muy sanguinarios…” 
A ello se suman las intrucciones enviadas por Moreno a Castelli en su rol de “comisario político” de la expedición al Alto Perú. Citemos solamente dos pasajes:  
-“En la primera victoria que logre dejará que los soldados hagan estragos en los vencidos para infundir el terror en los enemigos”
 -“El presidente Nieto, Córdoba, el gobernador Sanz, el Obispo de La Paz, Goyeneche, y todo hombre que haya sido principal director de la expedición, deben ser arcabuceados en cualquier lugar donde sean habidos” 
Poco puede sorprender que tal crueldad demencial, unida a la grosera irreligiosidad de Castelli y Monteagudo, lograran trocar el inicial entusiasmo de la población local por la causa independentista en indignada resistencia contra los atropellos de los “porteños”, provocando así la secesión de la actual Bolivia del resto del antiguo virreinato (en lo cual sería seguida poco después por Paraguay y posteriormente por Uruguay). 

-Mariano Moreno ejemplificó el centralismo porteño más intolerante: al producirse el arribo de los diputados del interior -encabezados por una figura de la talla del deán Gregorio Funes- en respuesta a la invitación cursada por el primer gobierno patrio, Moreno se opuso tercamente a su incorporación a la Junta por considerarla “contraria al bien de los Pueblos y a la dignidad del Gobierno”. Es decir que “el verdadero numen de la revolución democrática” (Mitre dixit) pretendía que nueve vecinos de Buenos Aires continuaran indefinidamente como autoproclamadas autoridades de un territorio que incluía los actuales países de Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia sin aceptar participación alguna de las provincias. Cuando en la sesión del 18 de diciembre de 1810 la incorporación de los diputados del interior fue aprobada por 14 votos contra 2 (sólo Juan José Paso apoyó la postura del secretario), Moreno presentó furioso su renuncia. Cedamos la palabra a Saavedra: “Yo fuí el primero en no admitirla y entonces me llamó aparte y me pidió por favor se le mandase de Diputado a Londres: se lo ofrecí bajo mi palabra; lo conseguí de todos: se le han asignado 8.000 pesos al año mientras esté allí, se le han dado 20.000 pesos para que lleve para gastos; se le ha concedido el llevar a su hermano y a Guido, tan buenos como él, con dos años adelantados de sueldo y 500 pesos de sobresueldo, en fin, cuanto me ha pedido tanto le he servido…” 

Tal es la verdadera faz del nefasto personaje que la historiografía porteñista se ha empeñado en presentar durante dos siglos como alma mater de la Revolución de Mayo a costa de Cornelio Saavedra, verdadero arquitecto del movimiento independentista. Es de desear que dicha realidad nos mueva a replantearnos con seriedad nuestra visión del pasado, permitiéndonos así revalorar a figuras injustamente relegadas y colocar en su merecido lugar a las numerosas imposturas de nuestra historia.  

Mario Díaz Gavier