Ya a fines
de agosto de 1588, a pocas semanas de haber sido batida y dispersada la llamada
“Armada Invencible”, Isabel I de Inglaterra comenzó a considerar, a modo de
represalia, el proyecto de interceptar la flota del tesoro proveniente de las
Indias -que solía arribar a la metrópoli a fines del verano o principios del
otoño- con el doble objetivo de privar a Felipe II de tal colosal fuente de ingresos
y nutrir las arcas propias, exhaustas a raíz de los gastos originados por la
guerra durante los dos años anteriores. Sin embargo, lo avanzado de la estación
y el estado de los buques británicos -que habían permanecido en el mar como
mínimo cinco meses- hicieron forzoso posponer la operación al año siguiente, lo
cual tuvo también por consecuencia la ampliación de la meta inicial: ahora
sería también menester incendiar las naves españolas que habían sobrevivido el
azaroso regreso (40 de las cuales se hallaban en Santander y otras 12 en San
Sebastián) a fin de impedir que pudieran escoltar a la Flota de Indias o
participar de un nuevo intento de invasión. Asimismo, se añadieron como
objetivos la conquista de Lisboa y las Azores, lo cual automáticamente dejó la
puerta abierta a la tentación de reestablecer -eventualmente con ayuda del
jerife de Marruecos- al Prior de Crato en el trono de Portugal, quien aseguraba
que su mera presencia bastaría para desatar una rebelión masiva contra la
autoridad española. Resultaba evidente que a raíz de la euforia desatada por la
reciente victoria el plan inicial había pasado a sufrir de gigantismo, lo cual
tendría fatídicas consecuencias…
La
expedición devino en una empresa mixta de la corona inglesa (cuya participación
inicial había sido acordada en £ 20.000 pero que al final se vio obligada a desembolsar
£ 49.287), inversores particulares y las Provincias Unidas de los Países Bajos,
estando a cargo de Sir Francis Drake como jefe de las fuerzas navales y Sir
John Norris como comandante del contingente terrestre. La flota estaba
integrada por 6 galeones reales, 60 mercantes armados, 60 filibotes holandeses -confiscados
por Drake cuando navegaban a Francia para adquirir sal- y 20 pinazas. El total
de efectivos sumaba 23.375 hombres, de los cuales eran 5.600 marinos y el resto
tropas embarcadas. Entre los aventureros enrolados en la expedición se
destacaría el joven conde de Essex, favorito de la ya madura Reina Virgen: desobedeciendo
la prohibición de Isabel I, Essex
escapó del
palacio de St. James -y de sus acreedores, a quienes adeudaba la astronómica
cifra de £ 23.000- para embarcarse como polizón en el Swiftsure en la esperanza de
enriquecerse.
El 28 de
abril de 1589, tras una fallida zarpada diez días antes, la expedición se hizo
a la vela y no pasó mucho tiempo antes de que surgieran los primeros
contratiempos. Para
empezar, Drake no mostró la menor intención de dirigirse a Santander o San Sebastián (tal como Isabel I se lo había
ordenado explícitamente), alegando a tal fin vientos desfavorables. La causa de
dicha actitud no es difícil de desentrañar y residía en la composición misma de
la empresa: el móvil de los inversores particulares era el afán de lucro, por
lo que su interés residía obviamente en la captura de la Flota de Indias o en
la toma de Lisboa y no en un combate con los maltrechos galeones surtos en los
puertos vascos, misión no exenta de riesgos y sí de perspectivas de botín.
En
consecuencia, Drake y Norris acordaron atacar La Coruña, que quedaba de camino
a Lisboa y en la cual se hallaban presuntamente 2oo naves mercantes “cargadas de munición, mástiles, cables y
otras provisiones para el enemigo”. El 3 de mayo la flota inglesa (sensiblemente
reducida por la deserción de una treintena de filibotes que, alegando pretextos
varios, pusieron rumbo a Inglaterra y La Rochelle) apareció
ante el puerto gallego, tomando completamente por sorpresa a sus habitantes. Para
disgusto de los comandantes británicos, en la bahía había solamente cinco naves:
los baqueteados galeones San Juan y San Bernardo (este
último carenando y sin artillería), la nao San
Bartolomé y las galeras Princesa y
Diana. Recién a las tres de la tarde del día siguiente los ingleses
pudieron desembarcar 7.000 hombres unos dos kilómetros al este de la ciudad. A
las dos de la madrugada del 6 de mayo un ataque conjunto de dichas fuerzas
junto a otros 2.000 efectivos transportados en botes logró apoderarse del
barrio bajo de la Pescadería, situado extramuros. Las galeras se habían retirado
el día anterior al puerto de Betanzos, mientras que el San Juan fue
incendiado por su tripulación y las otras dos naves abandonadas. Un contraataque
protagonizado por milicianos pobremente armados fue fácilmente rechazado por
los invasores, que se dedicaron a saquear la parte baja de la ciudad y masacrar
a muchos de sus desdichados habitantes: en el botín figuraron pertrechos
navales, alimentos y gran cantidad de vino, lo que causaría la borrachera de
buena parte de la soldadesca inglesa, habituada sólo a la cerveza.
Envalentonado
con el éxito obtenido, Norris decidió entonces atacar la parte alta de La
Coruña, fortificada con una antigua muralla medieval. Los intentos iniciales de
abrir brecha con una batería resultaron infructuosos debido a la encarnizada resistencia de los
defensores (que eran eficazmente abastecidos por la Princesa y la Diana), e
igualmente estéril se mostró la realización de una mina. El 14 de mayo los
ingleses lograron abrir una brecha y demoler con otra mina la mitad de una
torre, pero los consecuentes asaltos resultaron infructuosos: la primera oleada
se retiró presa del pánico al derrumbarse sobre ella el resto de la torre y la
segunda se hundió en los escombros producidos por la brecha sólo para descubrir
tardíamente que la misma se hallaba en la parte superior de la muralla y era
por lo tanto impracticable. Fue en el curso de estos combates en que se destacó
María Mayor Fernández de la Cámara y Pita, más conocida como María Pita: habiendo
muerto su marido, esta intrépida mujer mató a un alférez enemigo que encabezaba
un asalto.
Si bien las
partidas inglesas habían podido saquear a discreción la comarca en varios kilómetros
a la redonda y Norris había sorprendido y batido a una expedición de socorro
española, dichos triunfos parciales se revelaron estériles en su intento de apoderarse
de La Coruña: finalmente, el 18 de mayo las tropas inglesas se reembarcaron, no
sin antes incendiar el barrio de la Pescadería.
El revés
sufrido en La Coruña
tuvo decisivas consecuencias en el posterior transcurso de la expedición. A la
pérdida de dos barcos, cuatro capitanes y centenares de soldados se sumó la
desmoralización de las tropas, ejemplificada en la deserción de otra media
docena de filibotes con 2.000 hombres a bordo; asimismo, una epidemia -atribuída
a las orgías cometidas en las bodegas gallegas y al contacto con ropas
infectas, rezagos de la expedición de Medina Sidonia- comenzó a diezmar a las
tropas británicas; por último, las dos semanas desperdiciadas en La Coruña echaron
a perder el factor sorpresa y brindaron un valioso tiempo de preparación a las
guarniciones de Portugal y Cantabria.
Descartado
definitivamente el ataque a Santander
(Drake y Norris recurrirían nuevamente a la excusa de los vientos adversos), la
flota inglesa se dirigió a Lisboa. Si bien se consideró la temeraria idea de
remontar el Tajo y desembarcar en las inmediaciones de la ciudad, finalmente el
26 de mayo las tropas inglesas fueron depositadas en Peniche, más de 70
kilómetros al norte de su objetivo. Tal decisión resulta tan incomprensible
para los estudiosos contemporáneos como la pasividad demostrada
por Drake -otrora famoso por su arrojo- en esta campaña: si bien los invasores
lograrían capturar el castillo local (el comandante portugués se rindió sin
oponer resistencia),
se verían ahora obligados a emprender una ardua marcha sin contar prácticamente
con animales de carga.
El 28 de
mayo Norris y sus tropas se pusieron en camino, mientras que Drake prometía
dirigirse con la flota al estuario del Tajo.
En su avance hacia Lisboa los británicos fueron acosados por las escaramuzas de
las fuerzas ibéricas, las elevadas temperaturas, la escasez de provisiones y las
enfermedades: al mismo tiempo, y contrariamente a lo prometido por Don Antonio de
Crato, el apoyo popular a la invasión reveló ser tan magro que apenas se logró
sumar 200 voluntarios portugueses (calificados por un oficial inglés como “los cobardes más grandes que he visto en mi
vida”).
Cuando al
anochecer del
4 de junio las avanzadas británicas lograron alcanzar los suburbios de Lisboa,
éstos ofrecían un aspecto fantasmal: la mayoría de los habitantes se había
refugiado en la ciudad, donde el gobernador general, el Cardenal Archiduque
Alberto (sobrino y futuro yerno de Felipe II), no había perdido tempo en
organizar la defensa. La guarnición de Lisboa se componía de 7.000 efectivos,
de los cuales 4.000 eran portugueses cuya lealtad era incierta; en cuanto a las
fuerzas navales, las integraban las 18 galeras de Don Alonso de Bazán, a las
cuales se sumarían días después otras 9 galeras con un millar de infantes a bordo
mandadas por Don Martín de Padilla, adelantado mayor de Castilla.
Al
mediodía siguiente el grueso de las fuerzas invasoras se había concentrado al
norte y al oeste de Lisboa pero, habiendo fracasado en el intento de ocupar la
iglesia de San Antonio (contigua a la muralla y que hubiera proporcionado así acceso
a la plaza), los soldados de Norris se tendieron a dormir la siesta, exhaustos
tras haber marchado durante seis días y pasado la noche anterior en vela. Tal inoportuno
descanso resultó de breve duración: una vigorosa salida de la guarnición sorprendió
desprevenidos a los ingleses y dio cuenta de un coronel, dos capitanes y unos
40 soldados antes de retirarse a la ciudad. No satisfechos con ello, esa misma
noche los sitiados realizaron una encamisada que mantuvo en vilo a los ingleses,
quienes durante los días siguientes fueron asimismo blanco de los cañones proeles
de las galeras de Bazán.
Al cabo de
tres días Norris tuvo que convencerse de la imposibilidad de conquistar su
objetivo. Isabel I se había negado a proveer de artillería de sitio a la
expedición y el comandante de las fuerzas terrestres constató muy a su pesar
que las murallas de Lisboa eran “muy
elevadas y fuertes (contrariamente a lo que me habían dicho)”: asimismo, desde
el desembarco en Peniche los invasores habían sufrido 2.000 bajas y, por si
ello fuera poco, a raíz de sus deficiencias logísticas carecían de suficiente
pólvora y mecha para poder sostener siquiera media día de combate. Finalmente,
y como
ya se ha dicho, las muestras de adhesión al Pretendiente habían sido
insignificantes, destacándose el apoyo de la colectividad judía y,
curiosamente, del
clero regular. En cuanto a Drake, ya el 30 de mayo había alcanzado Cascaes (26
km al oeste de Lisboa) y al día siguiente había ocupado dicha localidad, pero
no se había atrevido a forzar la boca del Tajo
-guarnecida por el fuerte de San Julián- hasta no contar con el apoyo de las
fuerzas terrestres, circunstancia que nunca se materializó.
Así, en la
mañana del
8 de junio las tropas de Norris iniciaron su retirada a Cascaes, siendo hostigadas
por la caballería del conde de Fuentes y la artillería de las naves de Bazán y
Padilla. Los intentos británicos de incitar a los españoles a librar una
batalla campal fueron vanos y el día 13 tuvo lugar el apresurado reembarque (en
cuyo transcurso el Prior de Crato perdió parte de su equipaje incluyendo listado
y correspondencia de sus partidarios locales), no sin que antes una carga de
caballería efectuada por el capitán Sancho Bravo de Acuña lograra capturar dos
banderas.
Una vez efectuada
la evacuación, la flota británica permaneció varios días frente a Cascaes, en
cuyo transcurso capturó 80 embarcaciones mercantes (60 de ellas hanseáticas y
el resto francesas) y recibió vituallas procedentes de Inglaterra (así como la
perentoria orden de Isabel I de que el duque de Essex regresara inmediatamete),
mientras que los filibotes holandeses emprendían el regreso a su país y Drake y
Norris -cuya relación no pasaba por su mejor momento- decidían el posterior curso
a seguir y esperaban vanamente la cooperación del jerife de Marruecos.
Finalmente, el 18 de junio la armada invasora, tras haber perdido siete buques
a manos de las presuntamente desfasadas galeras españolas, abandonó definitivamente
el desembocadura del Tajo dejando tras de sí una macabra estela formada por los
cadáveres de las víctimas de la peste.
Un puñado
de naves fue despachado a evacuar los soldados y cañones que habían quedado en
Peniche, pero al arribar fue recibido a cañonazos: el comandante de la
guarnición, capitán George Barton, había huído a bordo de un barco francés
dejando librados a su suerte a sus hombres, los cuales fueron aniquilados por
los españoles. Por su parte, Drake y Norris resolvieron dirigirse a las Azores,
pero un violento temporal arrastró al grueso de la flota hasta la altura de Vigo,
población que, tras ser abandonada por sus habitantes, fue saqueada e
incendiada el 1° de julio: mezquino consuelo para quienes habían soñado
conquistar Lisboa y apoderarse de la Flota de la Plata...
Para ese
entonces la combinación de errores y reveses había dejado a la expedición
prácticamente fuera de combate: menos de 2.000 soldados eran aún aptos para el
servicio y la tripulación de la mayoría de los buques había quedado reducida a
un puñado de marineros: por ejemplo, de los 300 tripulantes del Dreadnought 114 habían muerto y el resto
-exceptuando a tres hombres- se hallaban enfermos. Ante tal panorama, se
decidió que Norris emprendiera el regreso a Gran Bretaña mientras que Drake
realizaba un postrer y desesperado intento de alcanzar las Azores con la veintena
de barcos que se hallaba en mejor estado. Todo en vano: un nuevo temporal
procedente del sur dispersó a los buques ingleses y ocasionó un rumbo en el Revenge, nave insignia de Drake, quien
se vio obligado a poner definitivamente rumbo a su patria: a principios de
julio la mayoría de los barcos ingleses se hallaba ya en Plymouth y otros
puertos de la costa meridional de Inglaterra -y con ellos la peste, que pronto
comenzó a cobrarse víctimas.
Temiendo
con razón que Isabel I descargara su ira sobre ellos, Drake y Norris se
apresuraron a bombardear a la reina con cartas y emisarios, presentando la
expedición como un resonante triunfo y alegando que únicamente la epidemia les
había impedido dirigirse a las Azores tal como había sido su propósito. Para
su sorpresa, la reacción inicial de Isabel I fue benevolente, alegrándose del “feliz éxito” en Portugal y España, llegando el Consejo Privado a
inquirir cantidad y estado de los barcos y efectivos que habían retornado a fin
de “continuar dicha acción de destruir
las naves del rey de España y de interceptar su flota proveniente
de las Indias”.
Sin
embargo, no pasó mucho tiempo antes de la verdad saliera a la luz, y ese otoño
Drake y Norris fueron citados a rendir cuentas ante el Consejo Privado. Si bien
lograron defenderse exitosamente, el desastre quedó expuesto en toda su
magnitud, calculándose que un total de 11.000 efectivos había sucumbido a las
enfermedades y los combates. A fin de evitar una crisis diplomática se ordenó devolver
-salvo contadas excepciones- las embarcaciones y mercaderías capturadas, lo
cual redujo drásticamente el botín obtenido. La empresa, que había costado £
100.000, resultó una catástrofe para los inversores, y la mísera paga concedida
a los sobrevivientes -cinco chelines y la autorización de vender las armas provistas-
provocó el descontento de los soldados, muchos de los cuales protagonizaron
disturbios en Londres mientras que otros devinieron en salteadores de caminos. En
cuanto a Drake, su anterior popularidad no le impidió caer en desgracia ante
Isabel I, quien durante los seis años siguientes no volvió a confiarle mando
alguno: recién en 1595 tendría oportunidad de comandar junto a John Hawkins una
expedición al Caribe, pero la misma se saldaría con una serie de derrotas y la
muerte de sus comandantes.
El fracaso
de la Contraarmada de 1589 (también llamada en España “la Invencible Inglesa”)
evidenció la debilidad intrínseca del privateering,
modalidad tan cara a la monarquía inglesa y que consistía en fomentar
expediciones navales a cargo de particulares contra potencias rivales. Si bien
a escala reducida dichas incursiones -corsarias de tener lugar en época de
guerra y claramente piráticas de perpetrarse en tiempos de paz- representaban
un método barato de dañar el tráfico marítimo del adversario e incluso lucrar
con ello, el intento de montar una flota de invasión en base a dicha
“privatización de la guerra” fracasó debido a la inexperiencia de sus organizadores
frente a la temible complejidad logística de tal empresa y a la falta de
coordinación entre los contingentes terrestre y naval: notable contraste con
las operaciones del duque de Alba y el marqués de Santa Cruz en 1580, cuando
desde Cascaes realizaron un brillante avance conjunto hacia Lisboa.
Peor aún,
la divergencia de intereses entre la corona y los demás inversores (Isabel I
afirmaría con amargura que Drake y Norris “fueron
a lugares más por provecho que por servicio”) quedaría expuesta en la flagrante
desobediencia de la directiva de atacar los puertos cantábricos, lo cual privó a
Gran Bretaña de una ocasión única de asestar un golpe mortal a la castigada flota
de Felipe II: apenas un mes después del retorno de la expedición a Inglaterra sesenta
barcos de Santander y San Sebastián se hicieron nuevamente a la mar. Tal como
lo señaló certeramente el historiador Julian Stafford Corbett contradiciendo la
creencia tradicional, el año 1588 no marcó el fin de la armada española sino
justamente su origen, ejemplificado por un importante plan de construcciones
navales (que daría a luz a los espléndidos galeones conocidos como “Los Doce
Apóstoles”) y el establecimiento de una organización marítima permanente en el
Atlántico. Los resultados no se hicieron esperar: en 1591 una veintena de
barcos ingleses desplegados frente a la isla de Flores -la más occidental de
las Azores- al acecho de la Flota de Indias fue sorprendida y puesta en fuga
por una fuerza española superior comandada por Don Alonso de Bazán, culminando la
acción con la captura del Revenge tras
fiera lucha. Si bien en 1656, 1657 y
1702 los británicos infligirían sendas derrotas a la Flota de Indias, en el
primer caso sólo pudieron apoderarse de una fracción del botín y en los
restantes debieron retirarse con las manos vacías al haber sido previamente descargado
dicho tesoro: el sueño de Isabel I de capturar íntegramente las fabulosas
riquezas procedentes de las minas del Nuevo Mundo jamás pudo ser concretado.
Mario Díaz Gavier
© 2013, Mario Díaz Gavier