En su
carácter de hito político-militar, la toma de Breda tuvo una profunda
influencia en la literatura y el arte contemporáneos. La crónica más completa del asedio fue escrita en
latín por el jesuita brabanzón Herman Hugo, capellán de Spínola: su magistral Obsidio Bredana -cuya portada fue diseñada
por el mismísimo Rubens y realizada por Cornellis Galle- sería poco después traducida
en castellano, inglés y francés. Pedro Calderón de la Barca escribió pocos años
después la comedia El sitio de Bredá que,
si bien una obra juvenil, presagiaba ya el talento de uno de los principales
dramaturgos del
Siglo de Oro.
En cuanto
a las artes plásticas, numerosas fueron las obras destinadas a conmemorar la
victoria. El grabador lorenés Jacques Callot realizó por encargo de la infanta
Isabel Clara Eugenia un imponente mapa del sitio de Breda: otro
grabado en cobre fue obra del
artista flamenco Jean Blaeu, mientras que su ilustre compatriota Pieter Snayers
pintó por su parte tres grandes lienzos dedicados al tema. Sin embargo, el
cuadro que estaba destinado a hacerse inmortal sería obra de un pintor español:
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.
Diego
Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660). Uno de los pintores más grandes de todos
los tiempos, a partir de 1623 trabajaría principalmente para la corte madrileña
gracias a la protección del conde-duque de Olivares (en testimonio de gratitud
el artista bautizaría Gaspar a su primer hijo). Dos siglos después de su muerte
Velázquez ejercería una poderosa influencia en los impresionistas franceses (en
especial Èdouard Manet) y posteriormente sus obras servirían de inspiración a artistas
tales como
Gustav Klimt, Pablo Picasso, Salvador Dalí y Francis Bacon.
En 1630 el
conde-duque de Olivares inició la construcción de un nuevo palacio real en las
afueras de Madrid
tomando como
base el llamado “Cuarto Real” del
monasterio de San Jerónimo. El ala norte del Palacio del Buen Retiro albergaría
la parte más importante del
complejo arquitectónico: el Salón de los Reinos, destinado a oficiar de sala del trono donde el rey
presidiría ceremonias y diversiones. La principal decoración de dicho ámbito sería
una serie de doce pinturas alusivas a sendas victorias de las armas españolas durante
el reinado de Felipe IV, a saber:
1) Defensa
de Cádiz contra los
ingleses de Francisco Zurbarán
2) La rendición de Breda de Diego Velázquez
3) La rendición de Juliers de Jusepe Leonardo
4) La
victoria de Fleurus de Vincenzo Carducci
5) El
socorro de Génova por el segundo marqués de Santa Cruz de
Antonio de Pereda
6) Recuperación
de la Bahía del Brasil de Fray Juan Bautista Maino
7) Reconquista
de la isla de San Cristóbal de Félix Castello
8) Recuperación
de San Juan de Puerto Rico de Eugenio Cajés
9) Socorro
de la plaza de Constanza de Vincenzo Carducci
10) Socorro de Brisach de
Jusepe Leonardo
11) Expugnación de Rheinfelden de Vincenzo
Carducci
12) Expulsión de los holandeses de la isla de San Martín de Eugenio Cajés (perdida)
El
conjunto citado -complementado por cinco retratos ecuestres de Velázquez y diez
cuadros de Zurbarán representando otros tantos trabajos de Hércules- constituyó
un extraordinario programa pictórico sin precedentes. Empero, no todas las
obras alcanzaron el mismo nivel artístico y la representación de la rendición
de Breda
(principal de los cinco triunfos obtenidos en 1625) superaría ampliamente en originalidad
y fama a los restantes cuadros del Salón de los Reinos.
Se estima
que la obra de Velázquez fue concluída en 1634: el autor pintó una pequeña hoja
de papel en el borde inferior derecho, presumiblemente para estampar allí su
nombre y año de finalización, pero dicho espacio quedó finalmente en blanco. Las
figuras principales del
cuadro son Justino de Nassau
y Ambrosio Spínola: el primero hace entrega de la llave del castillo de Breda con ademán sumiso mientras
el segundo lo acoge con gesto cordial. Los dos comandantes, que acaban de
desmontar de sus caballos (la cabalgadura de Spínola confiere con sus ancas
poderosas y el brillo sedoso de su pelaje una particular vivacidad a la escena),
se hallan acompañados por sus respectivas escoltas: los holandeses se hallan
situados a la izquierda y son reconocibles por los gallardetes naranjas de sus
armas, mientras que del contingente español emerge, detrás de la bandera ajedrezada
de la infanta, un verdadero bosque de enhiestas picas que le ha valido al cuadro el apodo de Las Lanzas. No es improbable que dicha imagen le fuera sugerida a
Velázquez por uno de los pasajes más hermosos de la comedia de Calderón de la
Barca:
No ansí los rayos corteses
del sol, con dulces fatigas,
mieses labraron de
espigas
en los abrasados
meses,
como de los fresnos mieses
la gallarda infantería;
y al mirarlos parecía
que espigas de acero daba,
y que al compás que marchaba,
el céfiro los movía.
De Las Lanzas declararía el estudioso Émile
Michels que Velázquez había hecho “de un
cuadro puramente histórico un modelo que posteriormente jamás ha sido
igualado”. Si bien la obra fue realizada tras la muerte de Spínola, el
conquistador de Breda fue retratado con
notable fidelidad por Velázquez: el pintor había hecho en 1629 su primer viaje
a Italia en el mismo barco en el que Spínola hacía el último…
La
composición presenta dos diagonales imaginarias, una de las cuales une los dos
caballos mientras que la otra va desde la comitiva holandesa -más cercana al
espectador- hasta el grupo español, que se halla un poco más retirado. Uno
podría aventurar que tal estructura en forma de aspa horizontal resulta
particularmente adecuada al tema teniendo en cuenta su semejanza con la cruz de
Borgoña, insignia tradicional de los tercios…
Parece
evidente que Velázquez retrató en las primera filas hispanas a varios personajes
principales, y de hecho renombrados estudiosos han creído identificar a figuras
como el duque Wolfgang Wilhelm de Pfalz-Neuburg (quien, tras visitar España y
Francia, había recalado en Breda de regreso a sus dominios), Gonzalo Fernández
de Córdoba, el barón de Balançon, Carlos Coloma, el conde de Salazar, Johann
von Nassau-Siegen (una de las hipótesis más sólidas debido a su similitud con
otros retratos) y Ernst von Isenburg. Por desgracia no existe unanimidad al
respecto, e igualmente controvertida es la tesis según la cual las figuras
extremas de la derecha y la izquierda (las cuales miran al espectador y conforman
así una simetría) son respectivamente el mismo Velázquez y su amigo y colega
Alonso Cano. Una radiografía realizada en épocas recientes ha brindado interesantes
detalles adicionales: entre los más notables se cuentan el hecho que las
famosas lanzas fueran originariamente banderas y que el perfeccionismo de
Velázquez lo llevara a pintar cuatro veces la cabeza de Spínola.
No ha
faltado quien hiciera notar las divergencias existentes entre la pintura y la
realidad. Por ejemplo, la anécdota de la entrega de la llave no está
corroborada por la crónica de Hugo (parece haber sido tomada de la obra de
Calderón de la Barca); asimismo, Velázquez situó dicha escena al noroeste de Breda
(en realidad tuvo lugar al noreste) y a una distancia mucho mayor de la que
existía entre la ciudad y el punto de reunión de los dos adversarios; por
último, citemos la “licencia poética” de colocar a los protagonistas en una
colina a fin de poder incluir como fondo una vista de la ciudad conquistada,
recurso inevitablemente forzado en un país donde la máxima elevación apenas
supera los trescientos metros de altura.
Obviamente
ello no disminuye en un ápice el extraordinario valor de Las Lanzas: Velázquez no era cartógrafo sino pintor y como tal no se ciñó de forma
excesivamente estrecha a lo acontecido sino que privilegió lo artístico sobre
detalles imperceptibles para la gran mayoría del público. Infinitamente más
importante que tales libertades es la avasallante originalidad de la obra si se
la compara con otros cuadros contemporáneos. Tómese por ejemplo La rendición de Juliers de Jusepe
Leonardo: en dicho lienzo Spínola recibe desde el lomo de su caballo la
capitulación del
comandante enemigo, quien acude en solitario y no sólo se arrodilla sino que deja
a un lado su sombrero y su bastón, acentuando aún más el efecto de sumisión. El
contraste con Las Lanzas -donde el
vencido acude inusualmente acompañado por una escolta armada, lo cual realza la
importancia de la ocasión y su carácter de ceremonia- no puede ser más patente.
Aquí Spínola, en un gesto de caballerosidad, desmonta para recibir la
rendición: y cuando Justino de Nassau hace ademán de arrodillarse, el general
español se lo impide apoyándole fraternalmente la mano en el hombro. Así, un
acto de sometimiento es magistralmente transformado en uno de magnanimidad, con
lo cual se realza indirectamente la majestad de la corona hispana. Años más
tarde Breda
terminaría siendo recapturada por los holandeses, pero gracias a la genial
concepción del
cuadro de Velázquez, sería paradójicamente la efímera victoria de 1625 aquella
destinada a perdurar hasta nuestros días sin perder nada de su fascinación.
Mario Díaz Gavier
(Reproducido de Breda 1625. El duelo final entre Spínola y Nassau por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).
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