El 21 de
abril de 1503 una fuerza española derrotó en Cerignola (unos 80 km al oeste-noroeste
de Bari)
a un ejército francés cuatro veces más numeroso en una batalla cuya fama
persiste hasta nuestros días. Y ello no se debió tanto a las consecuencias
políticas de este hecho de armas sino a una novedad destinada a revolucionar el
arte de la guerra: un ejército armado según los cánones medievales tardíos había
sido batido por otro provisto de armas de fuego portátiles, en lo que
constituyó el advenimiento de la infantería moderna.
El instrumento que posibilitó tal revolución fue el arcabuz, término derivado del alemán Hakenbüchse (“arma de gancho”) que aludía a la saliente metálica situada en la parte inferior del caño que permitía calzar el arma -por ejemplo en el parapeto de una fortaleza- para soportar mejor el retroceso. El proyectil empleado era una “pelota” o bala de plomo que pesaba alrededor de una onza (28,7 gramos) y cuyo alcance efectivo no superaba la treintena de pasos. En cuanto al mecanismo de disparo, consistía en una mecha sostenida por un serpentín que, al ser apretado el gatillo, caía sobre una cazoleta llena de pólvora: la misma estaba comunicada por un oído a la recámara, produciéndose así la ignición de la carga propulsora. El procedimiento de recarga era extremadamente engorroso, siendo necesarios sendos frascos con dos tipos distintos de pólvora: una común para cargar el arma y otra más fina para cebar la cazoleta. Con el paso del tiempo se popularizó el reparto de la primera en los llamados “doce apóstoles”, pequeños recipientes de madera -cada uno de los cuales contenía la cantidad necesaria para un disparo- colgados de una bandolera. Respecto a la munición, cada arcabucero se veía obligado a llevar consigo un molde para fundir las balas dada la ausencia de uniformidad en el armamento.
El instrumento que posibilitó tal revolución fue el arcabuz, término derivado del alemán Hakenbüchse (“arma de gancho”) que aludía a la saliente metálica situada en la parte inferior del caño que permitía calzar el arma -por ejemplo en el parapeto de una fortaleza- para soportar mejor el retroceso. El proyectil empleado era una “pelota” o bala de plomo que pesaba alrededor de una onza (28,7 gramos) y cuyo alcance efectivo no superaba la treintena de pasos. En cuanto al mecanismo de disparo, consistía en una mecha sostenida por un serpentín que, al ser apretado el gatillo, caía sobre una cazoleta llena de pólvora: la misma estaba comunicada por un oído a la recámara, produciéndose así la ignición de la carga propulsora. El procedimiento de recarga era extremadamente engorroso, siendo necesarios sendos frascos con dos tipos distintos de pólvora: una común para cargar el arma y otra más fina para cebar la cazoleta. Con el paso del tiempo se popularizó el reparto de la primera en los llamados “doce apóstoles”, pequeños recipientes de madera -cada uno de los cuales contenía la cantidad necesaria para un disparo- colgados de una bandolera. Respecto a la munición, cada arcabucero se veía obligado a llevar consigo un molde para fundir las balas dada la ausencia de uniformidad en el armamento.
Las
primeras armas de fuego portátiles aparecidas en España fueron denominadas
“hacabuches”, transparente deformación del alemán Hakenbüchse. En esta ilustración puede
verse a un arcabucero lansquenete recargando su arma: sus pares hispanos
ofrecían un aspecto similar, aunque su vestimenta era considerablemente más austera
que la de los tudescos.
Las armas
de fuego portátiles eran obviamente conocidas en las principales naciones
europeas, pero España fue la primera en apreciar su importancia en toda su
magnitud: cuando Gonzalo Fernández de Córdoba zarpó en marzo de 1495 de
Cartagena rumbo a Nápoles, una parte de sus 5.000 infantes se hallaba armada de
arcabuces, escopetas y espingardas (estas dos últimas, de menor calibre que los
primeros, estaban destinadas a desaparecer en el lapso de pocas décadas). Los
resultados de dicha innovación no fueron sin embargo instantáneos y debieron
pasar ocho años para que la superioridad de esta nueva infantería ligera, más
ágil y flexible que los macizos cuadros de piqueros suizos, quedara patente en
el campo de Cerignola (denominada Ceriñola o Chirinola por los vencedores).
Las reformas del Gran Capitán no se limitaron al armamento sino que también afectaron la organización de la infantería, la cual gozaba en España de un prestigio desconocido en otras naciones europeas: a raíz de la Reconquista, el reclutamiento de milicias entre la ciudadanía tenía una larga tradición (por ejemplo, en 1476 Castilla había establecido una suerte de conscripción real que obligaba a los contribuyentes urbanos a pagar un impuesto o servir en la tropa), algo impensable en Francia, donde uno de los pilares del sistema feudal era precisamente la prohibición a la plebe de portar armas. Serían victorias como Ceriñola y Garellano las que demostrarían a Europa la validez del concepto de “ciudadano-soldado” propugnado por España: no en vano Carlos V afirmaría que “la suma de sus guerras era puesta en las mechas encendidas de sus arcabuceros españoles”.
Las reformas del Gran Capitán no se limitaron al armamento sino que también afectaron la organización de la infantería, la cual gozaba en España de un prestigio desconocido en otras naciones europeas: a raíz de la Reconquista, el reclutamiento de milicias entre la ciudadanía tenía una larga tradición (por ejemplo, en 1476 Castilla había establecido una suerte de conscripción real que obligaba a los contribuyentes urbanos a pagar un impuesto o servir en la tropa), algo impensable en Francia, donde uno de los pilares del sistema feudal era precisamente la prohibición a la plebe de portar armas. Serían victorias como Ceriñola y Garellano las que demostrarían a Europa la validez del concepto de “ciudadano-soldado” propugnado por España: no en vano Carlos V afirmaría que “la suma de sus guerras era puesta en las mechas encendidas de sus arcabuceros españoles”.
Arcabuces
de principios del siglo XVI. Armas
primitivas (carecen incluso de mecanismo de mecha) y de apariencia basta, se distingue
en los dos ejemplares superiores la saliente metálica que originó el nombre del arma; en cuanto al
modelo inferior, evidencia cuán tenue era entonces la línea divisoria entre
artillería y armas portátiles. Este monstruoso “arcabuz” estaba destinado a ser
utilizado casi exclusivamente desde fortificaciones y constituía un antecesor de
los “mosquetones de posta” mencionados más de un siglo después por Herman Hugo
en su crónica del sitio de Breda.
La unidad
básica de la infantería hispana era la capitanía o compañía, integrada por 250
hombres, mientras que a su vez la bandera agrupaba dos capitanías y la
coronelía sumaba seis. Originariamente una capitanía constaba de 100 piqueros
(incluyendo tanto coseletes protegidos por la armadura homónima como picas
secas desprovistos de protección corporal), 100 rodeleros (soldados armados de
espada y rodela cuya misión era abrirse paso entre las picas enemigas) y 50
efectivos pertrechados de ballestas y armas de fuego: con el paso del tiempo
las primeras desaparecerían en favor de las segundas.
La compañía estaba a cargo de un capitán, cuyo equipamiento no era muy distinto del de la tropa. Le seguía en rango el alférez, cuya función era enarbolar la bandera en combate (aunque durante las marchas dicha insignia era cargada por un abanderado). El tercer “oficial” de la compañía era el sargento, el cual era secundado por un determinado número de cabos, cada uno de ellos a cargo de una escuadra de veinticinco hombres. La plana de la compañía se completaba con un furriel (responsable del alojamiento de la tropa), un capellán, un barbero (que cumplía las funciones de enfermero), uno o dos tambores y un pífano.
La compañía estaba a cargo de un capitán, cuyo equipamiento no era muy distinto del de la tropa. Le seguía en rango el alférez, cuya función era enarbolar la bandera en combate (aunque durante las marchas dicha insignia era cargada por un abanderado). El tercer “oficial” de la compañía era el sargento, el cual era secundado por un determinado número de cabos, cada uno de ellos a cargo de una escuadra de veinticinco hombres. La plana de la compañía se completaba con un furriel (responsable del alojamiento de la tropa), un capellán, un barbero (que cumplía las funciones de enfermero), uno o dos tambores y un pífano.
Este
detalle de un tapiz conmemorativo de la conquista de Túnez permite ver a un
grupo de arcabuceros en acción. Se trata muy probablemente de lansquenetes, tal
como lo delata el hecho de que el primer soldado a
partir de la derecha porta en la cintura una Katzbalger.
En 1512
españoles y lansquenetes se enfrentaron por vez primera en Rávena, y si bien la
jornada se saldó con un revés hispano, en dicha ocasión los rodeleros
demostraron su valía infligiendo terribles pérdidas a sus contrincantes. En
esta batalla participó y fue capturado Fernando Francisco D’Ávalos, marqués de Pescara, quien
supo asimilar las lecciones de la derrota y aplicarlas una década más tarde.
Efectivamente, la batalla de Bicoca presenciaría un uso novedoso de los
arcabuceros, a quienes Pescara
desplegaría en cuatro hileras: una vez que la primera hilera disparara, sus
integrantes se arrodillarían para recargar y posibilitar a la segunda hilera
abrir fuego, y así sucesivamente. El objetivo era lograr así un fuego regular
en salvas, cada una de las cuales sería ordenada personalmente por Pescara. Tal
innovación resulta extraordinaria si se considera que tuvo lugar más de setenta
años antes de la sistematización de la contramarcha por parte de Mauricio de Nassau, a quien muchos autores
atribuyen erróneamente la invención de dicho principio.
En esta
ilustración del
Lienzo de Tlaxcala puede distinguirse a la derecha a dos rodeleros. Este tipo
de infantería nació a imagen y semejanza de los legionarios romanos (armados de
gladius y scutum) y tuvo una breve existencia, habiendo prácticamente
desaparecido ya en el segundo tercio del siglo XVI. Estos ágiles espadachines
desarrollaron todo su potencial en la conquista de México, siendo su
importancia comparable a la de caballos y armas de fuego: en la lucha cuerpo a
cuerpo la espada toledana se reveló superior a la maquahuitl azteca, ya que dicha maza de madera provista de hojas de
obsidiana -que equipa a los guerreros que figuran a la izquierda- carecía de
punta y para su uso era menester alzar el brazo, exponiendo así a su
propietario a recibir una mortífera estocada.
Por una
notable coincidencia, la campaña de Bicoca se inició al mismo tiempo que
finalizaba otra a miles de kilómetros de distancia: la conquista de México.
Efectivamente, el 13 de agosto de 1521 Tenochtitlán caía después de un
encarnizado asedio, y en aquel remoto campo de batalla los arcabuceros habían demostrado
también su valía. Sin embargo, debe señalarse que su importancia ha sido generalmente
exagerada: por ejemplo, de los 850 infantes que acompañaron a Hernán Cortés en
la batalla por la capital del
imperio azteca, sólo una sexta parte estaba provista de ballestas y arcabuces.
El abastecimiento de pólvora constituyó un grave problema a lo largo de la
campaña, y el clima tropical y la imposibilidad de realizar un adecuado
mantenimiento motivaron que buena parte de las armas de fuego quedaran fuera de
servicio después de algunos meses. Así, resulta paradójico que mientras que en
Italia el arcabuz se imponía como arma decisiva, en el Nuevo Mundo dicho rol
recaía sobre la caballería y los rodeleros, dos armas teóricamente anticuadas…
Mario Díaz Gavier
(Reproducido de Bicoca 1522. La primera victoria de Carlos V en Italia por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).
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