“El
militarismo alemán, el cual es EL
crimen de los últimos cincuenta años, ha estado
trabajando para esto por veinticinco años. Es el resultado lógico
de su espíritu, iniciativa y doctrina. TENÍA
que suceder“. Con
este polémico veredicto emitido en agosto de 1914 por Walter Hines
Page, embajador norteamericano en Londres (cuestionado entonces por
muchos de sus compatriotas por su abierta anglofilia y destinado a
ser uno de los arquitectos de la intervención de Estados Unidos en
la contienda europea), se
inicia
The Great War
de John Terraine, una de las crónicas más populares de la Primera
Guerra Mundial. En dicha obra Terraine (quien durante la Segunda
Guerra Mundial se desempeñó como asistente de programación de la
BBC, actividad que marcó su posterior carrera profesional) no vaciló
en declarar: “Una
segunda guerra alemana en el lapso de veinticinco años ha provisto
una iluminación de la cual carecieron los escritores de los años
veinte y treinta; ahora es evidente que 1939 se hallaba estrechamente
ligado a 1918, que el intervalo fue una pausa de respiro en una
acción continua, y que dicha acción era el germinar del Estado y el
pueblo alemanes, su afán en pos de la supremacía mundial a través
de sus instrumentos tradicionales: las fuerzas armadas. Alemania,
pues, es el punto de partida del gran conflicto europeo de la primera
mitad del siglo XX; Alemania debe ser el punto de partida para
entenderlo“.
Mientras
que el prejuicio de Page resulta al menos comprensible teniendo en
cuenta las pasiones del momento, al virulento anatema de Terraine
-escrito medio siglo más tarde- no puede concedérsele dicho
atenuante: tan injustificable como su parcialidad es la aberración
implícita en el análisis de un hecho histórico basándose en otro
evento posterior,
equiparando
así groseramente a Guillermo II -quizá locuaz y atolondrado, pero
no más autocrático y belicista que el zar Nicolás II- con Hitler,
autor de una insensata ideología expansionista y racista (algo que
en ningún caso puede imputársele al Kaiser).
A un siglo del estallido de la Gran Guerra persiste aún a nivel
popular una visión tendenciosa de la misma, comparable a la
propaganda hispanófoba del siglo XVI que Julián Juderías denunció
-casualmente en el mismo año fatídico de 1914- como “la Leyenda
Negra“.
En
su libro A Genius for War: The German Army and General Staff,
1807-1945 Trevor Dupuy señaló
cuán infundado es nuestro juicio histórico: “Desde los
tiempos de Esparta ningún otro Estado o pueblo ha sido tan
identificado con la actividad militar como lo fueron Prusia y los
prusianos (o, después de 1871, el imperio y el pueblo alemán,
dominados por Prusia). Y ello a despecho de que, en los 130 años que
siguieron a las guerras napoleónicas, todas las restantes potencias
europeas protagonizaron muchas más guerras que Prusia-Alemania“.
En efecto, durante dicho período
el ejército germano participó en seis conflictos (dos de ellos
menores) mientras que Francia lo hizo en diez (seis continentales y
cuatro en ultramar), Rusia en trece y Gran Bretaña en diecisiete
(tres en Europa, cuatro en África y diez en Asia).
La
reputación militar de Prusia surgió de la impresionante serie de
victorias logradas por Federico el Grande (producto tanto de su genio
táctico como de su inescrupulosa temeridad), experimentó un
devastador golpe a raíz del desastre sufrido en Jena (1806) a manos
de Napoleón y se consolidó recién gracias a las llamadas “Guerras
de Unificación Alemana“ que tuvieron lugar entre 1864 y 1871. Sin
embargo, estos últimos triunfos poco debieron a una innata
belicosidad de la raza teutona y mucho a lo que Dupuy definió
brillantemente como la institucionalización de la
excelencia militar: una serie de
innovaciones estructurales (creación del Estado Mayor, introducción
del Kriegsspiel o
“juego de guerra“, mejora en la formación de los oficiales,
fomento de la iniciativa individual de los subalternos mediante el
concepto de Ausftragstaktik o
“táctica de misión“, etc.) que convirtieron al ejército
prusiano en un sistema notablemente resistente a la posible ineptitud
de comandantes individuales.
Un mito recurrente a la hora de denunciar el militarismo de los
Hohenzollern es la disciplina draconiana a la cual se hallaban
supuestamente sometidos sus súbditos. De hecho, las estadísticas
revelan una realidad llamativamente distinta: durante la Primera
Guerra Mundial la justicia militar germana consumaría 48 sentencias
de muerte, cifra muy inferior a las más de trescientas ejecuciones
del ejército británico -cifra que no incluye a las tropas indias- y
a las casi setecientas que tendrían lugar en Francia...
Sin
ninguna duda el Imperio Alemán presentaba numerosos ejemplos de
militarismo, pero basta un somero repaso de la llamada Belle
Époque para comprobar que
no se trató de un caso único.
La Europa de principios del siglo XX distaba mucho de ser una
pacífica Arcadia: estadistas y monarcas encabezaban actos públicos
vistiendo uniforme militar (durante las visitas protocolares era
usual intercambiar los mismos como gesto de cortesía), maniobras y
desfiles constituían un imán para la población y la prensa e
incluso los niños solían ser retratados vistiendo uniformes de
fantasía. Tal actitud no se limitaba en modo alguno a los sectores
conservadores, y en su Manifiesto Futurista (1909) el poeta italiano
Filippo Marinetti declararía: “Queremos glorificar la
guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el
gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales
se muere y el desprecio por la mujer“. Tal
frenesí belicista alcanzaría su apogeo con el estallido de la Gran
Guerra, moviendo a numerosos intelectuales y artistas a enrolarse
voluntariamente.
Resulta interesante constatar que, en gran medida, la imagen negativa
del Imperio Alemán se originó en Gran Bretaña, a pesar de que
entre ambas naciones no había litigios territoriales -como sí era
el caso de Francia a raíz de Alsacia y Lorena- y existía incluso un
estrecho parentesco entre sus casas reinantes: Guillermo II y Jorge
V eran primos (ambos nietos de la reina Victoria) y la familia real
inglesa pertenecía al linaje Sachsen-Coburg-Gotha, el cual sería
convenientemente reciclado en “Windsor“ en julio de 1917 (así
como el apellido Battenberg devendría en “Mountbatten“ tras
considerar y finalmente descartar la alternativa “Battenhill“).
Incluso dos de las medidas más controvertidas de Guillermo II -el
programa de construcción naval del almirante Alfred von Tirpitz y
las incipientes iniciativas coloniales en África y el Lejano
Oriente- despertaron suspicacia pero en ningún caso alarma en el
gobierno británico: en el primer caso, porque ya en 1913 Tirpitz dio
dicha carrera armamentista por perdida al no haber alcanzado ni
remotamente la anhelada proporción de 2 a 3 entre acorazados propios
e ingleses; en el segundo ítem, porque en sus afanes coloniales
Alemania evitó prudentemente chocar con otras potencias,
contentándose con territorios y enclaves de cuestionable importancia
económica.
¿Cuál
fue entonces el verdadero origen de la rivalidad anglo-germana? Hoy
parece evidente que la hostil aprensión con la cual Alemania era
contemplada en Gran Bretaña no tenía tanto que ver con su supuesta
condición de amenaza para la libertad y la democracia mundiales sino
simplemente con su poderío económico, que la convertía en una
seria e indeseada competencia. Tal como lo señala Christopher Clark
en Los sonámbulos, al
asumir Bismarck el cargo de ministro-presidente de Prusia en 1862 la
producción industrial de los Estados alemanes sumaba el 4,9 % del
total mundial y se hallaba en el quinto lugar del ranking,
mientras que Gran Bretaña, con el 19,9 %, ostentaba el primer
puesto; medio siglo más tarde Alemania sólo era superada por
Estados Unidos y había relegado a Inglaterra al tercer lugar. Entre
1895 y 1913 la economía germana logró un crecimiento del 150 % en
la industria, del 200 % en la producción de carbón y del 300 % en
la de metal; en el último año citado Alemania generaba y consumía
20 % más electricidad que Inglaterra, Francia e Italia juntas, y su
participación en el comercio mundial había trepado al 12,3%,
pisándole los talones a Gran Bretaña, que había caído al 14,2 %.
Tal estadística era considerada un peligro para la hegemonía global
británica y motivó reacciones tales como el Merchandise
Marks Act de 1887, que impuso la
obligación de declarar el país de origen de todo producto en un
intento de desalentar el consumo de manufacturas foráneas;
paradójicamente, tal norma devino en un rotundo éxito publicitario
para las exportaciones alemanas, de modo que aún hoy en día Made
in Germany continúa siendo
considerado un sello de calidad...
Dicha
rivalidad era exacerbada por escritos tales como el “Memorándum
sobre el estado actual de las relaciones británicas con Francia y
Alemania“ redactado en enero de 1907 por Eyre Crowe, un funcionario
del Foreign Office nacido en Leipzig (ciudad donde su padre se
desempeñaba en el servicio consular) y cuya madre y esposa eran
alemanas: arribado a Gran Bretaña a la edad de 17 años sin hablar
aún fluidamente el inglés, Crowe encarnó como pocos el adagio “no
hay peor fanático que el converso“ y durante su carrera hizo gala
de una germanofobia patológica. En el citado opúsculo (difundido en
círculos gubernamentales por Sir Edward Grey, secretario de Asuntos
Exteriores) Crowe presentaba una interminable lista de presuntos
ultrajes infligidos a Gran Bretaña por el Imperio Alemán, llegando
al absurdo de saludar toda maniobra colonialista por parte de
Inglaterra como algo natural y deseable mientras que cualquier
iniciativa similar -aún la más modesta e infructuosa- de Alemania
era condenada con tono apocalíptico como un intento de imponer una
“dictadura política“que
implicaría “la demolición de las libertades de Europa“.
Como conclusión puede afirmarse que en vísperas de la Gran Guerra
todas las potencias europeas hacían gala de militarismo, el
cual adoptó distintas formas según la posición geoestratégica:
mientras que la situación central del Imperio Alemán -flanqueado
por dos enemigos potenciales como Francia y Rusia y carente de
fronteras fácilmente defendibles- tuvo por consecuencia el énfasis
en un ejército poderoso, la condición insular de Inglaterra y la
necesidad de asegurar las comunicaciones con su imperio ultramarino
impusieron como prioridad la conservación de la supremacía
marítima, lo cual se logró gracias a un exorbitante presupuesto
naval que en 1913 duplicaba holgadamente el de Alemania. Gran Bretaña
no era precisamente renuente a alardear con tal poderío
(drásticamente aumentado a partir de 1906 con la botadura del
revolucionario HMS Dreadnought y sus sucesores), y un buen
ejemplo de ello lo constituyó la revista naval de Spithead del 18 de
julio de 1914, cuando la Royal Navy fue movilizada -medida que aún
no había sido adoptada por ninguna fuerza armada del continente-
para desplegar ante el rey la imponente cifra de 59 acorazados.
Proviniendo nada menos que del Imperio Británico (que en 1922
dominaría un quinto de la población y un cuarto de la superficie de
tierra firme mundiales), la denuncia del militarismo de Alemania y su
presunto “afán en pos de la supremacía mundial“ sólo puede ser
calificada como puro cinismo, y de hecho muestra un asombroso
parecido con los libelos protestantes contra Felipe II: paralelo
expresamente trazado por Crowe, quien recurrió a la clásica chicana
inglesa de demonizar a sus rivales continentales como “amenaza al
equilibrio de poder europeo“. Así como la historiografía del Rey
Prudente resultó durante siglos viciada por la Leyenda Negra, así
también nuestra imagen de la Primera Guerra Mundial ha sido hasta
hoy excesivamente influída por la versión de los vencedores: es de
desear que el actual centenario traiga consigo un enfoque más
profundo e imparcial de la terrible tragedia que asoló Europa a
principios del siglo XX.
Mario
Díaz Gavier
©
2014, Mario Díaz Gavier
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