viernes, 1 de agosto de 2014

LA OTRA LEYENDA NEGRA



El militarismo alemán, el cual es EL crimen de los últimos cincuenta años, ha estado trabajando para esto por veinticinco años. Es el resultado lógico de su espíritu, iniciativa y doctrina. TENÍA que suceder“. Con este polémico veredicto emitido en agosto de 1914 por Walter Hines Page, embajador norteamericano en Londres (cuestionado entonces por muchos de sus compatriotas por su abierta anglofilia y destinado a ser uno de los arquitectos de la intervención de Estados Unidos en la contienda europea), se inicia The Great War de John Terraine, una de las crónicas más populares de la Primera Guerra Mundial. En dicha obra Terraine (quien durante la Segunda Guerra Mundial se desempeñó como asistente de programación de la BBC, actividad que marcó su posterior carrera profesional) no vaciló en declarar: “Una segunda guerra alemana en el lapso de veinticinco años ha provisto una iluminación de la cual carecieron los escritores de los años veinte y treinta; ahora es evidente que 1939 se hallaba estrechamente ligado a 1918, que el intervalo fue una pausa de respiro en una acción continua, y que dicha acción era el germinar del Estado y el pueblo alemanes, su afán en pos de la supremacía mundial a través de sus instrumentos tradicionales: las fuerzas armadas. Alemania, pues, es el punto de partida del gran conflicto europeo de la primera mitad del siglo XX; Alemania debe ser el punto de partida para entenderlo“.
Mientras que el prejuicio de Page resulta al menos comprensible teniendo en cuenta las pasiones del momento, al virulento anatema de Terraine -escrito medio siglo más tarde- no puede concedérsele dicho atenuante: tan injustificable como su parcialidad es la aberración implícita en el análisis de un hecho histórico basándose en otro evento posterior, equiparando así groseramente a Guillermo II -quizá locuaz y atolondrado, pero no más autocrático y belicista que el zar Nicolás II- con Hitler, autor de una insensata ideología expansionista y racista (algo que en ningún caso puede imputársele al Kaiser). A un siglo del estallido de la Gran Guerra persiste aún a nivel popular una visión tendenciosa de la misma, comparable a la propaganda hispanófoba del siglo XVI que Julián Juderías denunció -casualmente en el mismo año fatídico de 1914- como “la Leyenda Negra“.
En su libro A Genius for War: The German Army and General Staff, 1807-1945 Trevor Dupuy señaló cuán infundado es nuestro juicio histórico: “Desde los tiempos de Esparta ningún otro Estado o pueblo ha sido tan identificado con la actividad militar como lo fueron Prusia y los prusianos (o, después de 1871, el imperio y el pueblo alemán, dominados por Prusia). Y ello a despecho de que, en los 130 años que siguieron a las guerras napoleónicas, todas las restantes potencias europeas protagonizaron muchas más guerras que Prusia-Alemania“. En efecto, durante dicho período el ejército germano participó en seis conflictos (dos de ellos menores) mientras que Francia lo hizo en diez (seis continentales y cuatro en ultramar), Rusia en trece y Gran Bretaña en diecisiete (tres en Europa, cuatro en África y diez en Asia).
La reputación militar de Prusia surgió de la impresionante serie de victorias logradas por Federico el Grande (producto tanto de su genio táctico como de su inescrupulosa temeridad), experimentó un devastador golpe a raíz del desastre sufrido en Jena (1806) a manos de Napoleón y se consolidó recién gracias a las llamadas “Guerras de Unificación Alemana“ que tuvieron lugar entre 1864 y 1871. Sin embargo, estos últimos triunfos poco debieron a una innata belicosidad de la raza teutona y mucho a lo que Dupuy definió brillantemente como la institucionalización de la excelencia militar: una serie de innovaciones estructurales (creación del Estado Mayor, introducción del Kriegsspiel o “juego de guerra“, mejora en la formación de los oficiales, fomento de la iniciativa individual de los subalternos mediante el concepto de Ausftragstaktik o “táctica de misión“, etc.) que convirtieron al ejército prusiano en un sistema notablemente resistente a la posible ineptitud de comandantes individuales.
Un mito recurrente a la hora de denunciar el militarismo de los Hohenzollern es la disciplina draconiana a la cual se hallaban supuestamente sometidos sus súbditos. De hecho, las estadísticas revelan una realidad llamativamente distinta: durante la Primera Guerra Mundial la justicia militar germana consumaría 48 sentencias de muerte, cifra muy inferior a las más de trescientas ejecuciones del ejército británico -cifra que no incluye a las tropas indias- y a las casi setecientas que tendrían lugar en Francia...
Sin ninguna duda el Imperio Alemán presentaba numerosos ejemplos de militarismo, pero basta un somero repaso de la llamada Belle Époque para comprobar que no se trató de un caso único. La Europa de principios del siglo XX distaba mucho de ser una pacífica Arcadia: estadistas y monarcas encabezaban actos públicos vistiendo uniforme militar (durante las visitas protocolares era usual intercambiar los mismos como gesto de cortesía), maniobras y desfiles constituían un imán para la población y la prensa e incluso los niños solían ser retratados vistiendo uniformes de fantasía. Tal actitud no se limitaba en modo alguno a los sectores conservadores, y en su Manifiesto Futurista (1909) el poeta italiano Filippo Marinetti declararía: “Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer“. Tal frenesí belicista alcanzaría su apogeo con el estallido de la Gran Guerra, moviendo a numerosos intelectuales y artistas a enrolarse voluntariamente.
Resulta interesante constatar que, en gran medida, la imagen negativa del Imperio Alemán se originó en Gran Bretaña, a pesar de que entre ambas naciones no había litigios territoriales -como sí era el caso de Francia a raíz de Alsacia y Lorena- y existía incluso un estrecho parentesco entre sus casas reinantes: Guillermo II y Jorge V eran primos (ambos nietos de la reina Victoria) y la familia real inglesa pertenecía al linaje Sachsen-Coburg-Gotha, el cual sería convenientemente reciclado en “Windsor“ en julio de 1917 (así como el apellido Battenberg devendría en “Mountbatten“ tras considerar y finalmente descartar la alternativa “Battenhill“). Incluso dos de las medidas más controvertidas de Guillermo II -el programa de construcción naval del almirante Alfred von Tirpitz y las incipientes iniciativas coloniales en África y el Lejano Oriente- despertaron suspicacia pero en ningún caso alarma en el gobierno británico: en el primer caso, porque ya en 1913 Tirpitz dio dicha carrera armamentista por perdida al no haber alcanzado ni remotamente la anhelada proporción de 2 a 3 entre acorazados propios e ingleses; en el segundo ítem, porque en sus afanes coloniales Alemania evitó prudentemente chocar con otras potencias, contentándose con territorios y enclaves de cuestionable importancia económica.
¿Cuál fue entonces el verdadero origen de la rivalidad anglo-germana? Hoy parece evidente que la hostil aprensión con la cual Alemania era contemplada en Gran Bretaña no tenía tanto que ver con su supuesta condición de amenaza para la libertad y la democracia mundiales sino simplemente con su poderío económico, que la convertía en una seria e indeseada competencia. Tal como lo señala Christopher Clark en Los sonámbulos, al asumir Bismarck el cargo de ministro-presidente de Prusia en 1862 la producción industrial de los Estados alemanes sumaba el 4,9 % del total mundial y se hallaba en el quinto lugar del ranking, mientras que Gran Bretaña, con el 19,9 %, ostentaba el primer puesto; medio siglo más tarde Alemania sólo era superada por Estados Unidos y había relegado a Inglaterra al tercer lugar. Entre 1895 y 1913 la economía germana logró un crecimiento del 150 % en la industria, del 200 % en la producción de carbón y del 300 % en la de metal; en el último año citado Alemania generaba y consumía 20 % más electricidad que Inglaterra, Francia e Italia juntas, y su participación en el comercio mundial había trepado al 12,3%, pisándole los talones a Gran Bretaña, que había caído al 14,2 %. Tal estadística era considerada un peligro para la hegemonía global británica y motivó reacciones tales como el Merchandise Marks Act de 1887, que impuso la obligación de declarar el país de origen de todo producto en un intento de desalentar el consumo de manufacturas foráneas; paradójicamente, tal norma devino en un rotundo éxito publicitario para las exportaciones alemanas, de modo que aún hoy en día Made in Germany continúa siendo considerado un sello de calidad...
Dicha rivalidad era exacerbada por escritos tales como el “Memorándum sobre el estado actual de las relaciones británicas con Francia y Alemania“ redactado en enero de 1907 por Eyre Crowe, un funcionario del Foreign Office nacido en Leipzig (ciudad donde su padre se desempeñaba en el servicio consular) y cuya madre y esposa eran alemanas: arribado a Gran Bretaña a la edad de 17 años sin hablar aún fluidamente el inglés, Crowe encarnó como pocos el adagio “no hay peor fanático que el converso“ y durante su carrera hizo gala de una germanofobia patológica. En el citado opúsculo (difundido en círculos gubernamentales por Sir Edward Grey, secretario de Asuntos Exteriores) Crowe presentaba una interminable lista de presuntos ultrajes infligidos a Gran Bretaña por el Imperio Alemán, llegando al absurdo de saludar toda maniobra colonialista por parte de Inglaterra como algo natural y deseable mientras que cualquier iniciativa similar -aún la más modesta e infructuosa- de Alemania era condenada con tono apocalíptico como un intento de imponer una “dictadura política“que implicaría “la demolición de las libertades de Europa“.
Como conclusión puede afirmarse que en vísperas de la Gran Guerra todas las potencias europeas hacían gala de militarismo, el cual adoptó distintas formas según la posición geoestratégica: mientras que la situación central del Imperio Alemán -flanqueado por dos enemigos potenciales como Francia y Rusia y carente de fronteras fácilmente defendibles- tuvo por consecuencia el énfasis en un ejército poderoso, la condición insular de Inglaterra y la necesidad de asegurar las comunicaciones con su imperio ultramarino impusieron como prioridad la conservación de la supremacía marítima, lo cual se logró gracias a un exorbitante presupuesto naval que en 1913 duplicaba holgadamente el de Alemania. Gran Bretaña no era precisamente renuente a alardear con tal poderío (drásticamente aumentado a partir de 1906 con la botadura del revolucionario HMS Dreadnought y sus sucesores), y un buen ejemplo de ello lo constituyó la revista naval de Spithead del 18 de julio de 1914, cuando la Royal Navy fue movilizada -medida que aún no había sido adoptada por ninguna fuerza armada del continente- para desplegar ante el rey la imponente cifra de 59 acorazados. Proviniendo nada menos que del Imperio Británico (que en 1922 dominaría un quinto de la población y un cuarto de la superficie de tierra firme mundiales), la denuncia del militarismo de Alemania y su presunto “afán en pos de la supremacía mundial“ sólo puede ser calificada como puro cinismo, y de hecho muestra un asombroso parecido con los libelos protestantes contra Felipe II: paralelo expresamente trazado por Crowe, quien recurrió a la clásica chicana inglesa de demonizar a sus rivales continentales como “amenaza al equilibrio de poder europeo“. Así como la historiografía del Rey Prudente resultó durante siglos viciada por la Leyenda Negra, así también nuestra imagen de la Primera Guerra Mundial ha sido hasta hoy excesivamente influída por la versión de los vencedores: es de desear que el actual centenario traiga consigo un enfoque más profundo e imparcial de la terrible tragedia que asoló Europa a principios del siglo XX.

Mario Díaz Gavier

© 2014, Mario Díaz Gavier

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