El
2 de agosto de 1590 Enrique III, rey de Francia, moría a resultas de
la puñalada que le asestara el día anterior el monje dominico
Jacques Clément, quien con ayuda de documentos falsificados había
logrado ingresar al entorno del monarca para vengar así el asesinato
del duque de Guisa, acaecido en diciembre de 1588. Además de marcar
la extinción de la dinastía de los Valois y provocar la disolución
del ejército con el cual el rey se proponía reconquistar París, la
muerte de Enrique III tuvo una consecuencia de enorme magnitud: ante
la falta de descendencia su sucesor no sería otro que el líder
hugonote Enrique de Navarra, más conocido por la posteridad bajo el
nombre de Enrique IV.
Hasta
entonces la participación de España en la guerra civil francesa se
había limitado a subsidiar a la Liga Católica, pero el inminente
ascenso al trono de un protestante aliado a Inglaterra y Holanda y
las victorias de Navarra en Arques e Ivry forzaron a Felipe II a
intervenir abiertamente: así, el 27 de julio de 1590 el duque de
Parma, capitán general del Ejército de Flandes, se puso en marcha
en dirección al sur al frente de 20.000 hombres y el 19 de
septiembre hacía su entrada triunfal en París. Tal notable logro
impidió la coronación de Enrique de Navarra, pero se saldó con un
altísimo costo: al ordenársele intervenir en Francia, Parma se
vería definitivamente impedido de consumar la brillante campaña de
reconquista de los Países Bajos que emprendiera a partir de 1578 y
que para entonces había logrado arrinconar a los rebeldes
virtualmente contra el mar.
No
es el objetivo del presente artículo realizar un relato
pormenorizado de la intervención española en Francia, que se
prolongaría hasta la Paz de Vervins en 1598: sí, en cambio,
describir las circunstancias que rodearon uno de los hechos de armas
más espléndidos y menos conocidos de la historia española.
El
arribo de Parma a París prácticamente coincidió con otra
iniciativa española, esta vez en Bretaña. En octubre de 1590 una
flota procedente de La Coruña depositó en Saint-Nazaire a 2.700
soldados comandados por el
maestre de campo -y
ahora capitán general de tierra y mar- Don
Juan del Águila,
fuerza
que poco después se apoderó del excelente puerto de
Blavet (actualmente Port-Louis, localizado
río de por medio frente a Lorient).
En
abril del año siguiente dicha
expedición fue reforzada por
otros 2.000 efectivos, entre los cuales se contaba el ingeniero
militar Cristóbal de Rojas: bajo
su
dirección se
procedió
a erigir un fortificación bautizada
apropiadamente con el nombre de Fuerte del Águila.
Durante los años siguientes, y
a pesar de las
duras
privaciones sufridas por sus defensores y
de la conflictiva relación con el duque de Mercoeur (comandante de
la Liga Católica en Bretaña),
Blavet serviría de base para operaciones tanto terrestres como
navales, alojando una pequeña
flotilla
de
galeras,
filibotes
y zabras
que asolaría el tráfico naval y las poblaciones costeras de la
zona. (Como
detalle interesante diremos que a fines de julio de 1595 cuatro
galeras bajo el mando del capitán Carlos de Amézola surgirían
frente a la costa de Cornualles y desembarcarían a 400 arcabuceros
en las cercanías de Land’s End. Tras incendiar los pueblos de
Mousehole, Paul, Newlyn y Penzance y ahuyentar a una fuerza miliciana
que los triplicaba en número los incursores emprendenderían el
regreso a Blavet, no sin antes celebrar misa en una colina cercana).
Entre
las acciones de las tropas de Blavet se destacó el socorro de Craon,
sitiada en abril de 1592 por el duque de Montpensier y el príncipe
de Conti (ambos primos de Enrique de Navarra), que contaban entre sus
efectivos un millar de ingleses mandados por Sir John Norris. El
avance de las fuerzas conjuntas de Don Juan del Águila y el duque de
Mercoeur -2.000 infantes españoles, 500 bretones y 800 jinetes-
movió al ejército anglo-francés (que sumaba 6.500 infantes, 1.ooo
caballos y una docena de piezas de artillería) a levantar el asedio
y emprender la retirada, pero el 23 de mayo las tropas católicas le
dieron alcance y le asestaron una derrota fulminante: al irrisorio
precio de 24 bajas los vencedores infligieron más de 1.500 muertos
al enemigo, no dándosele cuartel a los británicos como represalia
por el cruel trato sufrido en Irlanda por los náufragos de la Armada
Invencible.
A
fines de marzo de 1594, y habiendo sido reforzados sus efectivos
hasta un total de a 5.500 hombres, Don Juan del Águila comandó una
expedición con destino a la península de Crozon, situada frente a
la plaza realista de Brest; una vez allí encomendó a Rojas la
construcción de un fuerte en la península de Roscanvel, que domina
la orilla sur del goulet o
entrada del puerto. La
tarea distó de ser sencilla, siendo necesario traer tierra, fajina y
césped desde lejos, aserrar madera y forjar clavos, todo ello bajo
el hostigamiento del enemigo: sin embargo, la llegada de una docena
de filibotes bajo el mando de Pedro de Zubiaur posibilitó la
conclusión de la obra en el lapso de apenas veintiséis días.
La
fortificación presentaba una planta en forma de triángulo
isósceles, siendo los dos lados que daban al mar acantilados
inaccesibles mientras que el frente terrestre -de unos 250 pasos de
extensión- estaba formado por una muralla que tenía en el medio una
puerta con puente levadizo, así como dos medios baluartes de tierra
situados en los extremos y protegidos por un foso. El terreno situado
al frente se hallaba convenientemente despejado a fin de negar
cobertura al atacante y brindar un adecuado campo de tiro a sendos
pares de culebrinas de 18 y 6 libras respectivamente, mientras que un
manantial hasta entonces desconocido por los lugareños aseguraba el
suministro de agua. Con justificado orgullo, los constructores
bautizaron su obra “Fuerte del León” y Don Juan del Águila
retornó a Blavet dejando como guarnición tres compañías que
sumaban 300 soldados veteranos bajo el mando del capitán Tomé
Paredes.
Al
enterarse de la noticia, el duque de Mercoeur escribió indignado a
Del Águila ordenándole desmantelar el fuerte, pero éste
comprensiblemente se negó alegando la presencia de naves inglesas:
tal incidente puso en evidencia el carácter sinuoso del bretón, que
obviamente temía que dicha fortificación provocara la caída de
Brest en manos españolas y que pronto justificaría la desconfianza
que se le dispensaba.
Si
la iniciativa del capitán general ya despertó suspicacia entre sus
aliados, fácil resulta imaginar la alarma que provocó entre sus
enemigos. En caso de lograr los españoles complementar el Fuerte
del León con una obra similar en la orilla norte del goulet
dominarían completamente el
acceso marítimo a Brest, haciéndola
así más vulnerable
ante
un asedio por tierra. La eventual pérdida de uno
de los mejores
puertos
atlánticos
de Francia constituiría un duro
golpe para Enrique IV
y una grave amenaza para
Isabel I,
pues desde tal base una flota
hispana podría desembarcar
en Inglaterra en condiciones infinitamente más favorables que las
imperantes en 1588. La reina
ya había sido informada en febrero de los planes enemigos por un
enviado del señor de
Sourdéac, gobernador de
Brest, y despachado a Sir
Roger Williams a Bretaña
a fin de recabar información más detallada: sin embargo, para
cuando éste
retornó a Inglaterra los españoles habían completado el fuerte,
llegando asimismo rumores del
avance de Don Juan del Águila
con el grueso de sus fuerzas contra Brest.
Mapa
de la península cruciforme de Crozon, cuyo brazo norte constituye
a su vez la península de Roscanvel. Su
importancia estratégica como llave de Brest quedó patente a
raíz del asedio de 1594 y, si bien en forma
tardía, Francia asimiló la lección:
exactamente un siglo después las fortificaciones realizadas por
Vauban le permitieron a éste repeler un desembarco
anglo-holandés en la bahía de Camaret, en lo que fue su única
actuación como comandante de campo.
Ante
tales
noticias
Isabel I decidió
enviar
a
John Norris junto a una
leva de 2.000 soldados
y 50 mineros
a Bretaña a fin de reforzar sus
fuerzas ya existentes. De
la expedición
participarían
también seis
galeones y
dos pinazas reales,
seis
buques de guerra de la ciudad de Londres y
ocho
naves holandesas.
Dicha
flota sería comandada por Sir Martin Frobisher, reputado
marino
que entre 1576
y 1578 protagonizara tres infructuosas expediciones en busca del
Pasaje
del Noroeste (cargando en la
isla de Baffin
más
de mil
toneladas de un
metal
presuntamente
valioso
que a su regreso a Inglaterra reveló ser pirita u “oro de los
tontos”) y
que posteriormente se dedicara
a la piratería, destacándose
asimismo
en
la campaña de la Armada.
La
partida de la flota, planeada para mediados
de agosto, se retrasó debido a los vientos contrarios y recién el
13
de septiembre
pudo desembarcar en Paimpol, las
tropas reducidas
a
1.200 hombres debido principalmente a las deserciones. A
pesar de que la relación entre Norris y el comandante realista
Jean d'Aumont no era menos escabrosa
que la existente entre Del
Águila y Mercoeur, el
jefe británico accedió a despachar
su
artillería para doblegar el castillo de Morlaix (que
capituló el 24
de septiembre) antes
de avanzar contra el
llamado
“Fort Crozon”. Las
naves de Frobisher ya habían llegado
a la bahía de Brest y comenzado a bombardear dicha
fortificación:
finalmente, el 1°
de octubre 400
jinetes bretones y
alguna infantería bajo
el mando de Yves de Liscoët
arribaron
a
Crozon, iniciándose así formalmente el asedio
del Fuerte del León.
El
14
de octubre Norris y su millar de hombres se presentaron ante el
fuerte, siendo
pronto
reforzados
por cuatro cañones desembarcados por Frobisher y por otras tropas
que no tardaron en acudir:
cinco días después una revista arrojó la cifra de 4.603 soldados
británicos, a los cuales se sumaban unos
3.000
infantes franceses. Como si tal aplastante superioridad
numérica no
bastara,
la situación de la pequeña
guarnición española
se
había
vuelto crítica
debido
a la sorpresiva
tregua
acordada entre Aumont y Mercoeur, que implicaba que ningún socorro
podía esperarse de la Liga Católica y
que su única esperanza radicaba en sus compatriotas. Sin
desanimarse,
el
20
de octubre los sitiados realizaron una salida, y
mientras
se retiraban perseguidos por el enemigo un disparo de culebrina dio
cuenta de un sargento mayor y otros tres soldados ingleses que se
habían acercado excesivamente al fuerte: ese mismo día otros nueve
británicos caerían víctimas de la artillería hispana.
Durante
los
días
siguientes los sitiadores -franceses
a cargo del flanco derecho e
ingleses
del izquierdo- prosiguieron
la construcción de baterías y aproches, tarea que se reveló ardua
debido a que en muchos lugares la roca viva surgía
a una profundidad de apenas medio
metro; en
consecuencia, se vieron obligados a guarnecer sus trincheras y
emplazamientos de artillería con gaviones y sacos terreros.
Asimismo,
el clima parecía haberse compadecido de los sitiados: según el
cronista bretón Jean Moreau, durante las semanas que se prolongó el
asedio hubo solamente tres días de buen tiempo. Las copiosas lluvias
y el inclemente
viento que azotaba la península pronto se cobraron víctimas
entre galos
y
británicos
(estos últimos aún no habían
recibido su vestimenta invernal), y gran
parte de los numerosos
enfermos
no sobreviviría para contar la experiencia. A
ello se sumó la incansable
actividad de Paredes
y sus hombres,
que hostigaban permanentemente al enemigo con salidas y fuego de
artillería.
Recién
el 4
de noviembre
pudieron Norris y Aumont iniciar el fuego de batería con las catorce
piezas desembarcadas. Más de 3oo disparos
tuvieron como blanco la muralla, pero
ante la falta de resultado
se decidió bombardear los parapetos, los
cuales fueron destinatarios de 8oo balas de cañón. Envalentonado
por los daños producidos, Norris lanzó 240 hombres a fin de hacerse
fuerte en
el foso, pero los asaltantes fueron rechazados y
un consecuente intento de atacar el baluarte
izquierdo fue frenado
en seco
por el fuego de las dos culebrinas emplazadas en el otro bastión.
Una desordenada
serie
de ataques montados
motu
propio por
algunos oficiales
se reveló igualmente infructuosa, culminando así la intentona con
la muerte de tres capitanes, un alférez y numerosos soldados: como
si ello no fuera suficiente, la negligencia
de un artillero británico provocó la explosión de diez barriles de
pólvora, resultando medio centenar de hombres con quemaduras de
diversa consideración. Un
asalto efectuado por los franceses contra el baluarte de la derecha
culminó asimismo en fracaso, saldándose con numerosas bajas.
Una
semana después los
sitiados
dieron nuevamente prueba
del indómito espíritu que los animaba. Al
amparo de
un recio
aguacero ochenta
españoles efectuaron
una salida y sorprendieron con la guardia baja a los franceses, dando
cuenta del señor de Liscoët
y
una veintena de sus hombres y
destruyendo parte de sus trincheras antes de retirarse.
Para
entonces Don Juan del Águila avanzaba desde Blavet al frente de
3.000 hombres a fin de socorrer a la valerosa
guarnición, que
comenzaba ya a padecer escasez de pólvora y plomo.
Sin
embargo, al carecer el
capitán general
de caballería propia se hallaba sometido al continuo acoso
de la enemiga, que Aumont había apostado con tal fin en Quimper,
forzándolo
así a dar un considerable rodeo;
todo
ello
era
fatalmente
agravado
por
la desleal actitud de
Mercoeur, que
hacía oídos sordos a los pedidos de ayuda hispanos.
Así
y todo, la fiera
resistencia del fuerte
había
hecho desvanecer el
triunfalismo que ostentara semanas atrás el ejército anglo-francés.
La infantería de Aumont había quedado reducida
a menos de 700 hombres hasta la providencial llegada de 400 efectivos
bajo el mando de Tremblay y La Fontaine, y
todas las noches Norris (a pesar de contar
1.500 enfermos y heridos entre sus filas) debía destacar 300 de sus
hombres para impedir otra sorpresa por parte de los sitiadores.
Aparentemente
Aumont llegó a considerar seriamente
levantar el sitio ante el peligro representado por el ejército de
socorro enemigo, distante
apenas cuatro leguas de distancia,
pero
finalmente decidió tentar antes
un último
ataque.
El
Fuerte de León según un croquis inglés de la época: nótese que
la parte superior se halla inusualmente orientada hacia el sur.
Pueden apreciarse la batería de los sitiadores, las trincheras
francesas y británicas y la muralla del fuerte,
flanqueada por sendos medios bastiones: asimismo, el autor ha
representado una segunda línea de defensa y tres edificios -uno de
ellos un polvorín- en el interior de la fortificación.
Con
las primeras luces del 19 de noviembre de 1594 la
artillería protestante abrió un furioso bombardeo sobre el fuerte,
seguido poco después por la explosión de una mina en el sector
derecho de la muralla, y
a las once de la mañana los sitiadores lanzaron un asalto general.
En
el sector derecho repetidas oleadas
de franceses fueron rechazadas con severas
pérdidas, mientras
que los ingleses, más
cautelosos,
pudieron limitar sus bajas mas
sin obtener mejores resultados.
Ya en esta etapa temprana
del combate pagaron los
defensores un elevado
precio por su
triunfo: Tomé Paredes, su
intrépido
jefe,
fue muerto por una bala de cañón mientras
defendía
pica en mano la brecha abierta
por la mina enemiga.
Sin
amilanarse los soldados españoles prosiguieron
su tenaz
resistencia. Numerosos
marinos británicos había desembarcado para participar del asalto,
encabezados por Martin
Frobisher
en
persona,
a quien sin embargo una herida de bala dejó fuera de combate. La
lucha
se prolongó en
forma encarnizada, a
pesar de que con
el paso de las horas
la
situación
de
los
defensores se
hizo
desesperada, habiendo
agotado su munición y viéndose
obligados a disparar con sus armas
clavos,
pedernal, monedas y trozos
de metal.
Finalmente,
a las cuatro y media de la tarde, con el mortecino sol otoñal a
punto de desaparecer en el mar, la heroica resistencia del Fuerte del
León tocó a su inexorable fin. Ingleses y franceses lograron
irrumpir en la fortificación (según algunas fuentes recurriendo
engañosamente a una bandera de parlamento) y procedieron a masacrar
en forma inmisericorde al resto de la guarnición, mandada entonces
por un alférez como único oficial vivo. Varios españoles saltaron
al mar desde los acantilados pero perecieron ahogados, algunos de
ellos golpeados en la cabeza y hundidos por los marineros de
Frobisher. Otros, que se ocultaron en las rocas y ruinas aprovechando
la oscuridad, serían ultimados a la mañana siguiente. De los
trescientos defensores apenas trece sobrevivieron: nueve que se
confundieron entre los muertos y cuatro que lograron descolgarse
hasta la orilla del mar.
Pero
incluso tales terribles pérdidas palidecían ante las sufridas por
el vencedor. Solamente en el asalto final habían tenido los
franceses 400 muertos, incluyendo el líder gascón Zacharie Acarie
de Romégou y varios otros oficiales. En cuanto a los ingleses, si
bien sus bajas se habían limitado ese día a unos sesenta hombres,
poco después experimentarían un amargo golpe: la herida de Sir
Martin Frobisher devendría en una gangrena y el marino moriría al
arribar a Plymouth. En enero de 1595, al tomarse revista poco antes
de zarpar de regreso a las Islas Británicas, se registró un total
de 2.708 soldados, es decir, un faltante de 1.900 efectivos respecto
a la cifra asentada tres meses atrás: sumado ello a las pérdidas
francesas se evidencia la magnitud del tributo cobrado por la
gallarda defensa.
Cuenta
la tradición que Aumont, hondamente impresionado por el coraje de su
adversario, dispuso que el cuerpo de Paredes fuera enterrado en Brest
en el mismo sepulcro que Romégou, siendo ambos honrados en un
epitafio común. Asimismo, el mariscal francés envió al puñado de
prisioneros con una carta para Don Juan del Águila donde se
testimoniaba la hazaña realizada. Al verlos llegar, el capitán
general -que se hallaba a apenas dos leguas del fuerte al momento de
sucumbir éste- les preguntó: “¿De dónde venís,
miserables?” A lo cual uno
respondió: “De entre los muertos”. Del
Águila les espetó entonces: “Con ellos debisteis
quedar, que esa orden teníais”. A
duras penas pudo evitarse que el implacable
comandante
hiciera ahorcar a los desdichados...
A
pesar de que sus
extraordinarias
características
-300 defensores,
herméticamente aislados por mar y tierra, resistieron durante siete
semanas los embates de un enemigo que los superaba en una proporción
de 25 a 1 y que
perdió en el asedio
alrededor
de 4.000 hombres-
le aseguran a la
epopeya del Fuerte del León
un lugar indiscutible en los
anales de la historia militar, increíblemente
la misma continúa
siendo muy poco conocida
en España. Por
el contrario, el extraordinario
sacrificio del capitán Tomé
Paredes y sus hombres no fue olvidado en Bretaña, y aún hoy en día
la extremidad noreste de la península de Roscanvel ostenta el
entrañable nombre de Pointe des Espagnols: “Punta
de los Españoles”.
Mario
Díaz Gavier
©
2015, Mario Díaz Gavier
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