jueves, 22 de agosto de 2013

NÖRDLINGEN


Unos ciento treinta kilómetros al noroeste de Munich se encuentra una pintoresca ciudad cuyo origen se remonta a fines del siglo IX. La antigua muralla se conserva todavía intacta, siendo posible recorrer todo el perímetro de la ciudad antigua, y desde los imponentes 90 metros de la torre de la iglesia de San Jorge se goza de una vista en 360° de la comarca circundante. Sin embargo, otra circunstancia hace que esta adormilada ciudad en el corazón de Baviera goce de una fama desproporcionada a sus dimensiones. En un grupo de suaves colinas situadas unos cuatro kilómetros al sur de sus murallas se libró en 1634 la batalla quizás más decisiva de la Guerra de los Treinta Años: Nördlingen.

En el verano de 1634, la Guerra de los Treinta Años bullía en forma incontenible, pese a que para entonces la mayoría de sus protagonistas iniciales habían desaparecido de escena: Tilly había sido mortalmente herido en Rain am Lech en 1632, pocos meses después le había seguido en Lützen su rival Gustavo Adolfo de Suecia y en febrero de 1634 Wallenstein había sido asesinado por orden del emperador Fernando II.
El comando del ejército imperial había recaído sobre el príncipe heredero Fernando, rey de Hungría: debido a su juventud (veintiséis años) le fue asignado como lugarteniente el experimentado mariscal Matthias Gallas. Sus rivales eran Gustav Horn y el duque Bernhard de Sajonia-Weimar, que comandaban las tropas suecas y el contingente alemán protestante integrante de la llamada “Liga de Heilbronn”.
En mayo el ejército imperial se movilizó contra Regensburg, de acuerdo con lo concertado con Maximiliano, príncipe elector de Baviera. Durante el sitio de esta ciudad, tropas de la Liga de Heilbronn capturaron e incendiaron Landshut. Cuatro días después, el 26 de julio, Regensburg capitulaba, y las tropas católicas marcharon aguas arriba del Danubio: tras un breve sitio tomaron Donauwörth el 16 de agosto.
La situación se tornó alarmante para los protestantes: era obvio que el próximo objetivo de las tropas imperiales sería la vecina Nördlingen. La importancia de esta ciudad era enorme, ya que se trataba de la última plaza fuerte de los suecos en el sur de Alemania. Además, tras la caída de Regensburg y Donauwörth la pérdida de esta ciudad libre, “la puerta al Württemberg protestante”, constituiría un golpe psicológico terrible. Debido a ello, se decidió defender Nördlingen por todos los medios.
El 18 de agosto el ejército de Fernando alcanzó las murallas de la ciudad e intimó la rendición. El ultimatum fue rechazado por la milicia ciudadana, que había sido reforzada por 500 mosqueteros suecos. Comenzaba así el sitio de Nördlingen.

El ejército sueco se hallaba mientras tanto acantonado al sur de Bopfingen, y habían surgido serias divergencias entre sus jefes: mientras Bernhard de Weimar abogaba por un avance inmediato contra las fuerzas sitiadoras, Horn sostenía que era necesario esperar los refuerzos del conde Otto Ludwig. Finalmente prevaleció el punto de vista de Horn, lo que tendría consecuencias trascendentales.
Para ese entonces la situación en Nördlingen se había hecho desesperada: a la hambruna y las enfermedades se añadía la escasez de agua, dado que los sitiadores habían desviado de su curso del río Eger. El 24 de agosto Horn logró introducir otros 250 mosqueteros en la ciudad, pero se trataba obviamente de un ayuda más simbólica que real: cada día los defensores de Nördlingen clavaban ansiosamente sus ojos en el horizonte aguardando divisar las tropas de auxilio.

No era Horn el único a la espera de refuerzos. El 2 de septiembre, mientras sus tropas proseguían con el sitio, Fernando cabalgó hacia el sur al encuentro de una ayuda tan esperada como decisiva: 15.000 veteranos españoles comandados por su primo y cuñado, el Cardenal Infante Fernando. Los dos Habsburgo se abrazaron efusivamente, en un momento inmortalizado por Rubens.
A pesar de su juventud (veinticinco años) era el Cardenal Infante un líder nato, y hay algo en su estampa y en su breve existencia que nos recuerda a su ilustre antecesor Don Juan de Austria. Destinado a la carrera eclesiástica, el error de tal medida era evidente: se trataba de una personalidad optimista y enérgica con vocación guerrera, antítesis del carácter pasivo y débil de su hermano, el rey Felipe IV. Su lugarteniente era el Marqués de Leganés, militar discreto y leal: una sincera amistad los unía al Conde Duque de Olivares, el poderoso valido que ejercía de facto el gobierno del imperio español.
La presencia de un ejército español de tales dimensiones en suelo alemán tenía su razón de ser en los avatares estratégicos. Originariamente, la principal vía terrestre entre la península ibérica y los Países Bajos era el famoso “Camino de los Españoles”, que partiendo desde Génova atravesaba el Milanesado, Saboya, el Franco-Condado, Lorena y Luxemburgo. Sin embargo, el Tratado de Lyon de 1601 había hecho dicha ruta impracticable de existir hostilidad por parte de Francia, lo cual era el caso. Ello forzaba a los españoles a buscar vías alternativas: una había surgido con la ocupación de Renania-Palatinado por parte del Ejército de Flandes en 1620, pero la conquista de Mainz en 1631 por los suecos había interrumpido el tráfico por el Rin.
Cuando el Cardenal Infante fue designado regente de los Países Bajos españoles, su traslado a la región planteó un difícil problema. Finalmente, se elaboró el siguiente plan: después de abandonar el Milanesado, la expedición española cruzaría los cantones católicos suizos y proseguiría su camino por Tirol y Baviera, posesiones de los Habsburgo de Viena y de su aliado el príncipe elector Maximiliano. Al unir sus fuerzas a las imperiales se alcanzaban así dos objetivos: reforzar a la Liga Católica en su lucha contra Suecia y abrir un corredor a través de territorio enemigo rumbo a Bruselas.

Dos días después de arribar los españoles participaron junto con los imperiales de una asalto general a las murallas de Nördlingen. Si bien el ataque pudo ser rechazado con graves pérdidas, era evidente que otro asalto similar terminaría con la conquista de la ciudad. Esa noche se encendieron por tercera ocasión banderas impregnadas de pez desde “Daniel”, la torre de la iglesia de San Jorge: era la señal convenida de emergencia. Esta vez, los suecos divisaron el desesperado mensaje: seis cañonazos confirmaron a los defensores de Nördlingen que su mensaje había sido recibido.
La batalla era inminente, y ambos contendientes se prepararon para lo peor. Horn y Bernhard disponían de unos 25.000 combatientes, todos ellos suecos a excepción de 5.000 milicianos alemanes. Los dos Fernandos contaban a su favor con una sensible superioridad numérica: 33.000 soldados entre imperiales y españoles.
Se produciría así el gran choque entre los dos ejércitos más renombrados de su tiempo. Por un lado se hallaban las huestes suecas, cuya irrupción en el conflicto cuatro años antes, acompañada de una serie de innovaciones tácticas y técnicas, había constituído una  sensación; por otro lado, durante la invasión de Baviera habían adquirido una siniestra reputación, dejando a su paso un reguero de atrocidades espeluznantes.
Frente a ellos se erigían los tercios españoles cuyos integrantes, frugales, hoscos y tenaces, podían jactarse desde hacía más de un siglo de ser la mejor infantería del mundo. Su probado arrojo en combate (y otros hechos bastante menos gloriosos, como el terrible saqueo de Amberes en 1576 a manos de tropas amotinadas) habían dado luz a una expresión que se difundió por toda Europa y que aún subsiste en nuestros días: la furia española.

Matthäus Merian, "Representación de la batalla de Nördlingen el 6 de septiembre de 1634" (grabado en cobre incluído en "Theatrum Europaeum", 1670) 

En la mañana del 5 de septiembre una patrulla de croatas, la temida caballería ligera imperial, trajo una sorprendente noticia: los suecos habían abandonado Bopfingen y se retiraban rumbo al sur. Tal inesperada medida produjo confusión entre los mandos hispano-imperiales: ¿se debía interrumpir el sitio y emprender la persecución del ejército sueco? Pronto una nueva sorpresa hizo estéril tal discusión: en Dehlingen el enemigo había girado a la izquierda, y su vanguardia se encontraba ya frente al Lachberg, primer cerro de una cadena de tres con orientación noroeste-sudeste situada a un tiro de cañón de Nördlingen (las dos elevaciones restantes eran el Hesselberg y el Albuch). La maniobra de engaño sueca había surtido efecto.
Una impetuosa carga de caballería bajo el mando de Bernhard de Weimar desalojó a las avanzadas imperiales del Lachberg y las hizo retirarse hasta el pueblo de Herkheim. Recién allí su jefe, Ottavio Piccolomini, pudo reestablecer el orden y organizar la resistencia con el apoyo de Gallas: Weimar tuvo que retroceder al Lachberg. Este combate de caballería produjo numerosas bajas entre los imperiales, contándose entre los caídos el Gran Maestre de la Orden de Malta, varios coroneles y numerosos soldados.
Inmediatamente Weimar avanzó contra el Heselberg. Sin embargo, debió enfrentar la encarnizada resistencia de un destacamento de mosqueteros españoles que se habían hecho fuertes en la zona boscosa del cerro. El combate se prolongó hasta la medianoche, y recién con la llegada de Horn se pudo tomar la posición. Sin embargo, lo empecinado de la defensa había retardado el plan sueco, haciendo impracticable la captura del Albuch: se decidió posponer el ataque para el día siguiente, a fin de proporcionar descanso a los exhaustos soldados.
Tal decisión tendría enormes consecuencias. Reconociendo la importancia de dicha posición, que constituía su extremo izquierdo, los hispano-imperiales se abocaron frenéticamente a fortificar el Albuch mediante la construcción de tres reductos de forma pentagonal, confiándose su defensa a los regimientos alemanes de los condes de Salm y Würmser, el tercio español de Idiaquez y el tercio napolitano de Toralto, sumando 5.000 infantes bajo el mando de Cervellón. En la segunda línea fueron apostados dos regimientos de infantería imperial y siete tercios hispanos, más diversas unidades de caballería.
Por su parte, el plan protestante preveía que el ala derecha, comandada por Horn, atacaría el Albuch mientras que Weimar se limitaría a mantenerse a la defensiva en la línea de colinas para pasar al ataque recién después de tomado el Albuch o, en caso de que la suerte no fuera propicia, cubrir la retirada de Horn.

La batalla comenzó al amanecer del 6 de septiembre con un ataque de la caballería sueca. Malinterpretando una señal, el regimiento escolta de Horn comandado por von Witzleben se lanzó a la carga, intentando flanquear el Albuch. Le salió al encuentro la caballería napolitana, que en una brillante acción batió y arrojó a la caballería sueca del campo de batalla: Witzleben debió retroceder a la aldea de Hürnheim para reorganizar a sus jinetes, lo que privó a Horn de su caballería en un momento crucial de la batalla.
Mientras tanto, dos brigadas de infantería sueca atacaban uno de los reductos, logrando desalojar a los regimientos alemanes de Salm y Würmser. Sin embargo, al irrumpir en la posición las unidades suecas se desordenaron, lo cual se vio agravado por la explosión de un carro cargado de pólvora en el sector de Idiaquez. Lo que podría haber sido un golpe terrible para los hispanos se reveló una ayuda providencial: al grito de “el cerro está minado” los suecos huyeron presurosamente, abandonando su flamante conquista mientras eran perseguidos por la caballería imperial. En un vigoroso contraataque los infantes españoles volvieron a ocupar el reducto, jurándose no retroceder.
Muy pronto su juramento sería puesto duramente a prueba. Una y otra vez las oleadas de infantes suecos se abalanzaron sobre las trincheras enemigas, hasta sumar quince ataques. Hubo derroche de arrojo y tenacidad por ambos lados: los suecos parecían dispuestos a tomar el cerro a cualquier precio, mientras que los españoles, que recibían oportunamente refuerzos de la retaguardia, se aferraban encarnizadamente a sus posiciones, decididos a no retroceder un palmo.
Quien haya visitado el campo de batalla puede imaginarse el dantesco espectáculo que tuvo como protagonistas a casi sesenta mil soldados de todos los rincones de Europa. El impasible y lúgubre batir de centenares de tambores, las órdenes de los oficiales y los gritos de los heridos, el permanente crepitar del fuego de mosquetería y el ominoso tronar de la artillería; el acre olor de la batalla, mezcla de sudor, pólvora y sangre; la visión de las líneas de piqueros de morrión y coselete, enarbolando tras el foso y la hilera de “jinetes españoles“ un auténtico bosque de lanzas, y a su lado mosqueteros de ancho sombrero de fieltro recargando frenéticamente sus armas y disparando a bocajarro sobre el enemigo que surgía de la falda del Albuch.
De la sangrienta lucha eran testigos los dos Fernandos, que montados a caballo emitían sus órdenes algunos centenares de metros atrás del frente: el hecho que un desdichado coronel que se hallaba entre los dos fuera decapitado por una bala de cañón revela que dicha posición distaba de ser segura.
Con el pasar de las horas los ataques suecos fueron perdiendo ímpetu: el Albuch estaba literalmente cubierto de cadáveres, y los exhaustos infantes apenas tenían fuerzas para remontar la pendiente que llevaba a las mortíferas trincheras enemigas. Por su parte, la caballería del Cardenal Infante no permanecía ociosa: jinetes napolitanos, borgoñones y lombardos hostilizaban permanentemente el flanco del enemigo, y una impetuosa carga de lanceros encabezada por el Duque de Lorena contribuyó a empeorar aún más la situación de los suecos.
Mientras tanto, las tropas de Weimar permanecían mayormente inactivas, con excepción de un ataque de caballería que, tras lograr hacer retroceder a los jinetes de Lorena y de Jan van Werth, fue rechazado con la ayuda de mosqueteros imperiales y españoles.
A mediodía Horn, consciente de lo estéril de sus esfuerzos, decidió emprender la retirada. Sus tropas recién habían alcanzado en forma ordenada el pueblo de Ederheim cuando el desastre se abatió sobre los suecos: como un solo hombre las tropas imperiales que habían quedado a la espera se lanzaron al ataque. La poderosa presión del flanco derecho católico deshizo las formaciones de Weimar, cuya caballería se precipitó sobre los castigados infantes de Horn, provocando el caos y pánico general. Cuando los tercios hispanos abandonaron sus posiciones en el Albuch y se unieron al ataque al grito de ¡Santiago!¡Cierra España!, la suerte de los protestantes quedó sellada: en completa desbandada, sus miembros fueron perseguidos y sableados en forma inmisericorde por los croatas y los caballos coraza de Jan van Werth.
La victoria católica había sido aplastante: 12.000 enemigos yacían sobre el campo de batalla (incluída la totalidad de los milicianos de Württemberg) y otros 4.000 fueron tomados prisioneros, entre ellos el mismo Horn. Más de 300 banderas, 80 cañones  y 1.000 carros con la totalidad del bagaje sueco formaron parte del botín de los vencedores. Al día siguiente Nördlingen se rendía: la Liga de Heilbronn había dejado de existir y los suecos se vieron obligados a evacuar todas sus guarniciones al sur del Main. Quizás no exageraba el Conde Duque de Olivares cuando calificaba exultante a esta batalla de “la más grande victoria de nuestro tiempo”.
En mayo de 1635 se firmó la paz de Praga, que ponía fin a las hostilidades entre el emperador y los príncipes protestantes. La contienda parecía haber llegado a su fin, pero muy pronto la población de Alemania tuvo un amargo desengaño: alarmado ante la hegemonía de los Habsburgo, el cardenal Richelieu lanzó a Francia a la guerra en apoyo de la protestante Suecia. La matanza continuaría durante trece años más, con su secuela de desolación y sufrimiento, y recién la paz de Westfalia en 1648 pondría fin al conflicto.

Nördlingen es, pese a su importancia, una de las batallas más descuidadas por la historiografía militar. Mientras que Breitenfeld (1631) es permanentemente citada como ejemplo de la superioridad de la formación táctica “protestante” sobre la “católica”, los análisis de Nördlingen son escasísimos.
Irónicamente, quizás el motivo para tal actitud es que Nördlingen constituye una incómoda evidencia que socava el mito de la “invencibilidad sueca”. Sin ninguna duda, la creación por parte de Gustavo Adolfo de Suecia (inspirado por la reforma de Mauricio de Nassau) de unidades más reducidas y móviles que el tercio y la introducción de mejoras técnicas (básicamente eliminación de peso, como el nuevo mosquete prescindente del soporte de horquilla y cañones más ligeros, precursores de la artillería de campaña) significaron una verdadera revolución militar: pero una revolución no garantiza necesariamente el éxito. Nördlingen demostró que incluso las móviles formaciones suecas podían fracasar frente a un enemigo tenaz; por otra parte, si bien el tercio carecía de similar agilidad, su maciza estructura hacía su avance sencillamente arrollador.
Otro punto confiere interés a Nördlingen, y es que se trata de uno de los escasos ejemplos de cooperación militar eficaz entre las ramas española y austríaca de los Habsburgo tras la muerte de Carlos V. La victoria aseguró a ambos aliados la consecución de sus objetivos: para Austria, la reconquista del sur de Alemania; para España, la apertura de una ruta en dirección a los Países Bajos.
Finalmente, Nördlingen constituye la última gran victoria de los tercios españoles: apenas nueve años después el sol se pondría definitivamente para la otrora imbatible infantería española en Rocroi. Razón de más para valorar en su justa medida un hecho de armas que cierra un proceso de ciento treinta años que incluye páginas memorables como Garellano, Otumba, Pavía y Lepanto.



Mario Díaz Gavier

miércoles, 5 de junio de 2013

LAS LANZAS


En su carácter de hito político-militar, la toma de Breda tuvo una profunda influencia en la literatura y el arte contemporáneos. La crónica más completa del asedio fue escrita en latín por el jesuita brabanzón Herman Hugo, capellán de Spínola: su magistral Obsidio Bredana -cuya portada fue diseñada por el mismísimo Rubens y realizada por Cornellis Galle- sería poco después traducida en castellano, inglés y francés. Pedro Calderón de la Barca escribió pocos años después la comedia El sitio de Bredá que, si bien una obra juvenil, presagiaba ya el talento de uno de los principales dramaturgos del Siglo de Oro.
En cuanto a las artes plásticas, numerosas fueron las obras destinadas a conmemorar la victoria. El grabador lorenés Jacques Callot realizó por encargo de la infanta Isabel Clara Eugenia un imponente mapa del sitio de Breda: otro grabado en cobre fue obra del artista flamenco Jean Blaeu, mientras que su ilustre compatriota Pieter Snayers pintó por su parte tres grandes lienzos dedicados al tema. Sin embargo, el cuadro que estaba destinado a hacerse inmortal sería obra de un pintor español: Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.
 

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660). Uno de los pintores más grandes de todos los tiempos, a partir de 1623 trabajaría principalmente para la corte madrileña gracias a la protección del conde-duque de Olivares (en testimonio de gratitud el artista bautizaría Gaspar a su primer hijo). Dos siglos después de su muerte Velázquez ejercería una poderosa influencia en los impresionistas franceses (en especial Èdouard Manet) y posteriormente sus obras servirían de inspiración a artistas tales como Gustav Klimt, Pablo Picasso, Salvador Dalí y Francis Bacon.


En 1630 el conde-duque de Olivares inició la construcción de un nuevo palacio real en las afueras de Madrid tomando como base el llamado “Cuarto Real” del monasterio de San Jerónimo. El ala norte del Palacio del Buen Retiro albergaría la parte más importante del complejo arquitectónico: el Salón de los Reinos, destinado a oficiar de sala del trono donde el rey presidiría ceremonias y diversiones. La principal decoración de dicho ámbito sería una serie de doce pinturas alusivas a sendas victorias de las armas españolas durante el reinado de Felipe IV, a saber:

1) Defensa de Cádiz contra los ingleses de Francisco Zurbarán
2) La rendición de Breda de Diego Velázquez
3) La rendición de Juliers de Jusepe Leonardo
4) La victoria de Fleurus de Vincenzo Carducci
5) El socorro de Génova por el segundo marqués de Santa Cruz de Antonio de Pereda
6) Recuperación de la Bahía del Brasil de Fray Juan Bautista Maino
7) Reconquista de la isla de San Cristóbal de Félix Castello
8) Recuperación de San Juan de Puerto Rico de Eugenio Cajés
9) Socorro de la plaza de Constanza de Vincenzo Carducci
10) Socorro de Brisach de Jusepe Leonardo
11) Expugnación de Rheinfelden de Vincenzo Carducci
12) Expulsión de los holandeses de la isla de San Martín de Eugenio Cajés (perdida)


El conjunto citado -complementado por cinco retratos ecuestres de Velázquez y diez cuadros de Zurbarán representando otros tantos trabajos de Hércules- constituyó un extraordinario programa pictórico sin precedentes. Empero, no todas las obras alcanzaron el mismo nivel artístico y la representación de la rendición de Breda (principal de los cinco triunfos obtenidos en 1625) superaría ampliamente en originalidad y fama a los restantes cuadros del Salón de los Reinos.
Se estima que la obra de Velázquez fue concluída en 1634: el autor pintó una pequeña hoja de papel en el borde inferior derecho, presumiblemente para estampar allí su nombre y año de finalización, pero dicho espacio quedó finalmente en blanco. Las figuras principales del cuadro son Justino de Nassau y Ambrosio Spínola: el primero hace entrega de la llave del castillo de Breda con ademán sumiso mientras el segundo lo acoge con gesto cordial. Los dos comandantes, que acaban de desmontar de sus caballos (la cabalgadura de Spínola confiere con sus ancas poderosas y el brillo sedoso de su pelaje una particular vivacidad a la escena), se hallan acompañados por sus respectivas escoltas: los holandeses se hallan situados a la izquierda y son reconocibles por los gallardetes naranjas de sus armas, mientras que del contingente español emerge, detrás de la bandera ajedrezada de la infanta, un verdadero bosque de enhiestas picas que le ha valido al cuadro el apodo de Las Lanzas. No es improbable que dicha imagen le fuera sugerida a Velázquez por uno de los pasajes más hermosos de la comedia de Calderón de la Barca:

No ansí los rayos corteses
del sol, con dulces fatigas,
mieses labraron de espigas
en los abrasados meses,
como de los fresnos mieses
la gallarda infantería;
y al mirarlos parecía
que espigas de acero daba,
y que al compás que marchaba,
el céfiro los movía.


De Las Lanzas declararía el estudioso Émile Michels que Velázquez había hecho “de un cuadro puramente histórico un modelo que posteriormente jamás ha sido igualado”. Si bien la obra fue realizada tras la muerte de Spínola, el conquistador de Breda fue retratado con notable fidelidad por Velázquez: el pintor había hecho en 1629 su primer viaje a Italia en el mismo barco en el que Spínola hacía el último…


La composición presenta dos diagonales imaginarias, una de las cuales une los dos caballos mientras que la otra va desde la comitiva holandesa -más cercana al espectador- hasta el grupo español, que se halla un poco más retirado. Uno podría aventurar que tal estructura en forma de aspa horizontal resulta particularmente adecuada al tema teniendo en cuenta su semejanza con la cruz de Borgoña, insignia tradicional de los tercios…
Parece evidente que Velázquez retrató en las primera filas hispanas a varios personajes principales, y de hecho renombrados estudiosos han creído identificar a figuras como el duque Wolfgang Wilhelm de Pfalz-Neuburg (quien, tras visitar España y Francia, había recalado en Breda de regreso a sus dominios), Gonzalo Fernández de Córdoba, el barón de Balançon, Carlos Coloma, el conde de Salazar, Johann von Nassau-Siegen (una de las hipótesis más sólidas debido a su similitud con otros retratos) y Ernst von Isenburg. Por desgracia no existe unanimidad al respecto, e igualmente controvertida es la tesis según la cual las figuras extremas de la derecha y la izquierda (las cuales miran al espectador y conforman así una simetría) son respectivamente el mismo Velázquez y su amigo y colega Alonso Cano. Una radiografía realizada en épocas recientes ha brindado interesantes detalles adicionales: entre los más notables se cuentan el hecho que las famosas lanzas fueran originariamente banderas y que el perfeccionismo de Velázquez lo llevara a pintar cuatro veces la cabeza de Spínola.
No ha faltado quien hiciera notar las divergencias existentes entre la pintura y la realidad. Por ejemplo, la anécdota de la entrega de la llave no está corroborada por la crónica de Hugo (parece haber sido tomada de la obra de Calderón de la Barca); asimismo, Velázquez situó dicha escena al noroeste de Breda (en realidad tuvo lugar al noreste) y a una distancia mucho mayor de la que existía entre la ciudad y el punto de reunión de los dos adversarios; por último, citemos la “licencia poética” de colocar a los protagonistas en una colina a fin de poder incluir como fondo una vista de la ciudad conquistada, recurso inevitablemente forzado en un país donde la máxima elevación apenas supera los trescientos metros de altura.
Obviamente ello no disminuye en un ápice el extraordinario valor de Las Lanzas: Velázquez no era cartógrafo sino pintor y como tal no se ciñó de forma excesivamente estrecha a lo acontecido sino que privilegió lo artístico sobre detalles imperceptibles para la gran mayoría del público. Infinitamente más importante que tales libertades es la avasallante originalidad de la obra si se la compara con otros cuadros contemporáneos. Tómese por ejemplo La rendición de Juliers de Jusepe Leonardo: en dicho lienzo Spínola recibe desde el lomo de su caballo la capitulación del comandante enemigo, quien acude en solitario y no sólo se arrodilla sino que deja a un lado su sombrero y su bastón, acentuando aún más el efecto de sumisión. El contraste con Las Lanzas -donde el vencido acude inusualmente acompañado por una escolta armada, lo cual realza la importancia de la ocasión y su carácter de ceremonia- no puede ser más patente. Aquí Spínola, en un gesto de caballerosidad, desmonta para recibir la rendición: y cuando Justino de Nassau hace ademán de arrodillarse, el general español se lo impide apoyándole fraternalmente la mano en el hombro. Así, un acto de sometimiento es magistralmente transformado en uno de magnanimidad, con lo cual se realza indirectamente la majestad de la corona hispana. Años más tarde Breda terminaría siendo recapturada por los holandeses, pero gracias a la genial concepción del cuadro de Velázquez, sería paradójicamente la efímera victoria de 1625 aquella destinada a perdurar hasta nuestros días sin perder nada de su fascinación.
 

Mario Díaz Gavier

(Reproducido de Breda 1625.  El duelo final entre Spínola y Nassau por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).

miércoles, 15 de mayo de 2013

CENTENARIO DE LA PRIMERA MISIÓN DE COMBATE DE UN AVIADOR ARGENTINO


En octubre de 1912 estalló en los Balcanes un conflicto que enfrentó al Imperio Otomano a una alianza integrada por Bulgaria, Serbia, Montenegro y Grecia. Relativamente poco se conoce en nuestro país de una contienda que presenció los modestos orígenes de la aviación militar, anticipando los hechos que tendrían lugar poco después en los cielos de Europa: curiosamente, uno de aquellos pioneros aeronáuticos había nacido en Buenos Aires 


LA PRIMERA GUERRA BALCÁNICA 

Fue aparentemente el zar Nicolás I quien acuñó la expresión “el hombre enfermo del Bósforo” en alusión al Imperio Otomano. En efecto, aquella potencia que aterrorizara durante siglos a Occidente -llegando incluso a asediar en dos ocasiones Viena- era a principios del siglo XX una patética sombra de su antiguo esplendor, acosada por una coalición de naciones cristianas ansiosas por recuperar territorios perdidos durante los siglos anteriores.
Ya la guerra ruso-turca de 1877-78 había constituído un poderoso incentivo para las aspiraciones de autonomía de las diversas minorías étnicas que poblaban los vilayets (provincias) otomanas en los Balcanes. En el transcurso de la reciente conquista de Libia Italia había apoyado la insurreción en Albania, y ello coincidió con el propósito de Bulgaria, Serbia, Montenegro y Grecia de sacar provecho -con la bendición de Rusia- de la debilitada posición de Turquía para concretar sus aspiraciones territoriales. En marzo de 1912 Bulgaria y Serbia firmaron tratados de paz y amistad, seguidos dos meses después por un acuerdo de cooperación militar. En agosto y septiembre Montenegro se sumaría a la alianza y el 5 de octubre, en vísperas del conflicto, Bulgaria y Grecia firmarían una convención militar. Montenegro fue el primer país en declarar la guerra a Turquía el 8 de octubre de 1912, seguido nueve días después por los restantes Estados cristianos. Un detallado relato de los diversos teatros de operaciones en los cuales se desarrolló la Primera Guerra Balcánica excedería el marco de este artículo, por lo que nos limitaremos a reseñar los principales hechos en los distintos frentes.
El principal teatro de operaciones -por su proximidad a Constantinopla- lo constituyó Tracia, donde Turquía enfrentó una poderosa ofensiva búlgara. Un intento de envolver a las fuerzas enemigas culminó en la batalla de Kirkkilise (Kırklareli), que tuvo lugar el 22 y 24 de octubre y culminó en un desastre para el ejército otomano. Dicha victoria posibilitó a los búlgaros aislar a la fortaleza de Adrianópolis (Edirne) y proseguir su avance. Entre el 29 de octubre y el 2 de noviembre tuvieron lugar las batallas de Lüleburgaz y Pinarhisar: Turquía sufrió nuevamente una seria derrota en lo que representó el mayor hecho de armas en Europa entre el fin de la guerra franco-prusiana y el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Las castigadas fuerzas otomanas se retiraron a la línea de Çatalca, donde tras reorganizarse rechazaron exitosamente el 17-18 de noviembre un ataque búlgaro. Un invierno excepcionalmente riguroso y una epidemia de cólera afectaron a ambos beligerantes y tuvieron como consecuencia la firma el 3 de diciembre de un armisticio por dos meses. El 23 de enero de 1913 se produjo en Constantinopla un golpe de Estado protagonizado por los Jóvenes Turcos, que culminó con el asesinato de Nazim Pachá, jefe de Estado Mayor. El nuevo gobierno se decidió por la reanudación de las hostilidades una vez caducado el armisticio: el 8 de febrero tropas turcas desembarcaron en Şarköy, lo cual fue complementado al día siguiente por una avance del ejército de Çatalca. Si bien esta última iniciativa obligó a los búlgaros a retroceder cerca de veinte kilómetros, la primera operación fracasó en su objetivo de aliviar a la guarnición de Adrianópolis y debió ser reembarcada el 11 de febrero. El 26 de marzo Adrianópolis debió rendirse tras casi cinco meses de asedio, hecho que coincidió con la segunda batalla de Çatalca (25 de marzo-2 de abril), una ofensiva búlgara de resultado indeciso que marcó prácticamente el fin de las operaciones en Tracia.
Siguiendo en orden de importancia se hallaba el frente de Macedonia, donde Turquía enfrentaba a las fuerzas de Serbia, Montenegro y Grecia. El 23 y 24 de octubre de 1912 tuvo lugar la batalla de Kumanova, que abrió una serie de victorias del ejército serbio: tras los reveses de Pirlepe (3-5 de noviembre) y Monastir (16-19 de noviembre) el Ejército de Vardar -como se denominaba el principal contingente otomano en Macedonia- se vio obligado a retirarse a la actual Albania. Para ese entonces las fuerzas griegas habían avanzado rápidamente desde el sur y, tras obtener las victorias de Sarantaporo y Yenice, habían conquistado Tesalónica el 10 de noviembre. Otro avance heleno en Epiro fue igualmente exitoso, logrando tomar Preveza (3 de noviembre) y culminando finalmente en la conquista de Janina el 6 de marzo de 1913 (a diferencia de sus aliados, Grecia no firmaría ningún armisticio). Por su parte, el ejército montenegrino habían obtenido una serie de pequeños éxitos e iniciado el asedio de Scutari, plaza que recién se rendiría el 24 de abril.
Paralelamente a lo acontecido en los dos principales teatros de operaciones tuvieron lugar operaciones menores en las islas de Egeo: en octubre y noviembre de 1912 fuerzas helenas conquistaron Lemnos, Samotracia, Tasos y otra media docena de islas, siguiéndoles Lesbos (19 de diciembre) y Samos (16 de marzo). Dichas operaciones fueron posibilitadas por la superioridad naval griega en el Egeo (representada principalmente por el crucero acorazado Georgios Averof), factor que impidió asimismo el envío de refuerzos otomanos por vía marítima al frente macedonio.
Ya en diciembre de 1912 se había iniciado una ronda de conferencias en Londres con el fin de finalizar el conflicto, aunque las mismas se revelaron infructuosas ante la intransigencia de las partes. Sin embargo, con el paso de los meses los pesadas pérdidas sufridas movieron a los contendientes a cambiar de actitud: el 14 de abril de 1913 Turquía y Bulgaria firmaron en Çatalca un segundo armisticio. Las negociaciones de paz fueron reanudadas y se prolongaron durante las semanas siguientes hasta culminar el 30 de mayo con la firma del Tratado de Londres, el cual establecía como frontera en Tracia una línea imaginaria entre el puerto de Midia en el Mar Negro y el de Enos en el Egeo: Turquía cedía a los vencedores todos los territorios situados al oeste de dicha línea (incluyendo Adrianópolis) y renunciaba a sus reclamos relativos a las islas del Egeo y Creta, mientras que las Grandes Potencias impusieron -para disgusto de Serbia, Montenegro y Grecia- la fundación de un Estado independiente en Albania. Así concluyó  la Primera Guerra Balcánica.

Un mapa contemporáneo ilustra las pérdidas territoriales sufridas por el Imperio Otomano al finalizar la Primera Guerra Balcánica. 


UN PORTEÑO EN EL BÓSFORO 

El exitoso debut de la aviación italiana en la guerra de Libia había convencido al ejército otomano de la necesidad de contar con un contingente aeronáutico. Al estallar la Primera Guerra Balcánica Turquía disponía de cuatro máquinas de entrenamiento (de las cuales sólo un Deperdussin se hallaba en condiciones de vuelo, mientras los motores de tres REP habían quedado inutilizados al estar expuestos a la intemperie) y una decena de aparatos destinados a las operaciones bélicas, de los cuales seis eran operativos: dos Deperdussin, dos Harlan, un Bleriot y un REP. Con urgencia se procedió a encargar otros cinco aviones, pero sólo dos biplanos DFW Mars Pfeil y un monoplano Bleriot XI-2 arribarían a tiempo para participar de la fase final del conflicto. En cuanto a las tripulaciones, la escasez de pilotos locales (ocho habían realizado su entrenamiento en Francia, pero sólo dos de ellos tenían experiencia real de vuelo) forzó a las autoridades turcas a contratar aviadores extranjeros: cuatro franceses y dos alemanes (Reinhold Jahnow y Adolf Rentzel), así como ocho mecánicos.
Los comienzos de las operaciones distaron de ser auspiciosos: un Deperdedussin despachado por tren a Adrianópolis debió ser enviado de regreso ante el asedio de la fortaleza, resultando dañado en dicho proceso. Peor aún, los dos Harlan, que habían sido destinados al Ejército de Rumelia Oriental, debieron ser abandonados en Kirkkilise al enemigo cuando las fuerzas turcas se retiraron precipitadamente en la noche del 23 de octubre.
Un poco más de éxito tuvieron un Bleriot XI-2 y un REP enviados por ferrocarril a Tesalónica. Basados en Köprülü (actualmente Veles, Macedonia), pudieron realizar tres vuelos sobre Kumanova antes de seguir la retirada otomana a Tesalónica: allí tuvo lugar un último vuelo sobre Karaferye antes de que el avance del ejército griego forzara el 10 de septiembre a incendiar el Bleriot.
Dichos reveses habían dejado al reducido contingente aeronáutico turco prácticamente fuera de combate: en enero de 1913 solamente seis aviones eran aún operativos, ninguno de los cuales se hallaba en condiciones de vuelo seguras. Peor aún, los pilotos extranjeros habían retornado a Europa. Providencialmente, fue entonces cuando arribaron procedentes de Alemania sendos pares de pilotos, mecánicos y biplanos DFW Mars Pfeil. Durante su primer vuelo uno de los aviones quedó irreparablemente dañado (aparentemente el asignado al piloto Walter Kray, ya que el mismo no participaría posteriormente de ninguna misión y, tras negarse comprensiblemente a realizar vuelos nocturnos y a pilotar un decrépito Bristol, solicitaría el 3 de abril la rescisión de su contrato): sin embargo, el piloto restante -motivo de este artículo- estaba destinado, tripulando la máquina sobreviviente, a jugar un rol destacado en el conflicto.

Vista lateral de un DFW Mars Pfeil. Este biplaza de origen alemán realizó su primer vuelo en 1912 y, a pesar de su aspecto arcaico, se trataba de una máquina confiable y de buenas prestaciones. Empero, al estallar la Primera Guerra Mundial se hallaba ya desfasada, sirviendo como entrenador hasta 1915. 

Mauricio Scherff había nacido en Buenos Aires el 7 de marzo de 1890 en el seno de una familia alemana. A la edad de diez años quedó huérfano de padre, siendo adoptado junto con su hermana Martita por una tía en Alemania. Nada sabemos de su vida durante los años siguientes: lo cierto es que el 31 de diciembre de 1912 obtuvo el brevet N° 345 en el aeródromo de Johannisthal (Berlín) tripulando un monoplano Harlan. La principal controversia que rodea su figura es su nombre, alternativamente citado como “Mauricio” o “Mario”. Consideramos la primera variante más probable, debido a que con tal nombre figura en las listas de licencias de pilotos otorgadas en Alemania y de miembros de la Bund Deutscher Flugzeugführer (“Asociación de conductores de avión alemanes”); asimismo, el nombre “Mauricio” es la versión castellana de “Moritz”, nombre muy tradicional en Alemania e infinitamente más común que “Mario” o “Marius”.
Prusia mantenía desde hacía décadas vínculos militares con el Imperio Otomano a través de misiones militares: la primera de ellas había estado a cargo del joven Helmut von Moltke en 1835 y posteriormente se había destacado el barón Colmar von der Goltz, quien había ejercido una poderosa influencia en la reforma del ejército otomano. Sin embargo, no hemos encontrado pruebas que vinculen esta cooperación militar con la presencia de Scherff en el Bósforo: a ello se suma la sugerente circunstancia de que, a diferencia de la mayoría de sus colegas, Scherff era civil. En consecuencia, parece evidente que, más allá de la relación amistosa entre Alemania y Turquía, la contratación del Scherff no obedeció a una política de Estado sino simplemente a la urgente necesidad de aviadores que padecían las fuerzas otomanas.
La base de operaciones del destacamento aéreo turco era el aeródromo de San Stefano (Ayastafanos), situado al oeste de Constantinopla. Durante la primera mitad de marzo copiosas lluvias convirtieron el terreno en un lodazal, lo cual movió al comandante de la escuela aeronáutica a construir una pista de planchas de madera, siendo la primera iniciativa de este tipo a nivel mundial. Igualmente pionera fue una orden emitida por el Alto Mando Otomano el 6 de marzo a raíz de los repetidos casos en que los aviones turcos habían sido blanco del fuego de fusilería propio: en la misma se ordenaba que todas las aeronaves fueran pintadas con grandes medialunas y estrellas anaranjadas en la parte inferior de las alas, siendo el primer uso oficial de marcas de identificación nacional en la historia de la aviación.

Otra fotografía de un biplano Mars, probablemente tomada en una exhibición aeronáutica en Alemania: nótese que en este ejemplar las cabinas se hallan considerablemente más separadas que en el modelo de la ilustración anterior. Dicha característica era propia de la versión militar -como la utilizada por Scherff- a fin de proporcionar al observador (asiento delantero) un mejor campo de visión, mientras que la variante de entrenamiento posibilitaba una mejor comunicación entre instructor y alumno.

Fue recién el 22 de marzo de 1913 -en vísperas de la segunda batalla de Çatalca y la caída de Adrianópolis- que tuvo lugar el bautismo de fuego de Mauricio Scherff y su observador, el capitán (Yüzbaşı) Kemal: tras despegar de San Stefano realizaron un prolongado vuelo de reconocimiento sobrevolando Kumburgaz, Çorlu, Çerkeşköy y Akalan. La duración de tal misión, que excedió las cuatro horas, fue espectacular para la época y le valió al piloto germano-argentino una recompensa monetaria y una condecoración. En el diploma correspondiente puede leerse: En nombre de Alá [en letras doradas] Mehmed y Reschad Chan, hijo de Abdul Medjid: al alemán Mario [sic] Scherff, aviador del Ejército Imperial, que ha demostrado abnegación en la guerra, se le concede por mi orden imperial como recompensa por sus servicios la medalla Iftihar en plata y como constancia se expide este alto diploma”. 
A pesar de dicha mención, la actividad de Scherff no careció de asperezas. Un documento fechado el 26 de marzo registra su negativa a volar (y la de sus mecánicos a realizar reparaciones) al no haber recibido su paga. A pesar de ello, tres días después Scherff y Kemal completaron otro prolongado vuelo de reconocimiento, y poco después tuvieron ocasión de escribir historia: durante un breve vuelo sobre las líneas búlgaras arrojaron seis bombas de 1,5 kg, en lo que constituyó la primera misión de bombardeo de la aviación turca.
Finalmente, el 7 de abril tuvo lugar un épico vuelo que ese mismo año Scherff describiría detalladamente en un artículo publicado al año siguiente en Die Flieger (“Los aviadores”), anuario de la Bund Deutscher Flugzeugführer. El sabroso estilo de este testimonio único amerita traducirlo y reproducirlo en forma íntegra: 

POR SENDAS DE GUERRA EN LA TIERRA DE LA MEDIALUNA
Por Mauricio Scherff, Johannisthal

El artículo de Mauricio Scherff en Die Flieger iba acompañado por cinco fotografías. El título original de la primera reza: “Mauricio Scherff [identificado con una pequeña cruz como el hombre situado a la izquierda] con su oficial observador turco capitán Kemal Bey”. Curiosamente, no se hace mención alguna a la mujer que los acompaña.
 
Domingo 7 de abril de 1913 [1]. Un calor anómalo se apodera de San Stefano [2] y las olas de aire ardiente danzan titilantes sobre tierra y mar. Hombres y animales se han retirado a sus moradas y yo dormito en una otomana, después de una noche transcurrida en lucha con innumerables chinches sedientas de sangre. Son las tres de la tarde y yazgo semidormido hasta que una mosca insolente se extravía en mi nariz durante sus patrullas y pone fin a la placidez. 
Golpean a la puerta. Un kurdo viene del aeródromo con la consigna: “Tiene que venir rápido al aeródromo, señor alemán”. Le digo: “¡Primero hoy es domingo, y segundo con este calor es imposible volar!” Media hora después arriba un segundo ordenanza trayendo un caballo del cabestro, a quien nuevamente despacho del mismo modo. Ahora oigo afuera zumbar un automóvil y miro con interés por la ventana. El automóvil del aeródromo -que casualmente funciona- frena directamente frente a mi Buen Retiro [3]. Mi acompañante habitual, el capitán de Estado Mayor Kemal Bey [4], y otros oficiales vienen a buscarme. Los invito a una copa de charrab pero ellos declinan con agradecimiento, una señal de que la situación es muy grave. Kemal dice: “Querido pequeño Scherff, el Estado Mayor de Hadimköy ha llamado por teléfono todo el día, debemos volar”. Le respondo: “Kemal, déjenme en paz, ¿acaso es Ud. tonto? Volar con este calor y con la hélice deformada, ¿no tuvo suficiente la última vez?” Kemal: “¡Sí, pero volar es muy necesario e importante!” Así que finalmente los acompaño al aeródromo. Allí nos recibe el capitán Salim Bey, quien comanda la estación aérea de San Stefano. Al principio intenta con una ruda orden obligarnos a subir al avión, a pesar que le digo y le demuestro que la hélice se ha deformado malamente debido a las influencias atmosféricas y que ya no es utilizable. Desde hace semanas aguardamos una nueva hélice debido a que tontamente la misma no fue enviada por tren sino por barco desde Hamburgo. Salim Bey amenaza y ruega, pero yo sigo firme en que con dicha hélice no podemos alcanzar la altitud necesaria para una misión bélica, comprometiéndome a intentar volar una de las próximas mañanas cuando el aire esté fresco. La exaltada discusión se agrava hasta que le digo al capitán Selim que, si intenta obligarme con violencia no logrará absolutamente nada, señalándole elocuentemente los aviones Bristol, Deperdussin y REP, así como sus pilotos. Entonces Salim Bey cambia de tono e intenta por medios amigables convencernos al capitán Kemal y a mí aguijoneando nuestro sentido del honor. De este modo tuvo mayor suerte y finalmente accedí, haciéndole notar lo imprudente de sus deseos. Muy satisfecho, Salim Bey ordenó preparar la máquina, cargándose gasolina, aceite y agua: sin embargo, recién a las cinco de la tarde estuvo el biplano Mars listo para despegar debido a que los mecánicos se habían llevado consigo la llave del magneto y hubo que ir primero a buscarlos.

“La guardia turca del Mars”. Mientras que la mayoría de los soldados otomanos luce casaca y el típico fez, Scherff se destaca por su chaqueta de cuero y una gorra: en la mano derecha sostiene su casco de vuelo.

Kemal Bey y yo trepamos malhumorados a la máquina y pocos minutos después puse rumbo al mar de Mármara, apresurándome a tomar altura a fin de superar las montañas vecinas. Ya el despegue fue un riesgo y sólo a duras penas logramos sobrepasar las líneas telefónicas y el célebre monumento de la guerra de 1878.
A pesar de grandes esfuerzos no fue posible ascender a más de un centenar de metros, por lo que planeamos a lo largo de la costa hasta las cercanías de la sierra de Çatalca, siempre con la esperanza de que las condiciones de vuelo mejoraran al anochecer, cuando el aire frío viniera en nuestra ayuda. Kemal Bey me indicaba permanentemente las posiciones enemigas al no tomar conciencia de lo riesgoso de nuestra situación a raíz de nuestra baja altitud. Sin embargo, apenas nos aproximamos a las posiciones enemigas las baterías búlgaras abrieron el fuego sobre nuestro avión. Yo no lo había notado hasta que Kemal Bey se incorporó excitado y gritó: “¡Más alta, más alta, búlgaro se hace bum bum!”, demostrándome esto al apoyar su fusta en los hombros. Yo ya había previsto tal reacción y, lleno de ira, obsequié algunos piropos a mi querido Kemal Bey y le grité: “¡O pegamos la vuelta o seguimos, todo me da igual!”
Tras algún tira y afloja Kemal Bey se decidió finalmente a proseguir nuestro vuelo, y así derivamos hacia las posiciones enemigas con la cola de nuestro avión colgando, blanco del fuego de amigos y enemigos. Yo podía sospechar las explosiones de los proyectiles a raíz de las sacudidas del aire, que frecuentemente arrojaban 20 o 30 metros hacia arriba al avión, el cual a continuación se desplomaba súbitamente, la hélice deformada girando furiosa a casi 1.560 revoluciones. Toda mi atención se concentraba en ganar altura. Mientras tanto sobrevolamos la aldea de Kabakça, que se hallaba ocupada por los búlgaros, y aquí Kemal Bey interrumpió la toma de fotografías del terreno para soltar sobre un campamento sus bombas, las cuales ví impactar y explotar levantando nubes de polvo de la altura de una casa. Ya habíamos recorrido unos 120 kilómetros, pero para mi desesperación el altímetro todavía indicaba una altura de sólo 420 metros. Kemal Bey, soldado valiente pero mal técnico aeronáutico (desconocía absolutamente la capacidad de un avión y era de la opinión que un vehículo aéreo podía volar indefinidamente), no estaba satisfecho con las observaciones realizadas y quería ahora averiguar si los búlgaros habían traído artillería pesada de Adrianópolis, la cual había caído poco antes; así, con un enérgico gesto señaló hacia el norte y el oeste, a lo largo de la línea de ferrocarril por la que en tiempos de paz rugía el Orient Express.

“Caballería turca contempla con asombro el Mars”. Esta notable fotografía constituye todo un símbolo de la fugaz coexistencia de dos eras antagónicas: una en vías de desaparición, la otra aún en sus albores. Obsérvese que la generosa envergadura del biplano (¡17 metros!) hacía necesario plegar el extremo de las alas a fin de posibilitar su ingreso en el hangar.

Así volamos primero a Belgrat y de ahí a Istranca bajo fuego de artillería y fusilería, el último de los cuales producía orificios circulares en las alas. Nuestro vuelo de reconocimiento tuvo el sorprendente resultado de descubrir Kemal Bey 80 vagones de artillería pesada y material bélico que habían partido de Adrianópolis destinados a las tropas búlgaras. Ya en Istranca, la cual se halla rodeada de grandes bosques, el descenso de la temperatura del aire al anochecer benefició las condiciones de vuelo de nuestro biplano Mars, el cual empezó a trepar en forma constante. Pusimos rumbo al mar de Mármara a fin de regresar a nuestra estación de vuelo. El crepúsculo caía lentamente. Pero todavía Kemal Bey no estaba satisfecho y me dirigía hacia aldeas aisladas a fin de escudriñarlas con su largavista especial Zeiss. Así se fue haciendo cada vez más oscuro y ahora debíamos intentar regresar a casa por todos los medios, dado que yo no tenía ganas de descender debido a la falta de combustible y terminar quizá como prisionero de guerra búlgaro. Mantuvimos así curso sur en dirección a Silivri en el mar de Mármara, ya que de ahí, siguiendo la costa, no podíamos errar el camino de vuelta.
Si hasta entonces habíamos tenido relativamente suerte con nuestro temerario vuelo, ahora el tiempo comenzó a devenir en un peligro mayor que el enemigo. La temperatura de aproximadamente 25° descendió rápidamente, un penetrante viento comenzó a soplar desde el Mar de Mármara en dirección al Mar Negro y a ambos nos asaltó el inquietante presentimiento de que pronto seríamos sorprendidos por una desagradable tempestad. El viento fue haciéndose cada vez más fuerte y empezó a aullar su inquietante canción en los cables de nuestra máquina. Nos hallábamos a unos 2.800 metros de altura y la tormenta intentaba empujarnos aún más arriba. Recurriendo a toda mi fuerza logro mantener la máquina en la misma altura, y en continua lucha con borrasca y tormenta, en medio de rayos y truenos, intento con penoso esfuerzo hacer descender el aparato.

“Scherff conferencia con Kemal Bey sobre un planeado vuelo de reconocimiento”. En este período inicial de la aviación los observadores -responsables de la fidedigna identificación y descripción de fuerzas enemigas- gozaban de un status más elevado que los pilotos, los cuales eran considerados poco más que meros conductores.

Quería aterrizar a cualquier precio. Constantemente el viento nos sacudía de aquí para allá, para arriba y para abajo, y de pronto me grita Kemal Bey: “Glissé, glissé, abajo, nos deslizamos”. Instintivamente empujo con violencia el timón lateral en la dirección opuesta, desacelero el motor y la máquina se endereza -a pesar de que para mi espanto la sustentación se había desordenado- en la posición normal. Nuevamente acelero y el bamboleo continúa. Mis brazos y especialmente mis piernas amenazaban con fallarme: a raíz del convulsivo pilotear contra el viento lateral se hallaban totalmente paralizadas y adormecidas. Para entonces había oscurecido totalmente y volábamos a través de una negra nube de lluvia, y así como yo no podía divisar mis instrumentos y el aparato, así tampoco Kemal Bey -que debía soportar inactivo la violencia de la tormenta- podía determinar dónde nos hallábamos. Nuevamente desacelero el motor y le grito a Kemal Bey: “¿Dónde estamos?”. Pero él me contesta solamente encogiendo desesperadamente los hombros: Kemal sabía incluso menos que yo dónde nos hallábamos, ya que en el apuro del despegue había traído consigo solamente anteojos verdes para observación diurna y sin anteojos el fuerte viento producido por la hélice le volvía los párpados de modo que no podía ver absolutamente nada.
El biplano Mars tiene la peculiaridad de que sólo puede hacérselo descender lentamente cuando vuela contra el viento con el motor al máximo, pero en la tempestad yo no me atrevía a apagar el motor. Reflexioné una y otra vez qué debía hacer: tomando mi encendedor, constaté al fugaz resplandor de la mecha que seguíamos a 2.800 metros de altitud. El esfuerzo anímico y corporal me había abotagado completamente y en dicho estado desaceleré el motor al azar a fin de acercarnos al suelo. El planeo se nos hizo interminable -una eternidad- y finalmente después de unos 20 minutos constatamos que habíamos descendido a unos 500 metros.

“Campamento turco”. El equipamiento y entrenamiento de  los soldados turcos distaba de ser ideal, lo cual se reflejó en su pobre rendimiento durante las guerras balcánicas. Sin embargo, las lecciones respectivas serían asimiladas: supervisadas por mandos alemanes, las tropas otomanas mejorarían notablemente su desempeño durante la Primera Guerra Mundial, infligiendo a los británicos duros reveses en la campaña de Gallipoli, el sitio de Kut-el-Amara y las dos primeras batallas de Gaza.

Ahora escudriñamos esforzadamente la negra profundidad abajo nuestro, pero no vemos ninguna luz y Kemal señala con el brazo derecho contra el viento dónde cree que se halla el Mar de Mármara. Continuamos avanzando en la oscuridad y finalmente, finalmente vemos abajo pequeños puntos luminosos que aparecen y desaparecen: deben ser luces de barcos. El horror de la oscuridad y de la tormenta me ha bañado en transpiración y estamos medio muertos de miedo. Pero los pequeños puntos luminosos nos brindan nuevamente la esperanza de volver a ser hombres. Seguimos avanzando a tientas. Presentimos la meta. Después de 20 minutos Kemal grita gozoso: ha divisado la luz intermitente del faro de la bahía de Büyük Çekmece. Nuevamente desacelero el motor y Kemal me grita que ha encontrado de vuelta el rastro, señalando con su brazo la dirección. Una indescriptible sensación de felicidad me invade. Teníamos posibilidad de regresar felizmente a casa con la gasolina disponible y el buen motor, cuya silueta imprecisa mis ojos acariciaban en la oscuridad. Fiel y obediente, el Mercedes despide sus llamaradas y las explosiones tamborilean regularmente. Todavía nos faltan 30 kilómetros hasta nuestra pista de aterrizaje en San Stefano y mantenemos nuestro curso en línea recta. Seguimos volando y después de unos 20 minutos divisamos el faro de San Stefano. Pronto lo habremos alcanzado. Vuelo alrededor del faro y el balneario de San Stefano y encaro a la costa y al puerto, ya que debo informarme dónde se encuentran la pista y los hangares. Debíamos descender exactamente sobre el aeródromo, evitando el monumento, un profundo valle, casas y líneas telefónicas. Finalmente, tras largo escudriñar y tantear, estoy seguro de lo que tengo que hacer. De pronto arden dos balizas, encendidas por nuestros mecánicos al oir el ronroneo de nuestro escarabajo. Nuevamente vuelo alrededor de ambos fuegos, calculando según qué propósito fueron encendidos: para señalarme exactamente la pista de aterrizaje o advertirme la presencia de obstáculos…

Mapa del teatro de operaciones donte tuvo lugar el vuelo del DFW Mars en abril de 1913.

Ahora veo las luces de la aldea, situada junto al aeródromo en un valle. Pongo rumbo al pueblo, me fijo exactamente la dirección, hago virar a la máquina y me aproximo cuidadosamente con todos los sentidos alerta al aeródromo a 200 metros de altura. Ahora debo estar muy cerca de la tierra. Decidido, apago el motor, le grito a Kemal Bey: “¡Agarrarse fuerte!” y en el instante siguiente las ruedas tocan el suelo. Atropellamos algunos montones de pedazos de vidrio, volteamos barriles y bidones de hojalata, tiro del timón de profundidad con violencia, los mecánicos se cuelgan del ala inferior y a pocos centímetros de nuestro hangar la máquina se detiene. Nos bajamos del aparato y Kemal Bey me da un apretón de manos, me besa y dice: “Kismet, kismet” (como Dios quiere). Se apodera de mí el humor negro y respondo: “Vuestro Alá es grande”. A la mañana siguiente somos convocados al cuartel general turco. Somos felicitados y se nos considera hombres imprudentes.
A la tarde me encuentro en Constantinopla con un oficial de artillería al servicio del ejército turco. Me cuenta que él había disparado sobre mí al haber recibido demasiado tarde la señal “no disparar sobre el avión que pasa”. Nos estrechamos alegremente las manos. 

Espléndido retrato de Kemal Bey y Mauricio Scherff en San Stefano. Nótese la abrigada vestimenta de los aviadores -imprescindible en vuelos con carlinga abierta como los realizados- así como los anteojos prismáticos del oficial turco, equipo estándar de los observadores aéreos.


EL FINAL 

Como ya hemos visto, una semana más tarde tuvo lugar en Çatalca un nuevo y definitivo alto de fuego. Pero si bien poco después el Tratado de Londres pondría fin a la guerra, provocaría al mismo tiempo un fuerte descontento en Bulgaria, que a pesar de cargar con el grueso de las bajas sufridas por la Liga Balcánica había sido excluída de la división de Macedonia entre Grecia y Serbia. Dicha tensión escaló hasta que el 29 de junio de 1913 Bulgaria atacó a sus aliados de otrora, desatando así la Segunda Guerra Balcánica. Tal decisión se reveló desastrosa: en pocas semanas los ejércitos griego y serbio infligieron a las tropas búlgaras una serie de derrotas, a lo cual se sumó la invasión de Rumania (10 de julio) para zanjar a su favor la disputa territorial de Dobrudzha. Por si ello fuera poco, el Imperio Otomano no desaprovechó la ocasión y el 20 de julio sus tropas cruzaron la línea Enos-Midia para reclamar la devolución de Adrianópolis: aquella fortaleza, cuya conquista tanta sangre y esfuerzos costara a Bulgaria, cayó apenas dos días más tarde en manos turcas. El 10 de agosto el tratado de Bucarest puso fin a la contienda, debiendo renunciar Bulgaria a los territorios ocupados por Rumania y Turquía y a la mayor parte de sus anteriores conquistas en Macedonia, pudiendo retener un único puerto en el Egeo.
Mauricio Scherff y sus dos mecánicos (Schitak y Böhme) no llegarían a participar de la Segunda Guerra Balcánica: el 14 de junio de 1913 las autoridades turcas dieron por terminado su contrato, emprendiendo poco tiempo después el trío el regreso a Alemania. Por el contrario, el biplano Mars seguiría prestando valiosos servicios a las fuerzas otomanas, realizando varios vuelos de reconocimiento hasta resultar destruído en un accidente el 10 de agosto en Meriç (felizmente tanto el piloto como el observador, que no era otro que el Yüzbaşı Kemal, sobrevivieron prácticamente ilesos).
Ya de regreso en Alemania, Scherff continuó con su actividad, participando de exhibiciones aéreas en Stettin y competiciones en marco de la Colecta Aeronáutica Nacional. El 19 de junio de 1914 realizó un celebrado vuelo de Johannisthal a Breslau piloteando un monoplano Krieger. Sin embargo, pocos días después una tragedia relegaría a un segundo plano tales pacíficas actividades: el 28 de junio el archiduque Francisco Fernado de Austria era asesinado junto a su mujer en Sarajevo, lo que precipitó una crisis internacional que derivaría poco después en la Primera Guerra Mundial.
En su condición de aviador civil, Scherff se hallaba en una relación de derecho privado con el Imperio Alemán, asumiendo la inspección de las tropas aéreas y el cargo de instructor en el Departamento de Reemplazos de Adlershof. Posteriormente, la firma Fokker solicitó su presencia en la fábrica de Schwerin, donde se desempeñó como instructor y piloto de traslado. Por una amarga ironía del Destino, sería allí y no en el campo de batalla donde sufriría a fines de 1914 una desgracia: mientras tripulaba un sesquiplano Fokker M.7 sobre el lago de Ostorf un ala se quebró y el aparato se desplomó desde considerable altura. Si bien Scherff y su acompañante, el mecánico Fritz Höngen, sobrevivieron al accidente, sufrieron graves heridas que hicieron necesarias varias operaciones y una larga convalescencia (Höngen fallecería años después debido a los efectos tardíos de sus lesiones).

Prototipo del Fokker M.7, modelo con el cual Mauricio Scherff sufrió su grave accidente. A pesar de ello, dicho biplaza de reconocimiento sería adquirido tanto por la marina alemana -en lo que constituyó el primer éxito comercial de Fokker en tiempos de guerra- como por el Imperio Austro-húngaro, donde recibió la designación Fokker B.1.

A pesar de padecer de heridas supurantes, Scherff continuó su actividad como instructor y piloto de pruebas, primero en la fábrica Albatros de Johannisthal y posteriormente en DFW (Fábrica Alemana de Aviones) en Leipzig-Lindenthal. El final del conflicto y las draconianas imposiciones del Tratado de Versalles pusieron punto final a la carrera de este pionero de la aviación: “a pesar de vehementes esfuerzos” no encontraría en la Alemania de posguerra ninguna oportunidad de tripular un avión. Años después se establecería en Leipzig, dedicado a los negocios y retirado definitivamente de la aeronáutica: allí fallecería el 13 de julio de 1958 quien protagonizara la primera misión de combate de un aviador argentino. 

Mario Díaz Gavier


NOTAS 
1) El 7 de abril de 1913 cayó lunes, por lo que es probable que el vuelo narrado haya tenido lugar en realidad el 6 de abril.
2) Ayastafanos, actualmente Yeşilköy, suburbio occidental de Estambul. Sede de la primera base de la fuerza aérea turca (1912), hoy alberga al Aeropuerto Internacional Atatürk
3) En castellano en el original
4) Contrariamente a lo afirmado en una obra posterior, dicho capitán Kemal no era la misma persona que posteriormente se haría célebre bajo el nombre de Kemal Atatürk, quien en ese entonces se hallaba destinado en los Dardanelos con el rango de Binbaşı (mayor). 

AGRADECIMIENTOS 
El autor desea expresar su agradecimiento a Özlem Rauh, que gentilmente tradujo documentos turcos de la época, y a su colega Claudio Meunier, quien inspiró este trabajo sobre la figura de Mauricio Scherff y a quien impostergables compromisos le impidieron participar de este artículo.


© 2012, Mario Díaz Gavier