martes, 15 de enero de 2013

LOS RIFLEROS DE LA SEGUNDA INVASIÓN INGLESA


La imprecisión de los mosquetes de la era napoleónica tenía por consecuencia un irrisorio porcentaje entre disparos e impactos de apenas 0,3 %: no en vano un teórico militar prusiano afirmaría que para poner fuera de combate a un hombre era necesario dispararle su propio peso en plomo o diez veces su peso en hierro (proyectiles de mosquete y de cañón respectivamente). A ello se sumaba la baja cadencia de fuego de las armas de infantería, por lo que no resulta sorprendente constatar la importancia que tenía entonces la bayoneta, ejemplificada por la famosa frase del mariscal Suvorov: “la bala es loca, la bayoneta confiable”.
El ejército inglés no era ajeno a dicha limitación del mosquete, a pesar de la autoproclamada superioridad de sus tiradores. El historiador Paddy Griffith ha escrito con ironía sobre dicha creencia: “Hay algo altamente convincente para la mentalidad inglesa en la descripción de Oman [prominente historiador militar de comienzos del siglo xx] de la delgada línea vestida de rojo sosteniendo su terreno contra toda expectativa, disparando encarnizadamente hasta exterminar a las hordas extranjeras. Por sobre todo parece encajar perfectamente en la tradición nacional iniciada en Agincourt y continuada posteriormente en Mons. Al inglés le gusta pensar en sus soldados como tiradores expertos que pueden extraer mucho más de sus armas personales que sus excitables oponentes foráneos. Si el arma en cuestión es un arco largo, un mosquete Brown Bess o un fusil Lee-Enfield, ello parece hacer poca diferencia”.
La principal causa de la imprecisión del mosquete era el hecho de poseer ánima lisa (se denomina “ánima” a las paredes interiores del cañón de un arma de fuego), existiendo además un espacio excesivamente amplio entre la misma y la bala: ello provocaba un movimiento transversal del proyectil en el momento del disparo y la pérdida de parte de los gases producidos por la pólvora. La solución consistía en recurrir a armas rayadas, es decir, cuya ánima poseía un estriado helicoidal que imprimía al proyectil un movimiento rotatorio: para ello era necesario que el proyectil calzara ajustadamente, con lo cual además se aprovechaba plenamente el efecto de la carga propulsora. Dichas armas eran conocidas desde hacía ya más más de dos siglos pero su costo y complejidad hacían que fueran primordialmente utilizadas para la caza, siendo por ejemplo populares en Alemania y Austria. Fue recién a principios del siglo XVIII, al surgir las tácticas de infantería ligera, que se valorizó el tiro de precisión y por consiguiente las armas rayadas: previblemente, la necesidad de tiradores diestros llevó a las nuevas tropas a enrolar cazadores, ingresando así dicha denominación en la terminología militar.
En 1800 el ejército británico, tras experimentar en carne propia la eficacia de las armas rayadas durante la Revolución Norteamericana y de la infantería ligera francesa en los Países Bajos y constatar el destacado desempeño de los Jäger austríacos en la reciente campaña de Italia, fundó un Cuerpo Experimental de Rifleros. El equipamiento de dicha unidad diferían notablemente del de las tropas convencionales: sus efectivos estaban armados con el rifle Baker (considerablemente más preciso que el mosquete Brown Bess gracias a su ánima provista de siete estrías, la cual sin embargo complicaba sensiblemente la recarga), vestían uniformes verde oscuro para mimetizarse con la vegetación y prescindían de banderas y tambores en pos de la movilidad (al igual que en la caballería, las órdenes eran transmitidas por clarines). Asimismo, su adiestramiento hacía hincapié en el tiro al blanco (algo inusual en el resto de la infantería, donde se priorizaba el fuego en salvas y la puntería era un factor secundario), en operar en orden abierto aprovechando la cobertura proporcionada por el terreno y en el incentivo de la iniciativa personal. El éxito de la innovación representada por una unidad íntegramente constituída por cazadores  tendría por resultado la transformación de numerosos regimientos convencionales en infantería ligera, aunque ninguno alcanzaría el renombre del Regimiento 95, como había sido rebautizado el Cuerpo Experimental de Rifleros a fines de 1802.

Mario Díaz Gavier

(Reproducido de Cada casa era una fortaleza. Buenos Aires 1806-1807: la peor derrota británica durante las guerras napoleónicas por gentileza de Ediciones del Boulevard, Córdoba). 

martes, 1 de enero de 2013

1625: ANNUS MIRABILIS


La captura de Breda no sería el único éxito obtenido por las armas españolas en 1625. El año anterior una flota holandesa había conquistado Bahía, capital de la colonia portuguesa de Brasil: sin embargo, la reacción hispana no se hizo esperar. Bajo el mando de don Fadrique de Toledo, una imponente armada compuesta por 52 barcos y 12.566 hombres -la mayor que hubiera jamás cruzado el Atlántico- hizo su aparición en Bahía el domingo de Pascua de 1625, procediendo a desembarcar cuatro mil soldados que inmediatamente iniciaron el asedio de la plaza. El 30 de abril la guarnición, tras haber realizado infructuosamente algunas salidas e incluso un ataque con brulotes, se rindió para evitar las ominosas consecuencias del inminente asalto. Seis naves holandesas habían sido hundidas y otras doce capturadas, sumándose a un botín que incluía 18 banderas y 260 cañones.
Un mes después arribó tardíamente una flota neerlandesa de refuerzo que, decepcionada ante la noticia, se dividió en dos escuadrones, poniendo uno de ellos proa al Caribe y presentándose ante San Juan de Puerto Rico el 24 de septiembre de ese mismo año. Los holandeses saquearon la ciudad y la catedral, pero el fuerte de San Felipe del Morro fue heroicamente defendido durante cuatro semanas por el gobernador don Juan de Haro (con trece años de Flandes a cuestas) y sus trescientos hombres hasta que finalmente los invasores se dieron por vencidos y se retiraron tras haber perdido un barco y dos lanchas cañoneras y sufrido alrededor de cuatrocientas bajas. Tras merodear durante varios meses más por el Caribe, la diezmada expedición puso en julio de 1626 rumbo a Holanda tras la muerte de su comandante.
La otra parte de la flota se había dirigido a África y, tras reunirse con otro escuadrón, apareció a fines de octubre de 1625 frente al fuerte de São Jorge da Mina, defendido apenas por 57 soldados. Sin amilanarse, el gobernador don Fernando de Sotomayor procedió a repartir entre los reyezuelos locales el oro almacenado a cambio de novecientos guerreros que no tardó en armar y proveer de cabos ibéricos. A poco de desembarcar, la expedición neerlandesa sufrió una fulminante emboscada: 442 de los invasores fueron masacrados y los sobrevivientes emprendieron el ignominioso regreso tras un violento e ineficaz bombardeo del fuerte.
Concluyendo con la lista de reveses experimentados en ultramar, la Compañía de las Indias Occidentales sufrió otra amarga derrota en la cuenca del Amazonas, donde el enérgico Bento Maciel Parente (que en los años anteriores conquistara numerosos fuertes holandeses) logró expulsar a los intrusos de Corupá.


Defensa de Cádiz contra los ingleses de Francisco de Zurbarán (1598-1664). En primer plano puede verse sentado a don Fernando Girón, marqués de Sofraga: su avanzada edad y la dolorosa gota que padecía no le impidieron dirigir con extraordinaria energía la defensa de la ciudad desde una silla de manos. Atrás puede verse el combate entre las galeras españolas y los galeones anglo-holandeses: a pesar de hallarse ya desfasada, la galera demostró que aún era un rival digno de respeto y continuaría en servicio hasta una fecha tan tardía como 1790, cuando la flota sueca aniquiló a la armada rusa en la batalla de Svensksund.

La situación no era mejor para las Provincias Unidas en las aguas europeas. El 23 de octubre de 1625 una terrorífica tempestad asoló durante más de 24 horas el Mar del Norte e hizo naufragar a la mayor parte de la flota anglo-holandesa que bloqueaba Dunkerque. La oportunidad era demasiado buena como para desperdiciarla: el día 25 dos escuadrones abandonaron el fondeadero. El primero de ellos, integrado por cinco naves reales y siete corsarias, sorprendió en la cercanías de las Shetland al grueso de la flota arenquera holandesa, compuesta por unos doscientos pesqueros escoltados por seis buques de guerra. Tras un breve combate en cuyo transcurso los flamencos hundieron a uno de los escoltas y abordaron a otro, los restantes emprendieron la huída dejando a las embarcaciones pesqueras libradas a su suerte: las de mayor porte fueron capturadas y de las restantes alrededor de cuarenta fueron expeditivamente echadas a pique. Por su parte, el segundo escuadrón de Dunkerque se dedicó a capturar a los pesqueros dispersos y a varios barcos mercantes que intentaban desesperadamente alcanzar los puertos holandeses. Así, en el espacio de dos semanas las Provincias Unidas perdieron cerca de 150 naves, incluyendo 84 pesqueros y una veintena de buques de guerra. Además, fueron hechos unos 1.400 prisioneros, entre ellos varios oficiales que devinieron en rehenes: el temor a represalias llevó a los holandeses a cesar abruptamente con la criminal práctica del “lavapiés”.
Pero los infortunios de los enemigos de España aún no habían concluído. A mediados de octubre había zarpado de Plymouth una poderosa flota compuesta por más de un centenar de naves (88 británicas y 24 holandesas) que incluía 5.000 marinos y 12.000 soldados: su objetivo era devastar el puerto de Cádiz -defendido únicamente por siete galeras y una docena de galeones y naos- y apoderarse de la flota de Indias. Ninguno de estos objetivos fue logrado: si bien los invasores lograron desembarcar y capturar el fuerte de Puntal, tras cinco días de encarnizados combates fueron obligados a reembarcarse por la bizarra resistencia de la guarnición local asistida por el pueblo gaditano (a lo cual se añadió la indisciplina de la soldadesca británica, buena parte de la cual se emborrachó tras saquear algunas bodegas). Poco después la maltrecha flota aliada era avistada por las fragatas de reconocimiento de la flota de Nueva España, la cual pudo eludir al enemigo gracias a tal oportuna alerta. Durante el viaje de regreso las tripulaciones de la escuadra anglo-holandesa fueron diezmadas por las epidemias; asimismo, dos buques ingleses se hundieron a causa de los temporales. Cuando todo concluyó, el desastre había adquirido proporciones dantescas: en Dunkerque se recibió con deleite la noticia del regreso a Inglaterra de medio centenar de barcos “bien destrozados” (con lo cual las pérdidas británicas cuadriplicaron las de sus aliados) así como el hecho que “habiéndose tomado muestra a la gente de guerra, se hallaron tan solamente cinco mil hombres de doce mil que se embarcaron”.
Como si esto fuera poco, ese mismo año una flota hispana bajo el mando del marqués de Santa Cruz (hijo del vencedor de Lepanto y las Azores) forzó a las fuerzas francesas y saboyanas a levantar el cerco tendido en torno a Génova, tradicional aliado de España. Poco puede sorprender entonces que 1625 fuera aclamado en España como annus mirabilis, un año admirable.

Mario Díaz Gavier

(Reproducido de Breda 1625.  El duelo final entre Spínola y Nassau por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).