lunes, 12 de mayo de 2008

MONTGISARD: LA BATALLA OLVIDADA

En noviembre de 1177 parecía haber sonado la hora del reino cristiano de Jerusalén. Tras cruzar la frontera egipcia, Saladino marchaba incontenible al frente de un numeroso ejército rumbo a la ciudad santa: en su camino sólo se interponía un puñado de caballeros conducidos por un adolescente estigmatizado por una enfermedad terrible…

El archidiácono Guillermo de Tyro contemplaba con aire condescendiente cómo sus alumnos, con la inconsciencia propia de la infancia, se dedicaban a probar su resistencia clavándose mutuamente las uñas en el brazo. Entre ellos se contaba un apuesto niño de nueve años: se trataba de Balduino, único hijo varón del rey Amalrico de Jerusalén.
Con extrañeza, Guillermo notó que el joven príncipe era el único que soportaba la prueba sin siquiera pestañar. Una terrible sospecha se apoderó del prelado, que procedió a examinar cuidadosamente al niño. Poco después, sus temores se convertían en trágica certeza: en Balduino comenzaban a manifestarse los primeros síntomas de la lepra.

OUTREMER
La conquista de Tierra Santa durante la Primera Cruzada tuvo por consecuencia la creación de cuatro Estados cristianos, conocidos genéricamente como Outremer (“ultramar”): el reino de Jerusalén, el principado de Antioquía y los condados de Edesa y Trípolis. La autoridad de Jerusalén sobre los restantes Estados era más nominal que real, y de hecho se trataba de unidades políticas independientes.
El primer regente de Jerusalén fue Godofredo de Bouillon, quien adoptó el título de Defensor del Santo Sepulcro tras declinar el de rey, alegando que él no podía portar una corona de oro allí donde Nuestro Señor había llevado una de espinas. Godofredo murió al año siguiente y fue sucedido por su hermano Balduino, quien pronto demostró no compartir los escrúpulos del primero: en la Navidad de 1100 era solemnemente coronado como Balduino I, rey de Jerusalén. Político hábil y realista, Balduino era perfectamente consciente de las enormes dificultades que enfrentaban los Estados cristianos en Tierra Santa. Muchos de los cruzados habían regresado a Europa tras la conquista de Jerusalén y la escasez de guerreros sería el principal problema de Outremer: a ello se añadía la pobreza y el caracter insalubre de Palestina, azotada por enfermedades tales como la malaria, el cólera y la lepra. A pesar de ello, el rey de Jerusalén logró dominar la mayor parte de la región costera (asegurando así su línea de comunicación marítima con Europa) y rechazar varios ataques de los fatimitas egipcios.
A su fallecimiento en 1118 la corona fue heredada por su primo Balduino de Bourg, uno de los últimos veteranos de la Primera Cruzada. Balduino II sería tomado prisionero por los turcos selyúcidas y durante su cautiverio debió enfrentar intrigas tendientes a reemplazarlo: ello lo indujo a asegurar su sucesión desposando a su hija Melisenda con Fulque V de Anjou. Éste último se desempeñaría bien durante sus doce años de reinado (Balduino II murió en 1131), aunque algunos lo acusaron de favorecer a sus propios partidarios.
La inesperada muerte de Fulque a raíz de un accidente ecuestre tuvo funestas consecuencias para Outremer. Su primogénito, coronado como Balduino III, tenía apenas trece años de edad, por lo que su madre asumió la regencia. El hecho de que el reino de Jerusalén fuera gobernado por una mujer y un niño debilitó aún más su endeble autoridad sobre los restantes Estados: consecuencia de ello fue el estallido de una disputa entre el principado de Antioquía y el condado de Edesa. Zenki, el emir de Alepo, no tardó en sacar provecho de esta situación y en noviembre de 1144 se presentó ante las murallas de Edesa. Tras cuatro semanas de asedio, el 26 de diciembre tuvo lugar el asalto general: en cuestión de horas la ciudad cayó en manos de Zenki, que ordenó masacrar a todos los francos y vender como esclavas a sus mujeres. El condado de Edesa había dejado de existir.
La noticia despertó entusiasmo en el mundo musulmán y alarma en el cristiano: consecuencia de ello fue la organización de una nueva cruzada, siendo su principal impulsor San Bernardo de Clairvaux. Zenki sería asesinado dos años después por uno de sus eunucos, pero el alivio que la noticia provocó entre sus adversarios fue de corta duración: su sucesor sería su hijo menor Nur al Din, destinado a convertirse en uno de las figuras principales del Islam. Respetado por amigos y enemigos (Guillermo de Tyro se referiría a él como “princeps justus, vafer et providus, et secundum gentis suae traditiones religiosus”), durante las tres décadas siguientes Nur al Din sería el rival más importante de la Cristiandad.
A fines de 1147 la Segunda Cruzada, integrada principalmente por franceses y alemanes, arribó a Tierra Santa. En lugar de marchar contra Alepo, Luis VII y Conrado III decidieron insensatamente atacar Damasco, uno de los escasos aliados musulmanes de los Estados cristianos. El 24 de julio de 1148 los cruzados alcanzaron los muros de la ciudad, pero a pesar del éxito inicial su avance se estancó y la escasez de agua y la inminente llegada de refuerzos enemigos motivaron el levantamiento del sitio. La Segunda Cruzada concluyó así en un fiasco, teniendo como único efecto empujar a Damasco a los brazos de Nur al Din.
En 1152 Balduino III debió recurrir a la fuerza para acceder al trono, que su madre se negaba a abandonar. Si bien durante su reinado tuvo lugar la entrada triunfal de Nur al Din en Damasco (1154), también se produjeron hechos que revitalizaron al reino de Jerusalén: tal fue el caso el asedio y toma de Ascalón en 1153, la última conquista importante del reino, y el casamiento de Balduino III con Teodora de Bizancio (sobrina del emperador Manuel) en 1158.
Balduino III murió en febrero de 1162 a la edad de treinta y tres años (la sospecha de que había sido envenenado por un médico sirio nunca se disiparía del todo) y fue sucedido por su hermano Amalrico, conde de Jaffa y Ascalón. Éste se había casado cuatro años antes con su prima tercera Agnes de Courtenay: tal unión era considerada incestuosa por el patriarca de Jerusalén y rechazada por los barones, motivo por el cual Amalrico accedió a anular el matrimonio a condición de que sus hijos Balduino y Sibila conservaran sus derechos sucesorios. En 1167 el rey desposó a María Comnena, sobrina nieta del emperador de Bizancio, reforzando así sus vínculos con Constantinopla.
Durante su reinado Amalrico intervino repetidamente en Egipto, aunque con escaso éxito. En 1173 consumó una alianza con los asesinos, que peligró con el homicidio del emisario de esa secta por parte de un caballero templario: Amalrico no tardó en castigar este acto insensato arrojando al culpable a las mazmorras de Tyro.
El 11 de julio de 1174 Amalrico moría en Jerusalén. Cuatro días después su hijo Balduino era coronado rey, a pesar de su enfermedad y de sus trece años de edad: Raimundo de Tripolis fue nombrado regente hasta que el joven monarca cumpliera la mayoría de edad.
Según su tutor Guillermo de Tyro, Balduino era un joven de inteligencia despierta y en condiciones normales hubiera sido un monarca ideal: pero cuando en 1177 asumió finalmente el poder, la lepra había avanzado en forma tal que era evidente que le quedaban pocos años de vida, no existiendo sucesor alguno. Su hermana había contraído matrimonio en octubre de 1176 con Guillermo de Montferrat, pero cuando Sibila dio a luz a un hijo, su marido había muerto meses antes de malaria. Así, nuevamente el reino de Jerusalén carecía de un gobernante que pudiera dominar con mano férrea a los señores locales y a las órdenes militares, y ello en un momento en que de las filas del Islam surgía un enemigo temible.

SALADINO
En El Cairo era un secreto a voces que no era el califa sino su visir o primer ministro quien ostentaba el poder en el decadente califato fatimita: previsiblemente, dicha posición era enormemente codiciada y quien la desempeñaba estaba expuesto a todo tipo de intrigas.
En 1163 el depuesto visir Shavar se dirigió a Damasco a fin de solicitar la ayuda de Nur al Din para recuperar el poder. Éste no desperdició la oportunidad de ganar influencia en Egipto y envió al Nilo al comandante kurdo Shirku, con el resultado que en mayo de 1164 Shavar recuperaba su posición. Sin embargo, alarmado por la creciente influencia de Nur al Din, el visir forjó una alianza con el reino de Jerusalén: la intervención del ejército franco sería empero anulada por el ataque de Nur al Din a Antioquía. Cuando en 1166 un ejército turco bajo el mando de Shirku irrumpió en Egipto a fin de conquistar el país, Shavar llamó nuevamente en su auxilio al rey Amalrico. Tras varias alternativas el ejército turco fue sitiado en Alejandría por la flota y las tropas cristianas, concluyendo la contienda en tablas: ambos ejércitos se comprometieron a abandonar el país.
En 1168 el rey Amalrico decidió conquistar definitivamente Egipto, violando así el tratado firmado con Shavar. Tras tres días de lucha la ciudad de Bilbeis cayó en manos del ejército franco, cuya soldadesca perpetró una masacre (ciertamente no ordenada por Amalrico) que tuvo por consecuencia unificar a toda la población egipcia en contra de los invasores. Los desesperados pedidos de ayuda a Damasco motivaron la intervención de Shirku, quien tras apoderarse de El Cairo hizo decapitar a Shavar con la anuencia del califa y reclamó para sí el puesto de visir. Se consumaba así la unión entre Siria y Egipto, que se demostraría fatal para Outremer: sin embargo, el 23 marzo de 1169 Shirku sucumbía a consecuencia de su proverbial gula y fue sucedido por su joven sobrino Salah al Din Yusuf ibn Ayub, más conocido como Saladino.
Nacido en 1137, Saladino poseía un extraordinario talento político y militar y, según lo exigieran las circunstancias, era capaz de desplegar tanto la cortesía más cautivante como la crueldad más abominable. Desde el primer momento tuvo que luchar por mantener su poder en el hervidero de intrigas que era El Cairo: un levantamiento de la guardia nubia del palacio fue reprimido mediante el expeditivo recurso de incendiar las barracas donde vivían las familias de los amotinados. En diciembre de 1169 el joven visir forzó a los cruzados a levantar el sitio de Damieta y al año siguiente capturó fugazmente Gaza antes de retirarse rápidamente a Egipto, no sin antes pasar a cuchillo a toda la población.
Como regente sunita en un país chiíta, Saladino se encontraba en una difícil situación: su señor Nur al Din le instaba desde Damasco a imponer la verdadera fe en Egipto, pero el astuto visir era consciente de la impopularidad que tal medida le acarrearía y se esforzaba por mantener la tolerancia religiosa. La muerte del califa Al-Adid en 1171 representó una oportuna solución a este dilema, pero a pesar de que la creencia sunita asumió carácter oficial, ello no bastó para disminuir la desconfianza de Nur al Din hacia su antiguo protegido.
La buena suerte, que había jugado un papel primordial en el ascenso de Saladino, se mostró especialmente generosa en 1174: el 15 de mayo moría Nur al Din y menos de dos meses más tarde le seguía el rey Amalrico. Tras hacer crucificar a los responsables de una conspiración chiíta contra su persona y rechazar exitosamente el ataque de la flota siciliana contra Alejandría, Saladino marchó a Siria a fin de asegurarse la sucesión de Nur al Din. Damasco le abrió las puertas con entusiasmo, pero Alepo, regida por Gumushtekin, se negó a aceptar su autoridad y Saladino se vio obligado a emprender un asedio en toda regla. Gumushtekin no vaciló en acudir a la secta de los asesinos y a los francos: un grupo de los primeros fue eliminado a último momento, habiendo ya irrumpido en la tienda de Saladino, mientras que los cristianos atacaron Homs y forzaron así al ejército enemigo a levantar el sitio de Alepo. En gratitud, Gumushtekin liberó a varios prisioneros, entre ellos Joscelin de Courtenay y Reinaldo de Châtillon: el segundo había pasado dieciséis años en cautiverio.
A mediados de 1176 Saladino había logrado consolidar su poder en la mayor parte de Siria, con excepción de la irreductible Alepo y del territorio de los asesinos, con cuyo líder (el temido “Viejo de la Montaña”) firmó un tratado de paz después de despertar una noche durante el sitio de la fortaleza de Masyaf y encontrar junto a su lecho algunas tortas calientes, una daga envenenada y un trozo de pergamino conteniendo un amenazante verso.
El año 1177 contempló una alianza entre Bizancio y el reino de Jerusalén con el objetivo de atacar Egipto, después de que el emperador de Bizancio y su ejército fueran derrotados a manos de los turcos selyúcidas en Miriokephalon (17 de septiembre de 1176). Pero a pesar de que la flota bizantina tomó posiciones frente al delta del Nilo, el recién llegado conde Felipe de Flandes se negó a encabezar el planeado ataque terrestre, con lo cual la operación combinada nunca se llevó a cabo.
Informado por sus espías del fracaso de la alianza franco-bizantina y de que el conde de Flandes se hallaba al norte abocado al estéril asedio de Harenc, Saladino decidió que había llegado la ocasión de borrar del mapa de una vez por todas al reino cristiano de Jerusalén. El 18 de noviembre cruzó la frontera encabezando un ejército de 26.000 hombres y avanzó raudamente a lo largo de la costa: parecía que nada ni nadie podría impedir que el poderoso caudillo musulmán cumpliera con su propósito.

LOS CONTENDIENTES
Es probable que muchos actuales aficionados a la Edad Media se mostrarían ligeramente decepcionados ante la visión de la armadura de un cruzado de la segunda mitad del siglo XII. Dicha protección se limitaba básicamente a una amplia cota de malla que llegaba hasta abajo de las rodillas, abierta adelante y atrás para permitir montar a caballo: no se utilizaban aún placas metálicas para proteger partes tales como el pecho y los hombros. La cota incluía guanteletes y una cofia que, para alivio del usuario, podía abrirse descubriendo la cara. Dicha protección era completada por un yelmo metálico que cubría la parte superior de la cabeza (contando asimismo con un protector nasal) y por largas calzas de cuero o de malla metálica. Bajo la armadura se utilizaba usualmente un coleto acolchado a fin de amortiguar posibles golpes.
El armamento individual consistía en una espada, una lanza de unos cuatro metros de largo y una daga, utilizándose también mazas (algunas de ellas basadas en armas sarracenas): el conjunto era completado por un escudo de madera y cuero con refuerzos metálicos.
El equipamiento de los templarios no difería mayormente del de otros caballeros de Outremer exceptuando la ausencia de blasones individuales, reemplazados por el uniforme de la Orden: un hábito blanco adornado por una cruz roja cubría la armadura, aislándola asimismo del candente sol de Medio Oriente.
Un sello personal de los templarios era su temida carga de caballería, con los jinetes galopando en orden tan cerrado que “una manzana lanzada al aire no podía golpear el suelo sin tocar antes un caballero o un caballo”. Dicha carga era encabezada por el mariscal portando el beaucéant o estandarte de la Orden, con el color blanco simbolizando la pureza y el negro la fuerza: le seguía un grupo de cinco jinetes, mandado por el general de los caballeros con un segundo estandarte desplegado en su lanza como punto de reorganización en caso de perderse el primer beaucéant.
Tal utilización de la caballería como arma de choque era igualmente norma entre los caballeros y hombres de armas no encuadrados en las órdenes militares. Se decía que una carga de los jinetes francos era “capaz de abrir una brecha en los muros de Babilonia”, y más allá de lo jactancioso de la afirmación, lo cierto es que para los soldados musulmanes era sencillamente imposible detener tal ataque: la armadura de los caballeros ofrecía buena protección contra las ligeras flechas sarracenas, mientras que sus corpulentos destriers o corceles de batalla conferían a sus cargas un empuje irresistible.
La infantería de los cruzados, mucho más numerosa que la caballería, estaba integrada por mercenarios procedentes de todos los rincones de Europa, cristianos armenios y musulmanes convertidos (llamados turcoples). A excepción de unidades de élite tales como los ballesteros, su armamento e instrucción distaban de ser ideales, por lo que su principal función era la defensa o asedio de fortificaciones.
Al tratarse de contingentes reducidos y prácticamente irreemplazables, los comandantes cristianos se veían obligados a proteger a sus ejércitos con un sistema de fortalezas que servía de base para esporádicas ofensivas que tenían lugar sólo en la ocasión adecuada: al reclutarse mayormente entre las guarniciones de los castillos, la destrucción de dichas tropas conllevaba automáticamente la pérdida de esas fortificaciones.
La enorme diversidad de pueblos musulmanes denominados genéricamente “sarracenos” imposibilita una descripción minuciosa de cada uno de sus ejércitos. Sin embargo, una característica común era el énfasis puesto en la caballería ligera como elemento de fuego y no de choque. Esta última estaba armada con un arco compuesto y su función era hostigar a las formaciones enemigas: se solía dividir a los arqueros en dos grupos que alternaban el tiro y la recarga, con lo cual se obtenía una caudal casi ininterrumpido de flechas.
Era usual la existencia de unidades regulares de caballería integradas por ghulams o esclavos manumitidos: éste era el caso de los mamelucos turcos al servicio de los fatimitas en Egipto. El Islam contaba también con jinetes pesados, protegidos por una cota de malla o una armadura laminar de cuero o metal y cuyo armamento incluía lanza, espada y maza o martillo de batalla.
El rol jugado por la infantería era dispar: mientras que entre los selyúcidas representaba el grueso de las tropas, en el ejército fatimita su importancia era menor y la integraban mayormente milicianos armados con jabalinas, carentes de protección corporal e incluso de espada.
La táctica sarracena consistía en forzar a los cruzados, mediante el saqueo de los campos de cultivo o el asedio de fortificaciones, a una batalla campal donde la aplastante superioridad numérica de los musulmanes infligiera un golpe mortal a la menguada casta militar cristiana. Incapaces de resistir la carga de la caballería pesada enemiga, los sarracenos evitaban en lo posible ofrecer un punto favorable para tal tipo de ataque a la vez que intentaban aislar a los jinetes enemigos y abatir sus cabalgaduras con una lluvia de flechas: los caballeros así desmontados eran fácil presa de la infantería propia.

MONTGISARD
Al enterarse de la invasión de Saladino, la Orden Templaria reunió a sus caballeros en Gaza, ignorando que el objetivo principal de Saladino era el puerto de Ascalón, más al norte. Balduino IV, que se hallaba convaleciente, abandonó entonces el lecho de enfermo y convocó a todas sus tropas en defensa del reino. El resultado no pudo ser más desalentador: sólo se logró reunir a quinientos caballeros, a los que se añadían algunos miles de infantes. Sin amilanarse, el rey abandonó Jerusalén a la cabeza de su pequeño ejército: lo acompañaban Reinaldo de Châtillon, ahora señor de Ultrajordania, y el obispo de Belén, que portaba consigo la Cruz Verdadera.
Avanzando a marchas forzadas, Balduino IV logró a último momento alcanzar Ascalón antes que el enemigo. Pero tal triunfo parcial no podía ocultar el hecho que el destino del reino de Jerusalén parecía ahora sellado: el rey y sus tropas eran sitiados por el ejército egipcio en pleno, los refuerzos que intentaban unírseles eran derrotados y capturados y entre Ascalón y Jerusalén no había un solo soldado cristiano.
Fue en ese momento que Saladino cometió un error que a lo largo de la Historia ha resultado fatídico para innumerables conductores militares: subestimar al enemigo. Dando la victoria por segura, el caudillo musulmán se limitó a dejar una pequeña guarnición frente a Ascalón y prosiguió su marcha rumbo a Jerusalén, capturando en el camino Ramala y asediando Arsuf. Más grave aún, autorizó a sus tropas a dispersarse para saquear la comarca a discreción, con la consecuente merma de la disciplina: jamás se cruzó por la mente de Saladino la posibilidad de que el rey leproso arriesgara una salida desde Ascalón.
Sin embargo, éso era justamente lo que Balduino IV, con el coraje de la desesperación, había decidido. Un espíritu indomable anidaba en aquel cuerpo lastimoso, y al constatar la dispersión del ejército enemigo el rey envió un mensajero a los templarios en Gaza, urgiéndolos a unírsele. Ochenta caballeros respondieron al llamado, y al aproximarse a las murallas de Ascalón grande fue su sorpresa (por no hablar de la de los sarracenos) al presenciar la irrupción de Balduino IV al frente de su ejército. Las fuerzas cristianas marcharon a toda velocidad rumbo al norte, siguiendo la costa hasta llegar a Ibelin y girando allí a la derecha, en el desesperado afán de interceptar el avance enemigo rumbo a Jerusalén.
Era el 25 de noviembre de 1177. El grueso del ejército de Saladino atravesaba un barranco en las cercanías del castillo de Montgisard, al sudeste de Ramleh, cuando un retumbar de cascos procedente del norte llamó la atención de algunos soldados. Sin embargo, ya era demasiado tarde: poco después el ejército cristiano irrumpía de la nada para abalanzarse con furia sobre las desprevenidas tropas enemigas.
La sorpresa fue total. La visión de seiscientos caballeros lanzados al ataque fue demasiado para los soldados musulmanes, muchos de los cuales pusieron pies en polvorosa sin intentar resistencia alguna. El ímpetu de la caballería cristiana fue tal que al primer choque aquellos enemigos que no cayeron víctimas de sus macizas lanzas fueron dispersados como paja a los cuatro vientos. Las pocas unidades que cumplieron dignamente con su deber y soportaron a pie firme el embate de la caballería fueron prácticamente aniquiladas.
Balduino IV combatió en primera línea, acompañado por Hugo y Guillermo de Galilea y los hermanos Balduino y Balián de Ibelin. El coraje de sus líderes insufló nuevas fuerzas al ejército, y la tradición cuenta que pudo verse a San Jorge luchando hombro con hombro con los caballeros cristianos.
Las tropas sarracenas que habían sido despachadas para forrajear no pudieron concurrir oportunamente a la batalla, a pesar de las desesperadas llamadas de Saladino. En pocas horas el combate se había decidido y los destrozados restos del ejército egipcio se hallaban en plena desbandada rumbo a El Cairo, abandonando botín y prisioneros y arrojando incluso sus armas para aligerar la marcha. La fiel guardia mameluca, que se sacrificó por su líder, posibilitó a Saladino huir tan rápido como lo permitían las patas de su dromedario.
Las desventuras del ejército sarraceno no terminaron allí. Durante su retirada a través del desierto del Sinaí, con el enemigo pisándoles los talones, los sobrevivientes debieron soportar el permanente hostigamiento de los beduinos: muchos pagaron con su vida el error de haberse librado de sus armas. Saladino debió enviar urgentemente mensajeros a El Cairo para aventar los rumores que lo daban por muerto y evitar el estallido de una rebelión: cuando finalmente alcanzó dicha ciudad lo acompañaba apenas una décima parte de su ejército original, dejando tras de sí un sangriento reguero de más de 20.000 muertos. Así concluyó la batalla de Montgisard.

EPÍLOGO
Algunos autores han subestimado la importancia de Montgisard (justificando indirectamente el manto de olvido que cubre dicha batalla) alegando que, al no ser seguido de una invasión de Egipto, dicho triunfo fue estéril y sólo consiguió salvar transitoriamente a Outremer. Cabe acotar que la existencia del reino de Jerusalén jamás dejó de pender de un hilo: aquejado por la crónica escasez de caballeros y enfrentando el inagotable potencial de Egipto, lo verdaderamente asombroso es que el frágil Estado lograra sobrevivir durante casi noventa años rodeado de vecinos hostiles y unido a Europa principalmente por una tenue línea marítima. En ese sentido, la decisión de Balduino IV de no marchar contra El Cairo o Damasco resulta comprensible: sencillamente, el joven rey no podía darse el lujo arriesgar su ejército emprendiendo la ofensiva contra un enemigo que lo superaba ampliamente.
La olvidada batalla de Montgisard prolongó la existencia del reino de Jerusalén por diez años más y subestimar dicho logro en base a lo adverso del resultado final (como si éste fuera la única legitimación de la trascendencia) sería algo tan absurdo como remitir al olvido las victorias de Napoleón por “improductivas”. Superando los parámetros meramente utilitarios, un hecho persiste más de ocho siglos después sin haber perdido nada de su fascinación: el heroísmo desplegado por aquel rey leproso y su diminuto ejército en el otoño de 1177 y su espléndida victoria sobre tan poderoso enemigo, lo que innegablemente convierte a Montgisard en una de las gestas militares más entrañables de la Historia.

Mario Díaz Gavier

miércoles, 2 de abril de 2008

LA BATALLA DE LAS ESPUELAS DE ORO


Generalmente se considera a los piqueros suizos y a los arqueros ingleses como los primeros exponentes de la infantería moderna. Sin embargo, tal honor corresponde a las milicias comunales flamencas, que en 1302 derrotaron a la caballería real francesa en las afueras de Kortrijk en lo que se llamó “la batalla de las espuelas de oro”.




El 15 de junio de 1297 las tropas del rey de Francia iniciaron la invasión del condado de Flandes. Su avance resultó incontenible, y el 20 de agosto un ejército flamenco apresuradamente organizado por el conde Guy de Dampierre era batido en Bulskamp. En septiembre las fuerzas francesas se habían apoderado de Brujas, Lille y Kortrijk (o Courtrai), y el 9 de octubre se firmaba en Sint-Baafs-Vijve un armisticio válido hasta el 6 de enero de 1300.
Tal había sido la violenta reacción de Felipe IV (apodado “el Hermoso” por su cabellera rubia y sus ojos claros) ante la alianza forjada por el conde Guy con el rey Eduardo I de Inglaterra con el objetivo de sustraer a Flandes de la influencia de Francia. Las esperanzas del conde resultaron frustradas: si bien un reducido contingente expedicionario británico desembarcaría en Sluis a fines de agosto, no influiría mayormente en el curso del conflicto y en marzo de 1298 sería reembarcado rumbo a Escocia a fin de combatir a las fuerzas de William Wallace, después de que el monarca británico hubiera concertado un acuerdo con su par francés. Por otra parte, la invasión se había visto favorecida por la división de la población flamenca, agrupada en dos partidos: el leliaart (palabra que alude a la flor de lis, insignia del rey de Francia), que preconizaba la lealtad hacia Felipe el Hermoso, y el liebaart (referencia al león negro del escudo de armas de los condes flamencos), que apoyaba a Guy de Dampierre en su aspiración de obtener la independencia de Flandes. Asimismo, el enfrentamiento del conde con los principales gremios de Flandes había tenido por consecuencia que dichas instituciones apoyaran en forma encubierta la intervención extranjera.
Ni bien expiró el armisticio de Sint-Baafs-Vijve las fuerzas francesas comandadas por Carlos de Valois ocuparon rápidamente Flandes, capitulando por último Ypres en mayo de 1300. Guy de Dampierre, su hijo Roberto de Béthune y una comitiva se dirigieron a París a fin de firmar un tratado de paz, sólo para ser encarcelados a su llegada por el implacable Felipe IV, que nombró gobernador del condado a Jacques de Châtillon de Saint Pol.
Creado en 864 a raíz de la disgregación del imperio carolingio, el condado de Flandes era a fines del siglo XIII un estado vasallo del reino de Francia. Gracias a su estratégica posición entre Inglaterra, Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico y a su prestigiosa industria textil, Flandes era una de las regiones más prósperas de Europa: sus principales ciudades eran comparables a París en lo que población se refiere, siendo la metrópolis portuaria de Brujas el principal centro comercial al norte de los Alpes.
Las corporaciones poseían una gran importancia en la vida cotidiana de las ciudades flamencas. Se calcula que alrededor de la mitad de los artesanos pertenecía al gremio de los tejedores: otras corporaciones importantes eran la de los tundidores (cortadores de paño) y la de los carniceros. Además de asegurar un monopolio reglando los horarios de trabajo, los precios y la admisión de nuevos miembros, las corporaciones mantenían instituciones caritativas tales como hospitales y orfanatos, donaban fondos para la construcción de iglesias (lo cual era usualmente testimoniado en un respectivo vitral) y, en caso de guerra, organizaban milicias en defensa de la ciudad.
No pasó mucho tiempo antes de que surgiera en Flandes un creciente descontento. Las corporaciones se dieron cuenta en forma tardía de que la caída de Guy de Dampierre no había culminado con su reemplazo por otro gobernante local sino que había tenido como consecuencia la anexión del condado por parte del monarca francés. Los leliaarts comenzaron a perder popularidad, y a principios de 1302 la hambruna que siguió a un terrible invierno aumentó aún más el malestar de la población.
Pronto comenzó a formarse un movimiento de oposición. Por un lado incluía a nobles como el preboste Guillaume de Juliers y el margrave Guy de Namur, uno de los hijos de Guy de Dampierre que aún permanecían en libertad; simultáneamente se contaban líderes populares como el carnicero Jan Breidel y el tejedor Pieter de Coninck, miembros de las corporaciones de Brujas. Tal resistencia al poder francés no pasó desapercibida para Jacques de Châtillon, que el 17 de mayo de 1302 hizo su entrada en Brujas al frente de 800 hombres, incluyendo 120 caballeros.
Al amanecer del día siguiente se desencadenó lo que sería conocido como “la mañana de Brujas”: los artesanos de la ciudad echaron mano a sus herramientas y procedieron a masacrar despiadadamente a cuanto francés o leliaart se cruzara en su camino. Jacques de Châtillon logró escapar haciéndose pasar por un comunero, pero muchos de sus compatriotas no fueron tan afortunados: todo sospechoso era obligado a pronunciar la frase Schild en vriendt (“escudo y amigo”), y aquellos incapaces de hacerlo con pronunciación impecable eran inmediatamente pasados a cuchillo.
La reacción de Felipe el Hermoso ante la matanza de Brujas no se hizo esperar. Fuera de sí, el rey francés ordenó de inmediato el envío de una expedición punitiva bajo el mando del conde Roberto II de Artois. A fines de junio dicho ejército había concluído su concentración en los alrededores de Arras y se ponía en marcha rumbo a una ciudad situada unos cuarenta kilómetros al sur de Brujas, destinada a hacerse célebre: Kortrijk.
Una pequeña guarnición francesa se había hecho fuerte en el castillo de Kortrijk y era sitiada por el ejército flamenco en pleno, formado mayormente en base a las milicias corporativas y que sumaba unos 8.000 efectivos: 3.000 provenían de Brujas y eran comandados por Guillaume de Juliers, 2.500 eran oriundos de Flandes occidental (su jefe era Guy de Namur) y 2.500 de Flandes oriental. De estos últimos, 700 correspondían a Gante, siendo liderados por Jan Borluut; 500 provenían de Ypres, y un número similar era mandado por Jan van Renesse, un noble de Zelanda. Si bien la abrumadora mayoría de los soldados eran artesanos, algunos miembros de la nobleza y del patriciado urbano combatirían por la causa de Flandes.
El 9 de julio las fuerzas francesas acamparon en Pottelberg, unos diez kilómetros al sur de Kortrijk, donde permanecieron inactivas durante dos días: finalmente, el amanecer del 11 de julio de 1302 presenció a los dos ejércitos enfrentados en los campos al este de Kortrijk. Las tropas francesas totalizaban unos 6.500 hombres, de los cuales sólo unos 2.500 eran jinetes: los acompañaban 1.000 ballesteros (muchos de ellos españoles y genoveses), otro millar de piqueros y unos dos mil peones armados ligeramente, incluyendo lanzadores de jabalina gascones. A despecho de hallarse en inferioridad numérica, los caballeros franceses constituían la élite militar de la época: la mayoría de ellos tenía varias batallas en su haber, contándose incluso no pocos veteranos de las Cruzadas. Si bien las milicias comunales flamencas distaban de ser una desorganizada horda de campesinos, sus posibilidades de triunfo frente a tal temible enemigo parecían mínimas.

En el año 378 D.C. un ejército romano comandado por el emperador Valente sufrió en Adrianópolis una aplastante derrota a manos de los visigodos: el emperador y dos tercios de sus tropas perdieron la vida. La batalla, si bien marcó un hito más en el declive del imperio romano, no representó su fin: cuatro años después tuvo lugar un tratado de paz entre los beligerantes, y en 451 un ejército aliado comandado por el general romano Aecio y el rey visigodo Teoderico logró en Châlons-sur-Marne una postrer y estupenda victoria, frenando en seco el avance de las hordas de Atila.
Mucho más duraderas fueron las consecuencias tácticas de Adrianópolis. Esta batalla ha sido descrita frecuentemente como el triunfo de la caballería sobre la infantería y el consecuente reemplazo del arte de la guerra romano por el medieval, pasando por alto el hecho de que ambos ejércitos eran formaciones mixtas y que la lucha se decidió al ser batida la caballería del ala izquierda romana, quedando así la infantería desguarnecida. Con todo, no parece erróneo considerar a Adrianópolis, si no un tajante punto de inflexión entre la Edad Antigua y el Medioevo, al menos el origen de un patrón que se mantendría durante los nueve siglos siguientes. Desaparecido el poder central, las disciplinadas legiones romanas dejaron de existir y con ellas una infantería digna de ese nombre: el arma suprema pasaría a ser el jinete acorazado. Obviamente, durante el período posterior hubo tropas de a pie, pero su importancia se limitaba a la defensa o asedio de fortificaciones: en campaña dichas tropas, díscolas y mal armadas, acompañaban a la caballería como meros auxiliares y no representaban un serio rival para los jinetes enemigos.
En el siglo VII hizo su aparición en Europa una revolucionaria innovación procedente del Lejano Oriente: el estribo. Por increíble que parezca, ni la caballería de Alejandro Magno ni la de Julio César llegaron a conocer tal sencillo accesorio, que permitía a un jinete pesadamente armado montar en su cabalgadura y contar con un punto de apoyo que potenciaba la eficacia de la lanza.
Generalmente se asocia al caballero medieval con la bruñida armadura completa (harnois blanc en francés) que, perfectamente articulada y semejando una verdadera estatua hueca, puede encontrarse en numerosos museos. Sin embargo, tal modelo recién alcanzó su forma definitiva alrededor de 1450, cuando irónicamente la difusión de armas de fuego y nuevas tácticas desplazaba ya del campo de batalla, lenta pero inexorablemente, a la caballería como arma decisiva.
En los albores del siglo XIV la armadura estaba mayormente representada por la cota de malla, formada por innumerables anillos unidos entre sí: el incipiente uso de placas metálicas se limitaba al pecho, hombros, rodillas, codos y canillas. La cabeza era cubierta por un yelmo de forma usualmente cilíndrica, siendo proporcionada la visión por estrechas mirillas (algunos ejemplares cónicos poseían ya rudimentarias viseras móviles). La protección se completaba con un escudo de madera, el lado interno forrado de cuero.
El arma principal del caballero era la lanza, cuya longitud variaba entre los tres y cuatro metros: la punta estaba recubierta de hierro a fin de conferirle mayor poder de penetración. Cuando el caballero había perdido su lanza o las circunstancias del combate hacían imposible su uso salía a relucir la espada, cuyo valor ceremonial superaba ampliamente al de su hermana mayor. Esta arma era notablemente ligera, con un peso promedio que no superaba 1,3 kg: los más prestigiosos fabricantes de hojas de espada se hallaban en Toledo, Milán y Solingen.
Asimismo, los jinetes medievales no desdeñaban el uso de hachas de batalla y mazas. Con respecto a estas últimas, en aquellas munidas de una cadena la longitud de ésta no superaba las tres cuartas partes del mango, a fin de no herir accidentalmente la mano del usuario: las impresionantes mazas de estrella provistas de larguísimas cadenas aparecieron muy posteriormente, específicamente…¡en las películas de Hollywood!
Esta breve semblanza del caballero medieval quedaría incompleta sin mencionar a su cabalgadura: el destrier o gran corcel de batalla. Si bien actualmente se cuestionan las proporciones gigantescas atribuídas anteriormente a este animal, ciertamente se trataba de ejemplares con una alzada superior a la promedio, corpulentos y de carácter fogoso. El uso del destrier se reservaba al combate: durante las marchas el caballero montaba un palafrén o caballo de andar.
La unidad táctica básica de la caballería medieval era la lanza, que a principios del siglo XIV sumaba generalmente un caballero, su escudero, un hombre de armas (jinete no perteneciente a la nobleza cuyo armamento era similar al de su señor), media docena de arqueros o ballesteros montados y un número indeterminado de sirvientes y soldados de a pie. Entre cuatro y seis lanzas constituían una bandera; la batalla, por su parte, reunía entre cinco y diez banderas.
Una carga de caballería se comenzaba al tranco, a fin de no fatigar prematuramente al corcel; tras una transición al trote, breve por tratarse del andar más incómodo para el jinete (¡no en vano una de las sanciones previstas por los Caballeros Teutónicos era someter al infractor a una hora de trote en armadura completa!), se pasaba al galope corto: la carrera se reservaba para los últimos metros antes del choque. No resulta difícil imaginar el devastador efecto de esa masa de media tonelada lanzada a toda velocidad sobre indisciplinadas tropas de a pie; asimismo, su eficacia sobre jinetes ligeramente armados no era menor. Si bien la caballería feudal europea carecía de la agilidad de su contraparte musulmana, que montada en caballos ligeros y armada de arco era ideal para el hostigamiento, superaba en cambio ampliamente a ésta en lo que a poder de choque se refiere. Así, la mayoría de los enfrentamientos frontales en Tierra Santa concluyeron con el triunfo de los caballeros cristianos, aún combatiendo en inferioridad de condiciones: ése fue el caso de Dorilea (1097), Antioquía (1098), Ascalón (1099) y Arsuf (1191).
El armamento de las milicias flamencas no se diferenciaba mayormente del de otros ejércitos de la época, se tratara asimismo de milicianos o de mercenarios. El arco poseía una gran importancia, pero fuera de Inglaterra era frecuentemente relegado en favor de un arma más elaborada y costosa: la ballesta, surgida en el siglo X. En la época que nos atañe ésta conservaba aún su forma inicial, tensándose la cuerda con ayuda de un estribo situado en el extremo anterior y un gancho adosado al cinturón del usuario: el proyectil disparado era la saeta, considerablemente más corta y maciza que la flecha empleada por los arqueros. A diferencia del arco, la ballesta no exigía un prolongado entrenamiento ni gran fuerza muscular, lo cual le confería gran precisión y la convertía en un arma temible: a consecuencia de ello fue anatematizada en 1139 por el segundo sínodo de Letrán como artem mortiferam -“arte mortífera”- y Deo odibilem -“odiada por Dios”. Dicho sínodo prohibió su utilización contra cristianos -en lo que constituye el primer “desarme” conocido-, no así contra los paganos; demás está decir que tal prohibición cayó en oídos sordos, ya que ningún ejército estaba dispuesto a renunciar a tal eficaz elemento de su arsenal. La desventaja de la ballesta era su reducida cadencia de tiro, limitada a dos proyectiles por minuto, y su considerable peso, que la hacía inadecuada para combatir en campo abierto; la aparición de las primeras armas de fuego portátiles marcaría su declive, aunque la ballesta seguiría jugando un rol importante, incluso durante la conquista de México.
Otra arma importante era la pica: se trataba de una lanza cuya longitud variaba entre dos y cuatro metros, lejos aún del monstruoso ejemplar de 18 pies (5,83 m) adoptado tras la derrota de Arbedo (1422) por los soldados suizos, quienes llevarían el uso de la pica a su máxima expresión.
Pero sin ninguna duda, el arma que se halla indisolublemente ligada a la batalla de Kortrijk es el goedendag. Este sarcástico nombre (“buenos días” en neerlandés) constituiría un acertijo para los historiadores del siglo XIX: ¿se trataba de una alabarda corta, tal como lo sugiriera el eminente Viollet-le-Duc? ¿O quizás de una maza de estrella? Nada de eso: el goedendag era un arma considerablemente más burda pero no por ello menos temible. Consistía en una gruesa asta de aproximadamente un metro y medio de largo en cuyo extremo se hallaba fijada, mediante un regatón, una maciza punta de hierro; sencillo y barato de producir, el goedendag podía ser utilizado en forma punzante o contundente. Asimismo, existía una abigarrada colección de armas blancas de clasificación poco menos que imposible que combinaban filo y punta, predecesoras de la alabarda.

La disposición de las fuerzas enfrentadas puede apreciarse en el croquis adjunto. El ejército flamenco había tomado posiciones en el cuadrilátero formado por los muros de Kortrijk al este, el río Leie al norte, el Groeninge Beek (arroyo Groeninge) al oeste y el Grote Beek (literalmente, “Arroyo Grande”) al sur. Su frente estaba orientado hacia los dos arroyos citados: el ala derecha la conformaba el contingente de Brujas, el centro estaba integrado por las milicias de Flandes occidental y el flanco izquierdo (apoyado en la abadía Groeninge) estaba a cargo de los soldados de Flandes oriental. La reserva consistía en el contingente zelandés de Jan van Renesse, mientras que las tropas de Ypres vigilaban el castillo para impedir una salida de los defensores.
Enfrentando este dispositivo defensivo se hallaban diez batallas francesas: cuatro desplegadas al sur del Grote Beek, otras tantas al este del Groeninge Beek y dos como reserva. La primera formación estaba integrada por Jean de Burlats, Godfried van Brabant, Raoul de Nesle y el dúo Guy de Nesle-Renaud de Trie, contando respectivamente con 400, 300, 600 y 500 jinetes; la segunda incluía a los condes de Artois, Eu (Normandía), Saint-Pol y a Matthieu, hermano de Renaud de Trie (Lorena), totalizando 900 caballeros y hombres de armas. La reserva estaba a cargo de Louis de Clermont y el conde de Boulogne.
Poco después del amanecer ambos bandos procedieron a confesarse antes de asistir a misa: al tomar posiciones los milicianos flamencos se arrodillaron para recoger un puñado de tierra y llevárselo a los labios, testimoniando su voluntad de luchar hasta la muerte en defensa de su suelo natal.
La totalidad del ejército flamenco, incluso los caballeros, combatiría a pie en un terreno que había sido sabiamente elegido: el suelo cenagoso y los dos arroyos dificultaban el ataque de la caballería, impidiéndole maniobrar. Consciente de ello, Jean de Burlats destacó una compañía de ballesteros genoveses a fin de hostigar al enemigo: sin embargo, tras sufrir algunas pérdidas los ballesteros flamencos se refugiaron tras sus amplios escudos rectangulares de madera, siguiendo entonces un prolongado y estéril intercambio de saetas. Viendo que algunos peones propios comenzaban a vadear los arroyos, los impacientes comandantes franceses se decidieron a atacar. Se ordenó a los infantes hacerse a un lado a fin de no obstruir la carga de caballería, que sería encabezada por la insignia de batalla de Francia: la oriflamme, el sesgado estandarte de seda escarlata de los monjes de Saint-Denis.
Al cruzar el Grote Beek la caballería francesa debió reorganizarse antes de proseguir con su ataque: sin embargo, la distancia entre el arroyo y las líneas enemigas era insuficiente para una carga a fondo. Poco después de producía el choque de las formaciones rivales, con los flamencos gritando a voz en cuello ¡Vlaendren die Leeu!
(“¡Flandes el león!) y sus enemigos invocando al patrón de Francia: ¡Montjoie Saint-Denis!
El espectáculo que siguió fue terrible.
Si bien los milicianos sufrieron varias bajas, su línea resistió el embate de la caballería enemiga. Tras ser atravesadas sus cabalgaduras por las picas, numerosos jinetes cayeron desmontados al suelo, siendo ultimados en forma inmisericorde por los goedendag de los infantes flamencos, que tenían órdenes expresas de no hacer prisioneros.
A pesar del revés sufrido, el conde de Artois insistió en lanzar una segunda carga, esta vez cruzando el Groeninge. El ataque se desarrolló en forma más ordenada que el anterior, pero el resultado no fue muy distinto: los flamencos rechazaron el asalto y emprendieron un vigoroso contraataque que empujó a los caballeros contra el arroyo, donde la mayoría de ellos perdió la vida. Roberto de Artois quedó aislado en medio de un grupo de enemigos, siendo desmontado y muerto.
Sin embargo, la caballería enemiga logró irrumpir en el centro de las líneas flamencas, provocando la huída despavorida de muchos milicianos. Tal peligrosa crisis fue conjurada por la oportuna intervención de Jan van Renesse, que lanzó sus fuerzas en apoyo del contingente de Flandes occidental. Así se desvaneció el único atisbo de triunfo para la caballería francesa, cuyos sobrevivientes comenzaron a retroceder. Hubo sin embargo excepciones: Raoul de Nesle declaró que prefería no seguir viviendo tras ver muerta la flor y nata de la Cristiandad, y picando espuelas se lanzó a lo más intenso del combate. Su cuerpo sería hallado más tarde no muy lejos del de Jacques de Châtillon: la lista de caídos ilustres se completaría con Guy de Nesle, Godfried van Brabant, Jean de Burlats, Renaud de Trie, los condes de Aumale y Eu, el señor de Tancarville, alrededor de sesenta barones y unos setecientos caballeros.
Para entonces el ejército flamenco había pasado decididamente a la ofensiva, después de tres horas de feroz lucha. El campamento enemigo de Pottelberg fue saqueado, continuando la persecución hasta Tournai. Muchos caballeros de Flandes y Brabante que habían combatido del lado francés intentaban ahora salvar sus vidas al grito de ¡Vlaendren die Leeu!, confiados en que su indumentaria no se diferenciaba de la de sus contendientes. Sin embargo, un detalle menor selló su destino: mientras que éstos portaban espuelas, los caballeros leales a Flandes se las habían quitado para poder luchar a pie. Guy de Namur ordenó que todos aquellos que calzaran tal accesorio fueran ejecutados, y una vez cumplida la terrible orden, alrededor de setecientas espuelas (doradas en el caso de pertenecer a caballeros) serían clavadas a los muros de la vecina Onze-Lieve-Vrouwkerk (Iglesia de Nuestra Señora): así, la batalla de Kortrijk pasaría a la Historia como “la batalla de las espuelas de oro”.

En un hecho inédito, las milicias de Flandes habían infligido una sangrienta derrota a la élite militar de la época: tal como declararía un testigo, “la gloria de Francia había sido convertida en estiércol y gusanos”. Si bien no existe una estadística confiable de las pérdidas sufridas, resulta evidente que Kortrijk fue una batalla de aniquilamiento: más de un millar de jinetes franceses perdieron la vida y las bajas de su infantería parecen haber sido igualmente graves, mientras que los flamencos habían sufrido sólo algunos centenares de muertos.
La victoria aseguró la independencia de Flandes, cuyas milicias adquirieron de la noche a la mañana un aura de invencibilidad. Sin embargo, en tal creencia hubo no poca sobreestimación: el triunfo se había debido en gran parte al desfavorable terreno y la decisión de la caballería de atacar sin apoyo de infantería, mientras que la disciplina e instrucción de los milicianos flamencos, si bien superiores a las de sus contemporáneos, resultaban insatisfactorias. En las décadas siguientes, tal intrínseca debilidad fue testimoniada por una serie de derrotas: Cassel (1328), Tournai (1340), Oudenaarde (1379), Nevele (1381) y finalmente Westrozebeke (o Roosebeke) en 1382, cuando la caballería francesa, combatiendo desmontada, se cobró una sangrienta revancha por la humillación sufrida ochenta años atrás.
A pesar de ello, sería un error creer que la victoria de Kortrijk fue un incidente aislado: muy por el contrario, se trató del primero de una serie de triunfos de la infantería sobre la caballería. Tras la derrota de los ingleses a manos de los escoceses en Bannockburn (1314), los suizos iniciarían una impresionante serie de victorias cuyos principales hitos serían Morgarten (1315), Sempach (1386), Grandson y Murten (1476) y Nancy (1477), que marcaría el ocaso del poderoso ducado de Borgoña. Por su parte, durante la Guerra de los Cien Años los arqueros ingleses infligirían a la caballería francesa las terribles derrotas de Crécy (1346), Poitiers (1356) y Azincourt (1415), donde los caballeros franceses harían ondear por última vez la oriflamme: su portador, Guillaume Martel, señor de Baqueville, la defendería heroicamente hasta la muerte.
Resulta innecesario aclarar que, a su vez, las nuevas formaciones no serían inmunes al paso del tiempo. A pesar de sus éxitos, piqueros y arqueros representaban una táctica básicamente defensiva, y pronto comenzaron a sufrir pesadas pérdidas a manos de un arma novedosa: la artillería. Ya en 1450 los temidos arqueros británicos serían aniquilados en Formigny por la caballería francesa, tras ser dislocadas sus formaciones por dos culebrinas, y sesenta y cinco años después le llegaría en Marignano el turno a los presuntamente invencibles piqueros suizos. Así, irónicamente, la caballería sobreviviría a sus otrora victoriosos rivales, mientras que para ese entonces el peso de la batalla había recaído sobre una formación mixta de piqueros y mosqueteros destinada a convertirse en sinónimo de una hegemonía militar española que se prolongaría durante siglo y medio: el tercio.

Mario Díaz Gavier

jueves, 13 de marzo de 2008

LAS INVASIONES INGLESAS DEL RÍO DE LA PLATA

A principios de 1806 una escuadra inglesa mandada por el comodoro Home Riggs Popham con una fuerza de desembarco a bordo arrebató a los holandeses la colonia de Cabo de Buena Esperanza. Popham, que mantenía una estrecha relación con el revolucionario venezolano Francisco de Miranda, se decidió entonces a consumar un proyecto largamente acariciado: la captura del Río de la Plata, plan que si bien había sido considerado en su momento por el recientemente fallecido Primer Ministro Pitt, sería llevado a cabo sin órdenes del gobierno británico. Popham convenció al jefe de las tropas terrestres que le facilitara el Regimiento 71 de Highlander a cambio de una sustancial parte del botín que esperaba obtener: a esta tropa se sumarían los marines embarcados y parte de la guarnición de Santa Elena, todos ellos bajo el mando del coronel William Carr Beresford. Enterado de la presencia en Buenos Aires de caudales a la espera de ser embarcados para España, Popham decidió asaltar dicha ciudad en lugar de Montevideo. Al anochecer del 25 de junio de 1806 los británicos desembarcaron en Quilmes sin encontrar resistencia alguna: sumaban apenas 1.641 hombres que se aprestaban a capturar una ciudad de 40.000 habitantes. 
Al día siguiente una fuerza española intentó detener el avance enemigo, siendo batida con facilidad: el armamento y entrenamiento de la guarnición de Buenos Aires eran deplorables, lo cual volvió a confirmarse en la mañana del día 27 cuando se mostró incapaz de impedir el cruce del Riachuelo. El virrey Sobremonte, que no había querido armar a la población por miedo a una insurrección, abandonó la ciudad junto con los caudales, mientras los británicos hacían su entrada triunfal. Cediendo a la exigencia de Beresford, el Cabildo solicitó al virrey el retorno del tesoro, que sería embarcado y paseado triunfalmente semanas después por las calles de Londres: este hecho indujo al gobierno británico a aprobar a regañadientes la desobediencia de Popham y enviar los refuerzos urgentemente requeridos por Beresford. 
No tardaron en surgir iniciativas para expulsar al invasor: por un lado Sobremonte, que reunió en Córdoba 2.500 hombres y emprendió la marcha hacia Buenos Aires; por otra parte diversos grupos de vecinos y habitantes de la campaña; finalmente, una expedición organizada en Montevideo y comandada por Santiago de Liniers, marino francés al servicio de España. 
El 1° de agosto Beresford dispersó en Perdriel a una fuerza de gauchos reunida por Juan Martín de Pueyrredón, pero no pudo gozar mucho tiempo de su éxito: días después Liniers desembarcaba en Las Conchas, sumándosele pronto numerosos voluntarios. El día 10 dichas fuerzas alcanzaron los suburbios de Buenos Aires y, tras dos días de lucha, los ingleses se vieron obligados a recluirse en el Fuerte y finalmente rendirse. Al malhadado Sobremonte, cuyo ejército se hallaba entonces a cuarenta leguas, se le impidió el ingreso a la ciudad: fue reemplazado por Liniers, quien no tardó en emprender un vasto programa de reclutamiento en previsión a una segunda invasión enemiga. 
No se equivocaba. Refuerzos enemigos provenientes de Sudáfrica y Gran Bretaña, al enterarse de la reconquista de la ciudad, procedieron a capturar Maldonado en la Banda Oriental y emprender seguidamente el asedio de Montevideo. A pesar de la decisión de los defensores, la falta de cooperación entre el gobernador Ruiz Huidobro y el virrey Sobremonte y el pobre entrenamiento de los milicianos resultaron fatales: el 3 de febrero de 1807 Montevideo caía en manos del enemigo tras un sangriento asalto. 
Reforzadas por un contingente al que originariamente se había confiado la conquista de Chile, las fuerzas británicas se aprestaron entonces a emprender el ataque contra Buenos Aires, siendo ahora su comandante el teniente general John Whitelocke. El 28 de junio 9.000 soldados desembarcaban en la Ensenada de Barragán y comenzaban la marcha hacia la capital. 
Enterado de la noticia, Liniers decidió equivocadamente librar una batalla en campo abierto, colocándose además de espaldas al Riachuelo. Sin embargo, el enemigo vadeó dicho obstáculo aguas arriba, obligando a Liniers a contramarchar apresuradamente. El 2 de julio tuvo lugar el combate de los Corrales de Miserere, en el cual la férrea disciplina de la infantería inglesa se impuso sobre las bisoñas tropas hispanas: en la confusión, Liniers perdió el contacto con su ejército y pasó la noche refugiado en una casa mientras los dispersos llevaban la alarmante noticia a la ciudad.  
Afortunadamente intervino entonces el alcalde Martín de Álzaga, quien con gran energía organizó un anillo defensivo de cuatro cuadras en torno a la Plaza Mayor que incluyó la construcción de trincheras provistas de artillería y el despliegue de soldados y vecinos en las azoteas. De regreso en la ciudad, Liniers aprobó los preparativos y rechazó un ultimátum de Whitelocke. El comandante británico tomó entonces la fatídica decisión de dividir sus fuerzas en trece columnas que marcharían a través de la ciudad: los soldados llevarían sus mosquetes descargados a fin de no caer en la tentación de responder el fuego enemigo y demorar el avance. 
A las seis y media de la mañana del 5 de julio un cañonazo dio la señal de ataque. Al principio las columnas inglesas no encontraron mayor resistencia, pero pronto fueron blanco de un fuego mortífero: contrariamente a lo esperado por Whitelocke, la población civil no sólo no se encerró en sus casas sino que colaboró decididamente en la defensa, arrojando todo tipo de proyectiles sobre el enemigo: la arquitectura colonial, con sus macizas puertas, sus ventanas enrejadas y sus azoteas con barandas, se reveló una formidable aliada de los defensores. Tras dura lucha, que incluyó el combate cuerpo a cuerpo con bayonetas y cuchillos, los británicos conquistaron la Plaza de Toros en el Retiro y la Residencia en el flanco sur de la ciudad: sin embargo, las columnas centrales fueron diezmadas y, tras intentar hacerse fuertes en diversos edificios, finalmente debieron rendirse.  
Al día siguiente, viendo la imposibilidad de tomar la ciudad y constatando la desmoralización de sus tropas, el comandante británico se decidió a capitular, comprometiéndose a evacuar Buenos Aires en el término de diez días y Montevideo en dos meses: a cambio le fueron devueltos los prisioneros, incluídos los de la primera invasión que habían sido dispersados por el interior del país. A su regreso, el infortunado Whitelocke fue sometido a una corte marcial y expulsado del ejército, una medida sin parangón en Inglaterra durante las guerras napoléonicas. 
El exitoso rechazo de las invasores tuvo enormes consecuencias: en primer lugar, el combate callejero con intervención de la población constituyó una novedad en los cánones militares, anticipándose un año al heroico y encarnizado sitio de Zaragoza; en segundo término, despertó entre los criollos la noción de su verdadero poderío, lo cual desembocaría tres años después en la Revolución de Mayo; por último, el fracaso de la invasión del Río de la Plata marcó el final de las pretensiones inglesas en el continente sudamericano.

Mario Díaz Gavier

LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA

El conflicto de la alianza integrada por Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay representó el colofón de la centenaria pugna entre los imperios español y portugués por el dominio de la cuenca del Plata, con una importante salvedad: la reversión de alianzas que supuso el acercamiento de los otrora rivales Argentina y Brasil.
En 1863 el general colorado Venancio Flores encabezó en Uruguay una revuelta contra el gobierno blanco, contando con el apoyo de Buenos Aires y Río de Janeiro. Los pedidos de auxilio del gobierno uruguayo hallaron eco en Francisco Solano López, presidente de Paraguay, que interesado por acceder al puerto de Montevideo y acabar con la dependencia del río Paraná como único nexo de su país con el exterior decidió imprudentemente abandonar el aislacionismo que Paraguay mantenía desde 1811 e intervenir en la crisis oriental: sin embargo, los planteos realizados al presidente argentino Bartolomé Mitre y al emperador brasileño Pedro II se mostraron estériles.
En agosto de 1864 Brasil abandonó su ostensible neutralidad y, con la excusa de presuntos atropellos cometidos por las fuerzas gubernamentales contra ciudadanos brasileños residentes en Uruguay, comenzó a participar militarmente en la guerra civil a favor de Flores. Un ultimátum de Francisco Solano López no fue atendido, lo cual movió al mariscal paraguayo a capturar el vapor imperial Marquês de Olinda en noviembre de ese año y emprender al mes siguiente la conquista del disputado territorio del Mato Grosso.
El 2 de enero de 1865 Paysandú, defendida heroicamente por las fuerzas leales, caía en poder de Flores tras un mes de feroces combates y un aterrador bombardeo de la escuadra brasileña, que se había provisto de munición en el Parque de Buenos Aires. Finalmente, el 20 de febrero –aniversario de la batalla de Ituzaingó- las tropas imperiales desfilaban triunfalmente por las calles de Montevideo: Flores asumió la presidencia y sumó a Uruguay al conflicto entre Brasil y Paraguay.
Para entonces Francisco Solano López había solicitado a Argentina permiso de paso a través de Misiones para invadir Rio Grande do Sul, pedido que al ser denegado defraudó las expectativas que el caudillo entrerriano Urquiza despertara en el presidente paraguayo. Irritado por el hostigamiento de la prensa porteña –que atacaba violentamente a López y exigía que Argentina se aliara con Brasil en su lucha contra Paraguay-, alarmado por la organización en Buenos Aires de grupos de disidentes paraguayos y esperanzado con la idea de provocar una secesión de Buenos Aires por parte de las restantes provincias, el mariscal López tomó la fatídica decisión de emprender la invasión de Corrientes.
El 13 de abril de 1865 dos buques argentinos surtos en el puerto de Corrientes eran capturados por una flotilla paraguaya y al día siguiente la ciudad sufría el mismo destino. El 1° de mayo los gobiernos de Argentina, Brasil y Uruguay firmaban el Tratado de la Triple Alianza, cuyo fin era deponer a López, eliminar el poderío militar de Paraguay (incluyendo la demolición de la fortaleza de Humaitá) y adjudicarse territorios en litigio: fue nombrado generalísimo de las fuerzas aliadas el presidente Mitre.
El doble avance guaraní a lo largo de los ríos Uruguay y Paraná fue de corta duración: tras haber conquistado Uruguayana, la primera de dichas agrupaciones sufrió una aplastante derrota en Yatay y debió capitular el 18 de septiembre, mientras que la segunda fuerza se mantuvo inactiva en las cercanías de Corrientes y finalmente pudo ser evacuada en octubre gracias a la pasividad de la escuadra brasileña.
Tras varios meses de preparación, el 16 de abril de 1866 los aliados efectuaron el exitoso cruce del Paraná, estableciendo una firme cabeza de puente en territorio enemigo. Tras el indeciso encuentro de Estero Bellaco, los aliados se establecieron en Tuyutí: allí fueron atacados el 24 de mayo por el enemigo, que sufrió una terrible derrota en lo que fue la mayor batalla de la historia sudamericana.
Sin embargo, el ejército aliado se mostró incapaz de sacar provecho de su victoria y los meses siguientes fueron testigos de una frustrante inactividad rota fugazmente por violentos combates. El intento de flanquear las posiciones enemigas por el río Paraguay con el apoyo de la escuadra obtuvo la captura de Curuzú pero tuvo un trágico final el 22 de septiembre cuando argentinos y brasileños atacaron frontalmente las posiciones paraguayas en Curupaytí, sufriendo más de 4.000 bajas contra menos de 100 del enemigo. La derrota paralizó las operaciones por diez meses, debilitó aún más la ya menguada autoridad de Mitre y provocó levantamientos en Argentina para cuya represión fue menester retirar tropas del frente. A ello se sumaron las epidemias de cólera en marzo y septiembre del año siguiente, que provocaron innumerables bajas entre ambos beligerantes.
A partir de febrero de 1867 el mando de las fuerzas aliadas fue asumido (primero en forma interina y después definitiva) por el marqués de Caxias, ex ministro de guerra brasileño. A fines de julio de ese año se inició el cerco de Humaitá, al tiempo que las fuertes críticas obligaban a la marina imperial a salir de su inactividad: pero recién el 25 de julio de 1868 los aliados pudieron ocupar la fortaleza, evacuada ya por el enemigo.
La nueva línea defensiva paraguaya en el arroyo Piquisirí fue flanqueada por la orilla chaqueña, lo que permitió a los brasileños desembarcar a espaldas del enemigo. En diciembre de 1868 tuvieron lugar las sangrientas batallas de Itororó, Avahy y los dos encuentros de Lomas Valentinas: la última de las batallas citadas fue protagonizada mayormente por el contingente argentino y marcó la derrota de López, que pudo huir en último momento. Pocos días más tarde las tropas brasileñas hacían su entrada en Asunción, que fue saqueada por la soldadesca.
La guerra se prolongaría durante casi quince meses más, pasando el mando de las fuerzas aliadas al duque de Eu, yerno del emperador brasileño. Tras las desiguales batallas de Peribebuy y Acosta-Ñú en agosto de 1869 el conflicto se redujo a la persecución de los restos del ejército de López por partidas enemigas: finalmente, el 1° de marzo de 1870 el mariscal fue descubierto y muerto junto con sus acompañantes en Cerro Corá, en el extremo noreste del país.
La rivalidad entre Argentina y Brasil, que había permanecido latente durante la contienda, afloró una vez terminada ésta: violando el Tratado de la Triple Alianza, el imperio firmó la paz por separado con Paraguay y objetó las pretensiones territoriales argentinas. Recién en 1876 se zanjaría definitivamente la cuestión, conservando Paraguay la mayor parte de su superficie pero debiendo aceptar que Brasil se apoderara del territorio en litigio entre los ríos Apa e Igurey y que Argentina confirmara la posesión de Misiones y Formosa. Tal fue el magro resultado de la mayor guerra internacional de la segunda mitad del siglo XIX, entre cuyas características se contó el uso de armas modernas tales como cañones y fusiles rayados, telégrafo y buques blindados y la pérdida por parte de Paraguay del 60% de su población: consecuencia principalmente de las epidemias y hambrunas que asolaron la región y el valor rayano en el fanatismo del soldado guaraní.
Mario Díaz Gavier