lunes, 17 de diciembre de 2012

MITOLOGÍA MAPUCHE (3)


La ocupación de los vastos territorios que teóricamente integraban la República Argentina pero que de hecho estaban vedados para el hombre blanco constituyó durante casi setenta años una asignatura pendiente para los sucesivos gobiernos, si bien hubo intentos de revertir tal situación. Ya en 1833 Juan Manuel de Rosas había emprendido su Campaña del Desierto, gigantesca razzia que, aunque obtuvo logros tales como la victoria de Las Acollaradas, no consiguió concluir con la amenaza representada por los araucanos: al no ser complementada con una ocupación efectiva, la mayoría de los indios que se habían retirado ante el avance de las tropas nacionales volvieron a sus parajes una vez concluída la campaña. Peor aún que los magros resultados obtenidos fue la presunta convocatoria efectuada a Calfucurá si hemos de creer lo afirmado por dicho cacique a Mitre en 1861: “Le diré que yo no estoy en estas tierras por mi gusto, ni tampoco soy de aquí, sino que fui llamado por don Juan Manuel, porque estaba en Chile y soy chileno; y ahora hace como treinta años que estoy en estas tierras”. De ser cierta la afirmación de Calfucurá, la decisión de Rosas de imponer un interlocutor único entre los araucanos devino en la apertura de una auténtica caja de Pandora…
Durante las décadas siguientes la relación entre el gobierno argentino y las tribus de la Pampa estuvo mayormente signada por prolongadas treguas, periódicamente interrumpidas por malones y consecuentes expediciones punitivas (mayormente infructuosas, tal como la desastrosa campaña de Mitre en 1855). En efecto, aquellos que critican a Roca por no haber solucionado el conflicto con el indio mediante la diplomacia parecen ignorar las numerosas paces por la cuales la República Argentina había intentado apaciguar a los indios mediante el humillante pago de tributo. Y no se crea que dichos subsidios se limitaban a vacas para asegurar la subsistencia de los habitantes de las tolderías: las listas de exigencias de Calfucurá y otros caciques incluían artículos tales como cajones de ginebra, rollos de tabaco, recados, ponchos de paño, botas, pañuelos de seda, pavas, bombillas, guitarras (con cuerdas de repuesto, especialmente primas), navajas de afeitar, aceite perfumado para el pelo… y, por supuesto, dinero contante y sonante. Ello no impedía que tales treguas fueran sistemáticamente violadas por los indios, excusándose los caciques con el astuto argumento de tales correrías habían sido cometidas sin su autorización…
El avance iniciado por el presidente Nicolás Avellaneda y su ministro de Guerra Adolfo Alsina a fines de 1875 significó un importante y meritorio intento de adelantar la línea de fortines, siendo uno de sus principales elementos un extenso foso destinado a impedir o dificultar las invasiones indias. Tal avance gradual pretendía no provocar a la tribus indias (“el plan del Poder Ejecutivo es contra el desierto para poblarlo, y no contra los indios para destruirlos”), pero dicha esperanza fue pronto brutalmente disipada: en diciembre de 1875 un terrorífico malón grande asoló la campaña de Buenos Aires entre Tapalquén y Bahía Blanca, siendo en su transcurso masacradas 300 personas, cautivadas otras 500 y arreada la exorbitante cifra de 300.000 cabezas de ganado equino y vacuno.
A pesar de la terrible conjunción de obstáculos integrada por los guerreros indios, la geografía inclemente y, en no menor medida, la oposición política (que ridiculizaba el foso ya denominándolo “zanja de Alsina”), durante los dos años siguientes las tropas nacionales lograron la mayoría de los objetivos del plan. Sin embargo, el extraordinario esfuerzo desplegado terminó por quebrantar la salud del ministro de Guerra, quien murió el 29 de diciembre de 1877. Su fallecimiento provocó masivas muestras de congoja popular, y durante su sepelio Mitre, que evidentemente sentía debilidad por los vaticinios aventurados (recordemos su frase “en tres meses en Asunción” con motivo de la invasión paraguaya de Corrientes) proclamó solemnemente respecto a la lucha contra la barbarie y el Desierto: “Dentro de trescientos años más habrá terminado”.
Avellaneda designó nuevo ministro de Guerra a Julio Argentino Roca, quien de ningún modo compartía el pesimista pronóstico de Mitre. Ya en octubre de 1875 había enviado una carta a Alsina, declarando que el mejor sistema de terminar con las invasiones indias era adoptar una estrategia ofensiva, reemplazado los estáticos fortines por columnas móviles que mantendrían a los indios en vilo y, finalmente, estableciendo el Río Negro como defensa natural. Con asombrosa confianza en sí mismo, aquel general de 32 años de edad declaraba: “Yo me comprometo, señor Ministro, ante el Gobierno y ante el país, a dejar realizado esto que dejo expuesto en dos años, uno para prepararme y otro para efectuarlo”.
En su nuevo cargo Roca no demoró en materializar su plan. La primera fase del mismo tuvo lugar entre mayo y diciembre de 1878, cuando 23 expediciones ligeras propinaron a los araucanos un tratamiento similar al que éstos dispensaban a las poblaciones fronterizas. Tales operaciones arrojaron un saldo de 398 indios muertos y 3.668 prisioneros, a lo cual se sumó el rescate de 150 cautivos y la recuperación de 4.000 vacunos, 6.500 ovinos y 3.000 equinos. Dichos “malones cristianos” terminaron quebrantando el poderío ofensivo de los araucanos,  obligándolos a retirarse tierra adentro. Tuvo entonces lugar la segunda fase de la campaña, integrada por cinco columnas cuya misión era alcanzar la línea de los ríos Neuquén y Negro y batir a las tribus hostiles que se opusieran a su avance.
La 1° División fue comandada por el ministro de Guerra en persona y partió de Puán (provincia de Buenos Aires) el 30 de abril de 1879. El 13 de mayo se produjo el cruce del Río Colorado por el lugar bautizado Paso Alsina, y el 25 de dicho mes tuvo lugar a orillas del Río Negro -a la altura de la isla de Choele-Choel- el festejo de la fecha patria. A continuación la columna prosiguió su marcha aguas arriba hasta arribar el 11 de junio a la confluencia de los ríos Neuquén y Limay. Durante su avance la 1° División no encontró indio alguno (lo cual desmentía una vez más el mito de un territorio densamente poblado por una sofisticada civilización aborigen), lo cual dio pie al irónico comentario de Roca: “Hemos descubierto que no había indios”.
En cuanto a la 2° División, a cargo del coronel Nicolás Levalle, abandonó Carhué (Buenos Aires) el 2 de mayo en dirección a Trarú-Lauquen, alcanzando su objetivo veinte días después. Dichas fuerzas permanecerían hasta el 18 de junio en la zona de Lihuel-Cahel, protagonizando algunos encuentros de menor cuantía con grupos araucanos, en cuyo transcurso fue encontrado el archivo de la correspondencia de Namuncurá.
La 3° División estaba al mando del coronel Eduardo Racedo y partió de Villa Mercedes (San Luis). Un detalle llamativo fue el número de auxiliares indios que lo integraban: piquetes de Sarmiento Nuevo y Santa Catalina, escuadrones de ranqueles asimilados a cargo de los capitanes Linconao Cabral y Ambrosio Carri-pilón y los contingentes de los caciques Cayupán y Simón. A mediados de mayo esta división había alcanzado Poitahué y estableció campamento en Pitre-Lauquen, a una legua de distancia.
Por su parte, la 4° División bajo el mando del teniente coronel Napoleón Uriburu partió de Mendoza con el objetivo de impedir que las tribus derrotadas se refugiaran en Chile. Durante su marcha hacia el sur esta fuerzas arribaron al ya citado enclave chileno de Mal Barco, cuyos habitantes se vieron forzados a reconocer la soberanía argentina. Bajo un frío terrible (en una ocasión fue necesario esperar hasta que se derritiera la escarcha del lomo de los caballos para poder ensillar) se prosiguió la marcha: ante las maniobras dilatorias del cacique Purrán, Uriburu se decidió a vadear el río Neuquén (lo cual no estaba contemplado en sus instrucciones), logrando así que el susodicho accediera a entablar tratativas de paz.
Finalmente, la 5° División  quedó a cargo del coronel Hilario Lagos y quedó dividida en dos columnas, una de ellas comandada por el ya citado y la otra por el teniente coronel Enrique Godoy. Dichas fuerzas partieron el 7 de mayo de Trenque-Lauquen y Guaminí respectivamente, reuniéndose el 9 de junio en Luan-Lauquen.
La campaña fue coronada por un éxito brillante. En su mensaje al Congreso, Roca enumeró las bajas sufridas por el enemigo: 1 cacique muerto y  5 prisioneros, 1.313 indios de lanza muertos y 1.271 prisioneros, 10.539 indios de chusma prisioneros y 1.049 indios reducidos (cifras que desmienten elocuentemente la versión de un presunto “genocidio”). A ello se sumaba el rescate de 480 cautivos y la conquista de 15.000 leguas cuadradas de campos feraces, lo cual daría un envión decisivo a la riqueza agropecuaria de nuestro país. Si bien la Conquista del Desierto no implicó la solución total e instantánea del problema araucano (sería necesario complementarla entre 1881 y 1883 por la llamada Campaña de los Andes), ciertamente los grandes malones contra las poblaciones fronterizas quedaron en el pasado. Igual o más importante fue el comienzo de la posesión efectiva de la Patagonia por parte de Argentina, poniendo punto final a las pretensiones chilenas (por ejemplo, en 1876 una declaración trasandina había llegado a declarar como límite internacional… ¡nada menos que el Río Negro!). Cuando un reportero de Le Courrier de la Plata entrevistó a Roca y osó plantear que “la cuestión de la Patagonia está pendiente y será necesario resolverla algún día”, el ministro de Guerra lo frenó en seco: “Está resuelta. La Argentina sabe que la Patagonia es suya. Chile no discute esta posesión sino por forma. Sí; la República no cederá una legua de tierra en la Patagonia; no admitirá ni el arbitraje sobre este punto, y ninguna nación intentará turbar los establecimientos que allí funde”.
Indudablemente la campaña de 1879 no careció de aspectos cuestionables. El emprender la campaña con el otoño tan avanzado (¿quizás por el deseo de hacer coincidir la llegada al Río Negro con una fecha tan cargada de simbolismo como el 25 de mayo?) provocó que las tropas -especialmente el contingente de Uriburu- sufrieran los rigores de la estación, lo que podría haberse evitado adelantando por ejemplo seis semanas la operación. Asimismo, la decisión de establecer campamento en la isla de Choele-Choel, ignorando así las advertencias de un viejo indio del lugar, tuvo serias consecuencias: a mediados de junio una creciente del Río Negro inundó el campamento y lo aisló durante días de la ribera. Más grave fue el posterior distribución de las tierras conquistadas, que mayormente quedaron en manos de grandes terratenientes mientras que muchos de los soldados criollos que habían hecho posible tal logro transcurrirían su vejez en la mayor miseria: una injusticia denunciada por un testigo tan poco sospechoso de inquina hacia el ejército como el comandante Manuel Prado.
Sin embargo, ello no debe impedir apreciar lo extraordinario de la campaña de Roca: la misma no supuso un mero adelantamiento de la llamada frontera sino que eliminó definitivamente tal infamante realidad. Una de las mejores descripciones de aquel asfixiante corset que impedía el crecimiento de nuestro país proviene del historiador Alfredo Terzaga, que en su notable Historia de Roca describió aquel territorio “con su heterogénea mezcla de reclutados a la fuerza, milicos andrajosos sin pan ni paga, cautivas y prostitutas, mestizos que no se decidían a ser indios ni cristianos; robos y asesinatos por rutina; negocios sucios de jueces de paz, comisarios y proveedores, malones periódicos, y toda la gama, en fin, propia de la vida sui generis de una franja territorial no bien definida, donde se interpenetraban la miseria de la sociedad blanca y cristiana, que arrojaba a esa zona sus detritus y sus culpas, con la miseria de la cultura indígena, en franco tren de regresión por la vuelta a un nomadismo casi permanente, situación ésta a que la habían condenado aquellos elementos de un horizonte superior que, al principio, se le aparecieron como salvadores y decisivos: la conquista del equino y la posesión del vacuno. El caballo centuplicó la capacidad guerrera de las tribus, y la abundancia de riqueza ganadera las convirtió al cuatreraje, concebido como modus económico organizado y sistemático”.
En resumen: si alguien tiene motivo a sentir resentimiento contra Roca no son precisamente los argentinos sino los chilenos, ya que objetivo principal de la campaña de 1879 no fue tanto la eliminación de los relativamente escasos indios que habitaban en forma permanente la Pampa (cuyas correrías no hubieran sido tan dañinas de haber tenido como fin el mero autoabastecimiento y no el comercio masivo de ganado robado) como la supresión definitiva de la frontera, ocupando en forma efectiva de un enorme territorio que Chile pretendía como propio y sellando los accesos utilizados por los intrusos trasandinos (tanto indios como blancos). No en vano Terzaga resaltó el extraordinario significado geopolítico de la Conquista del Desierto, que duplicó la superficie de nuestro país, no mediante la anexión de territorios ajenos, sino mediante un crecimiento hacia adentro: un extraordinario logro que muchos publicistas contemporáneos se niegan a reconocer, empeñados en una campaña difamatoria contra Julio Argentino Roca desde la hipócrita impostura de un pseudo-indigenismo izquierdoso.

Mario Díaz Gavier

lunes, 10 de diciembre de 2012

MITOLOGÍA MAPUCHE (2)

En 1953 el etnólogo y antropólogo español Salvador Canals Frau publicó Las poblaciones indígenas de la Argentina, libro de lectura ineludible pero al parecer aún desconocido por nuestros pseudo-indigenistas si nos atenemos a las innumerables sandeces vertidas a diario. En esta obra se destacan tanto el tono objetivo y desapasionado (tan distinto de la tendenciosa politización que vicia hoy muchas interpretaciones etnológicas) como el afecto sincero hacia los habitantes originarios de nuestra tierra: “Estén vivas o muertas, estas poblaciones merecerán siempre nuestro respeto y nuestra consideración. Fueron ellas las pretéritas dueñas de lo que es ahora nuestro. Y también, justo es no olvidarlo, representan uno de los tres principales factores antropológicos que integran nuestra personalidad étnica”.
Canals Frau fue el primero en acuñar una expresión que sintetiza certeramente uno de los procesos más importantes (y a la vez más ignorados) que afectaron a la población originaria en el actual territorio argentino: la “araucanización de la Pampa”, es decir, la inmigración de mapuches oriundos de Chile hacia la falda oriental de los Andes. Dicho proceso se inició en forma incipiente a mediados del siglo XVI a raíz del comienzo de la colonización española y en un comienzo estuvo limitado al intercambio comercial: los pampas trocaban caballos (descendientes de aquellos animales sobrevivientes de la malograda expedición de Pedro de Mendoza) por mantas y otras manufacturas producidas por los mapuches, oficiando los pehuenches como intermediarios.


Recién a principios del siglo XVIII -es decir, un siglo y medio después de la fundación de Santiago del Estero- dicha expansión mapuche pasó del mero comercio a la presencia personal de araucanos (nombre histórico que por misteriosos motivos hoy es considerado “políticamente incorrecto”) en nuestro territorio. En 1708 tuvo lugar en las cercanías de la actual Villa Mercedes (provincia de San Luis) una reunión de indios en la cual las autoridades coloniales constataron la concurrencia de “aucáes o indios de la guerra de Chile (en ese entonces se llamaba aucáes o “indios alzados” a los araucanos). En los años siguiente dicha penetración foránea alcanzó la Pampa oriental: así, en la sesión del 10 de febrero de 1710 del Cabildo de Buenos Aires se manifestó preocupación por la presencia de “muchos indios aucáes, que de la otra parte de la Cordillera de Chile han pasado a esta con el fin de robar y destruir dichas campañas”.


Tal migración continuó en forma inexorable durante las siguientes décadas. Según testimonio del misionero jesuita Thomas Falkner, a mediados del siglo XVIII los pampas aún hablaban su idioma propio, aunque el araucano había pasado a ser la lengua “más pulida y la que con más generalidad se entendía en estas regiones”. A fines de dicho siglo la araucanización de la Pampa se había consumado: tal como puede verse en los mapas adjuntos, dicha etnia ocupaba ahora la totalidad del territorio pampa y buena parte del hábitat de los puelche-guénaken o “patagones del norte”, mientras que más al sur dominaba la ladera de la cordillera originariamente habitada por los téuesch y los tehuelches, pertenecientes a los chónik o “patagones del sur”. Dicho proceso de sustitución se produjo mayormente mediante la asimilación, aunque en no pocas ocasiones devino en violencia: así, los tehuelches opusieron encarnizada resistencia a los invasores hasta ser finalmente derrotados en la batalla de Shotel Káike, la cual tuvo lugar entre 1810 y 1820.


Los araucanos argentinos se dividían en cuatro grandes grupos: los pehuenches, los ranqueles, el cacicazgo de las Salinas Grandes (indudablemente la facción más poderosa y temida) y el llamado “País de las Manzanas”. La tercera de dichas subdivisiones estaba encarnada por la dinastía de los Curá, cuyo fundador fue el legendario Calfucurá. Nacido en Llaima (Chile) en el último cuarto del siglo XVIII, en 1834 pasó a territorio argentino al frente de doscientos hombres con el ostensible objetivo de comerciar con la tribu araucana de los vorogas. Habiendo concertado una reunión en los médanos de Masallé, Calfucurá y sus guerreros atacaron traicioneramente a sus desprevenidos anfitriones cuando éstos se disponían a darles la bienvenida, siendo pasada a degüello la clase dirigente de los vorogas en su totalidad (incluyendo al cacique Rondeau y sus hermanos Melin y Alun, así como numerosos capitanejos). Tal infame masacre posibilitó a Calfucurá autoproclamarse Gran Gulmen y posteriormente urdir -recurriendo a una astuta combinación de brutalidad y diplomacia- una red de alianzas que durante cuatro décadas tendría en vilo al gobierno argentino: la Confederación de Salinas Grandes. Su condición de advenedizo despertaría los justificados recelos de varios caciques locales, lo cual queda ejemplificado en el diálogo mantenido en 1878 entre el cacique Pincén (prisionero en Buenos Aires) y Estanislao S. Zeballos. Al preguntarle este último por qué se había separado de Calfucurá, Pincén contestó orgullosamente: “Porque yo soy indio argentino, y Calfucurá es vorogano de Chile, usurpador de nuestra tierra.”


Uno de los errores más extendidos es creer que la Pampa se hallaba entonces densamente poblada por una civilización aborigen evolucionada y autosuficiente que rehuía el contacto con el hombre blanco. Tal idea, básicamente correcta en lo que respecta a los picunches y otras tribus que habitaban el sur de Neuquén, era completamente ajena a la realidad que se vivía en la Pampa. Como lo ha señalado el destacado historiador Isidoro J. Ruiz Moreno, nada más acertado que el nombre de desierto asignado a esa enorme extensión de tierra donde los asentamientos humanos generalmente sólo eran posibles a la vera de aguadas, muy dispersas una de la otra y en cada una de las cuales subsistía como máximo un puñado de familias. Así, no se trataba de dos civilizaciones que coexistían en forma paralela y aislada sino de reducidos grupos indígenas que procuraban la relativa cercanía de las poblaciones y ganados del huinca. Y ello se debía a que, una vez establecidos en la Pampa, el estilo de vida de los araucanos argentinos había sufrido un cambio tan trascendental como negativo respecto a los hábitos de los mapuches trasandinos. “Estos últimos -escribe Canals Frau- eran sedentarios y cultivaban la tierra, y los productos de esta actividad constituían su principal alimento. Los primeros, en cambio, habían abandonado todo intento de cultivo, e inducidos sin duda por el medio, se dedicaban a vivir de la caza, la recolección y la rapiña. La carne de yegua era su alimento principal”.
En cuanto a los millares de lanceros cuyos malones aterrorizaban periódicamente las poblaciones fronterizas, la inmensa mayoría eran auxiliares venidos ex profeso del otro lado de la cordillera, adonde se apresuraban a regresar para vender el botín obtenido (de ahí el nombre de “Camino de los Chilenos” dado a la rastrillada utilizada por dichos cuatreros). Tal tráfico contaba con la complicidad de comerciantes chilenos y está fehaciente corroborado por testimonios locales. Así, en sus Recuerdos del pasado el escritor trasandino Vicente Pérez Rosales escribía: “Desde tiempo inmemorial nuestras compras de animales a los indios de ultra Bio-Bio han sido y siguen siendo la principal causa de los robos y diarios ataques a la propiedad argentina, verificados por los indígenas de una y otra banda de la Cordillera”. Por su parte, el misionero fray Victorio Palavecino describía en 1860 en Santiago cómo el indio chileno “reuniéndose en caravanas todos los años, salva los Andes, se une con los de aquella parte para entregarse al pillaje y a la carnicería, destruyendo pueblos, talando campos, arrastrando de ellos cuantos ganados puede, degollando dueños de hacienda y reduciendo a la esclavitud familias enteras; en una palabra, esparciendo espanto y la desolación. Actualmente gimen entre nuestros araucanos y como fruto de ese comercio, centenares de víctimas de las que todos los años traen de la República vecina. Hoy mismo gran parte de los animales que nuestro comerciantes extraen de entre ellos son de los de aquella República y producidos del comercio que ellos hacen a su modo”.
Las manifestaciones de dichas actividades ilegales eran múltiples y asombrosas. El cacique Juan Agustín, que asolaba el sur de Mendoza, era en Chile el señor Juan Agustín Terrado, que ostentaba el cargo de subdelegado oficial del gobierno de Santiago de este lado de los Andes; entre la numerosa hacienda chilena llevada a engordar a los valles orientales de la cordillera se contaba la del presidente Manuel Bulnes Prieto; el capitanejo Cayumán, cuyas andanzas lo llevaron hasta la campaña bonaerense, se metaformoseaba en Chile en el juez Francisco Palacios; finalmente, la mayoría de los 600 habitantes del enclave blanco de Mal Barco, situado aproximadamente donde hoy se encuentra Chos Malal, eran chilenos cuya principal actividad era -vaya sorpresa- la invernada y el comercio ganadero.
Un reclamo diplomático efectuado en 1877 por el gobierno argentino exigiendo poner fin a tales actividades fue desestimado por el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, aduciendo que la vigilancia de los pasos cordilleranos “vendría a imponer al Estado Nacional un fuerte desembolso no exijido [sic] por nuestros intereses”, llegando en su cinismo a declarar que “no existe una sola [ley] que prohiba la celebración de contratos sobre objetos lícitos entre personas que tengan perfecta capacidad para contratar. Desde que la facultad de contratar es un derecho privado, cuyas responsabilidades sólo pueden perseguirse por los mismos contratantes o por terceros interesados, el Gobierno no podría ingerirse [sic] en esos asuntos”. Tal actitud traslucía las ambiciones chilenas sobre la Patagonia, a la que el explorador y publicista trasandino Guillermo Cox había bautizado “el Chile Oriental”: ya en una nota del 29 de octubre de 1872 dirigida al embajador argentino en Santiago el Ministro de Relaciones Exteriores trasandino había aludido a “los derechos que le conceden [a Chile] sobre toda la Patagonia títulos claros y a mi juicio incuestionables”.
En resumen: durante el siglo XIX la gran mayoría de los indios que habitaban la Pampa no eran “aborígenes” según la estricta etimología del término (“originario del suelo en que vive”) sino que provenían de la falda occidental de los Andes. Perdida la cultura sedentaria y agrícola que originariamente caracterizara a los mapuches, la principal actividad económica de dichos grupos étnicos había pasado a ser el hurto de ganado vacuno (introducido a partir del siglo XVI por los españoles), no tanto para asegurar la propia subsistencia sino para montar un lucrativo tráfico cuyos destino final era Chile. Así, quienes hoy pretenden -ya sea movidos por una ingenua filantropía, insuficientes conocimientos históricos o motivaciones no tan inocentes- que los mapuches son en nuestro país un “pueblo originario” incurren en un error o, lo que es peor, en una impostura.

(continuará)

Mario Díaz Gavier

lunes, 3 de diciembre de 2012

MITOLOGÍA MAPUCHE (1)

Pocos vicios son tan habituales y perniciosos en la historiografía como el maniqueísmo, que por otra parte suele cambiar de favorito con sorprendente ligereza: así, durante un siglo la Guerra del Paraguay fue justificada como una cruzada civilizadora contra el “Atila de América” hasta que a partir de los años sesenta pasó a ser condenada como una maquinación del capitalismo británico que culminó en un genocidio. Un extremismo igualmente falaz rodea la Conquista del Desierto: originariamente vista por muchos como una mera limpieza de alimañas subhumanas en aras del progreso, en los últimos años parece ser considerada el alevoso exterminio de tiernos Patoruzitos que vivían desde tiempos inmemoriales en el actual territorio argentino dedicados inocentemente a la caza y la pesca. Vale la pena conocer a dos de los principales ideólogos de esta última versión (que aparentemente pretende relacionar en forma arbitraria y tendenciosa dicha campaña con el nefasto Proceso de Reorganización Nacional, durante el cual se cumplió, por desdichada coincidencia, el centenario de la expedición de Roca) para posteriormente analizar la realidad étnica de la Pampa y la Patagonia durante el siglo XIX y por último repasar lo que concretamente fue la Conquista del Desierto. 
Recae sobre Herr Osvaldo Bayer (el mismo que acusara de usurero y proxeneta al abuelo del Néstor Kirchner para luego apresurarse a relativizar sus dichos) la distinción de ser el gurú del anarcoindigenismo tirolés. No es casual que en su panfleto “Desmonumentar” Bayer cometa la grotesca gaffe de comparar la estatua de Julio Argentino Roca en Diagonal Sur con “los monumentos a Hitler”: como tantos profesores de procedencia y formación teutónicas (¿es necesario aclarar que no pertenece a un antiguo linaje mapuche?), Bayer incurre en el fatídico error de analizar toda historia -sea egipcia, romana o china- a través del prisma del III Reich, es decir, proyectado el trauma del propio pasado sobre hechos y figuras completamente ajenos al mismo. Así, dicha distorsión historiográfica convierte en forma automática todo gobernante autocrático en un Hitler y todo choque étnico en un “Holocausto” (sofisma este último que sugiere un intento inconsciente de blanquear la propia nacionalidad mediante el expeditivo método de arrojar fango sobre las otras).
La nueva generación de picos de oro está encabezada por il Signor Felipe Pigna (¿quizá de ascendencia araucana?), que califica a la Campaña del Desierto como “un verdadero genocidio que dejó un saldo de miles de muertos y más de 14 mil prisioneros”. Si bien Pigna no goza precisamente del respeto de los historiadores reconocidos, su habilidad mercantil le ha permitido monopolizar prácticamente la vulgarización mediática de nuestro pasado y convertirse en el historiador oficial del kirchnerismo (baste decir que la galería de biografías de su sitio web contiene cuatro nombres de figuras que jamás pisaron suelo argentino: uno de ellos es Napoleón y los restantes Marx, Engels y Ho Chi Mihn…)
El desconocimiento de Pigna sobre historia bélica es proverbial (de hecho es dudoso que algún tema histórico pueda ser considerado su punto fuerte), lo cual se evidencia en errores disculpables en opinólogos rasos pero no en quien pretende pontificar sobre una campaña militar: así, afirma que Roca reemplazó sables y lanzas “por modernos fusiles a repetición Remington”, ignorando evidentemente que dicha arma era monotiro (es decir, carecía de un sistema de repetición comparable al Winchester norteamericano o el Mauser alemán) y que ya había sido adoptada seis años atrás, jugando un rol fundamental en la derrota infligida por las tropas leales a los sediciosos mitristas en La Verde (1874). Por otra parte, tal error se torna trivial si uno recuerda que en uno de sus momentos más inspirados Pigna llegó a calificar al Remington de “arma de destrucción masiva”, lo cual nos exime de todo comentario…
La característica común de los citados publicistas (que en sus diatribas contra la raza blanca por motivos obvios se cuidan muy bien de emplear la palabra “gringos”) es precisamente su visión tuerta de la Historia. Condenan el presunto “genocidio” sufrido por los indios (aparentemente entienden como tal la muerte en combate de 1.313 indios de lanza durante la campaña de 1879) reservando exclusivamente para éstos su sensibilidad: jamás aflora la más mínima conmiseración hacia los sufridos criollos, expuestos constantemente al flagelo de las invasiones con su secuela de saqueos, incendios, violaciones, secuestros y asesinatos. Así, Bayer no trepida en acusar a Roca de haber “reestablecido la esclavitud” aludiendo a los 11.810 indios (1.271 de lanza y 10.539 de chusma) capturados durante la campaña y que fueran enrolados en el ejército y la marina, reubicados en poblaciones rurales o adoptados por familias cristianas: al parecer, quien ocupara la cátedra de Derechos Humanos en la Universidad de Buenos Aires considera que los numerosos cautivos blancos que languidecían en las tolderías (mayormente mujeres, ya que los hombres solían ser lanceados o degollados in situ), sobrellevando durante años o incluso décadas una vida de miseria y maltrato, se hallaban allí por propia voluntad…
Esta falsificación de la Historia no pasaría de lo meramente anecdótico de no ser porque desde algunos años proporciona sustento ideológico a un inquietante fenómeno: el fundamentalismo mapuche. La cara visible de este movimiento a nivel internacional es la organización Mapuche International Link, que no tiene su sede en Chile o en Argentina… sino en Bristol, Inglaterra: previsiblemente, sus directivos portan apellidos de neta resonancia indígena como Watson, Melville, Stanley, McCarthy, Chambers y Harvey. Entre sus más ilustres colaboradores se cuenta el parisino Philippe Boiry, pomposamente autotitulado “Príncipe Felipe de Araucanía y Patagonia”: por increíble que parezca, aquella fantochada urdida en 1860 por el aventurero francés Orélie Antoine de Tounens sigue siendo tomada en serio por algunos…
Sin embargo, no todos los aspectos de este movimiento son tan risueños. Actualmente existen en Neuquén, Río Negro y Chubut numerosos campos usurpados por mapuches que justifican tal “recuperación” alegando su presunta condición de “habitantes desde hace 14 mil años de estas tierras” (Bayer dixit). La mayoría de los damnificados no son controvertidos multimillonarios extranjeros -léase Benetton- sino familias que residen desde hace más de un siglo en la región y que de la noche a la mañana se encuentran con sus campos atravesados por alambrados adornados por banderas de la “Nación Mapuche”. Si bien en nuestro país el conflicto no ha adquirido (aún) las dimensiones que ostenta en Chile (donde han abundado atentados incendiarios así como choques entre carabineros y militantes indigenistas), parece necesario profundizar en esta cuestión: ¿son los mapuches verdaderamente un “pueblo originario” del territorio que hoy llamamos Argentina?


(continuará)

Mario Díaz Gavier

lunes, 26 de noviembre de 2012

LA ESPAÑA QUE NO FUE

"España es un pueblo que ha querido ser demasiado." 
NIETZSCHE


¿Cuándo comienza la decadencia del imperio español? El anhelo de fechas exactas da origen a diversas posturas: hay quienes esgrimen la fecha 1588, año de la Armada Invencible; algunos desplazan la fecha una década más tarde, con la muerte de Felipe II; no faltan los críticos del Rey Prudente que opinan que la decadencia se originó con su subida al trono en 1556; finalmente, otros sitúan el comienzo del fin recién en 1643, con la batalla de Rocroi, que indudablemente marca un hito tras siglo y medio de hegemonía militar española.
La prolongada existencia del imperio dificulta de por sí su división en base a fechas puntuales: quizás es más atinado preguntarnos en qué fase comienza dicho declinar. Mejor aún: ¿por qué no reflexionar cuál elemento del ideal imperial es el causante de su fracaso?

En 1516 Carlos de Gante, miembro de la dinastía austríaca de los Habsburgo, accede al trono de España con el nombre de Carlos I, tras la muerte de su abuelo Fernando el Católico. El joven rey es a la vez uno de los principales pretendientes al título de emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, aspiración que se materializa tres años más tarde: con el nuevo y más ampliamente difundido nombre de Carlos V se convierte así en el monarca más poderoso de la Cristiandad, controlando un vasto imperio al que pronto se añadirán las conquistas de México y Perú y sus fabulosos tesoros.
España parece haber alcanzado el apogeo de su poderío: pero es justamente este hecho el que presagia simultáneamente la inevitable caída. En resumen: en la grandeza misma de España están presentes las simientes de su decadencia.
Y esta paradoja está magistralmente sintetizada en la frase de Nietzsche. Lo que perdió a España fue el ser una nación desmesurada, ebria de gloria y de ambición (y por esta última entiendo algo mucho más amplio que la vulgar sed de oro presentada por la leyenda negra anglo-holandesa). No: la ambición de metales preciosos existió sin duda alguna, pero palidece junto a la ambición de extender hasta el infinito los límites del imperio, de ser escudo de la Cristiandad frente al avance musulmán, de constituírse en árbitro de Europa, de erigirse en campeón inflexible de la religión católica.
¿Cuál habría sido el curso de la Historia si en lugar de dicho ideal imperial hubiera preponderado una política menos pretenciosa y más realista? Al formular esta hipótesis acude inmediatamente a la memoria el nombre de Fernando de Aragón, y vale la pena tratar brevemente sobre dicha figura, tan controvertida como trascendental.
Desgraciadamente ha prevalecido hasta nuestros días un retrato inexacto de Fernando: para la mayoría se trata de una figura sosa y menor, totalmente a la sombra de su mujer Isabel la Católica. De hecho, Fernando de Aragón ha sido para muchos el mejor rey que tuvo España: un político brillante y de un frío pragmatismo, modelo de Macchiavelli para su Principe; un regente decidido y astuto, que por un lado reaccionaba enérgicamente contra las pretensiones francesas en Italia mientras que cultivaba la tradicional alianza España-Inglaterra contra el dúo Escocia-Francia; un gobernante que, si bien se mostró ingrato frente a figuras tales como el Gran Capitán, mantuvo siempre su lealtad para con su nación.
Pero por sobre todo, la estrategia de Fernando el Católico se destaca por su realismo y practicabilidad. No encontramos en ella gestos irreflexivos ni superfluos: toda acción está subordinada a un plan a largo plazo. Primer objetivo de su gobierno fue la unidad peninsular; le siguió la derrota definitiva de los moros; por último, sobrevino la defensa de las posesiones italianas frente al avance francés.
Debemos sin duda hacer notar que Fernando no debió enfrentar esa tormenta que dividió Europa occidental en dos bandos irreconciliables y que fue la Reforma; en ese sentido, su labor diplomática se vio facilitada por la unidad religiosa que aún imperaba en el continente. Sus sucesores no serían tan afortunados: el dilema entre su condición de paladín del catolicismo y la necesidad de una Realpolitik se tornaría para Felipe II un problema insoluble.

¿Podemos imaginarnos una España que hubiera renunciado a la idea del imperio? Vale la pena fantasear con dicho pensamiento.
Tal Estado hubiera racionalizado su política internacional. Por ejemplo, estableciendo como límite de su zona de influencia el Mediterráneo occidental, desentendiéndose de lo que ocurriera al este de Sicilia y desoyendo los pedidos de un socio tan voluble y poco digno de confianza como Venecia. Para España hubiera sido más provechoso concentrar esfuerzos en eliminar definitivamente ese nido de piratería que era Argel, permanente fuente de temor para las población costera y el tráfico marítimo de la península.
Asimismo, los Habsburgo de Madrid hubieran hecho mejor en mostrarse más reacios frente a los frecuentes pedidos de ayuda de sus parientes vieneses. Tomemos como ejemplo la Guerra de los Treinta Años: hechos como la victoria imperial en la Montaña Blanca frente a los rebeldes bohemios, la ocupación del Bajo Palatinado y la brillante victoria de Nördlingen no hubieran tenido lugar de no haber sido por los tercios españoles. Estas páginas de gloria se saldaron sin embargo con elevados costos y el consecuente descuido de los propios intereses. En la prolongada y frecuentemente conflictiva relación entre las dos ramas de la casa Habsburgo fue indudablemente la española la que demostró más frecuentemente su lealtad.
La independencia de los Países Bajos era, debido a motivos geográficos, económicos e idiomáticos, un proceso sencillamente irreversible. Una política religiosa más tolerante y el respeto a la autonomía regional hubieran quizás posibilitado una retirada gradual y menos traumática. Por otro lado, debemos admitir que la inmensa riqueza de dichas provincias (Amberes era por entonces el puerto más importante de Occidente) dificultaba enormemente tomar tal decisión. Además, sería injusto atribuír la revuelta neerlandesa exclusivamente a la intransigencia española: cuando la regente Margarita de Parma otorgó concedió mayor libertad religiosa a los calvinistas, su actitud tolerante se vio recompensada por la ola de vandalismo insensato que conocemos como la furia iconoclasta, que solamente en Flandes occidental devino en el saqueo y profanación de más de 400 iglesias y conventos, con la consecuente destrucción de obras de arte irrecuperables.
Si bien el estado de guerra declarada entre España e Inglaterra tuvo una duración relativamente breve, por el contrario puede afirmarse que la agresión encubierta de la última fue permanente, apoyando a los rebeldes holandeses y promoviendo incursiones piratas contra el tráfico naval y los puertos ibéricos. Una invasión de las islas británicas como se intentó en 1588, por más tentadora que resultara la idea, no tenía posibilidades reales de asegurar una conquista duradera y definitiva. ¿Qué hacer frente a dicho problema? Por un lado, de haberse evitado el conflicto en los Países Bajos las posibilidades inglesas de intervención se hubieran reducido sustancialmente; por otra parte, quizás la respuesta más sencilla y practicable a las incursiones navales hubiera sido responder con la misma moneda, asolando el litoral británico y forzando a las naves enemigas a abocarse a la defensa costera y limitando así las actividades corsarias. Pero sin duda la mejor solución hubiera sido evitar la confrontación con Inglaterra, prosiguiendo la sabia política de no agresión de Carlos V: recordemos que Felipe II fue incluso consorte de la reina María Tudor entre 1554 y 1558. Ambas naciones tenían mucho que ganar con una alianza en contra del enemigo común que era Francia, y en ese sentido la ruptura de relaciones entre España e Inglaterra fue uno de los mayores fallos de la diplomacia internacional durante la segunda mitad del siglo XVI. Con el paso del tiempo, la piratería inglesa y el velado apoyo de España a las conspiraciones contra Isabel fueron agrandando el vacío entre ambos reinos hasta llegar a un punto de no retorno.
La política americana de España fue básicamente correcta. La corona evitó embarcarse en la conquista propiamente dicha y se limitó a estimular las iniciativas privadas: de esta forma, sin cargar con costo alguno, el gobierno peninsular se beneficiaba de aquellas expediciones coronadas con el éxito. La expansión se llevó a cabo en un inmenso territorio de existencia hasta entonces desconocida, lo que evitaba una confrontación directa con las restantes potencias europeas: el resultado fue la creación a un precio relativamente reducido de un vasto imperio, una hazaña que fue motivo de envidia para generaciones de gobernantes franceses e ingleses.

Una España contraria a involucrarse en guerras en el extranjero hubiera hecho más por el bienestar de sus habitantes, evitando la sangría de hombres y dinero en la sufrida Castilla y que la plata de las Indias terminara en gran parte en manos de prestamistas, soldados y proveedores del ejército. Tal España, indudablemente, hubiera sido una nación más razonable, más acomodada y con mucho menos triunfos militares de los que vanagloriarse. Y sin embargo, resulta paradójico pensar que tal estado ideal muy probablemente no ejercería sobre nosotros la misma fascinación que la España que fue, con su pathos, su idealismo quijotesco y su grandeza trágica…

Mario Díaz Gavier

lunes, 19 de noviembre de 2012

SOBRE LA INCOMPETENCIA MILITAR DE BARTOLOMÉ MITRE

Pocas batallas de nuestra historia gozan de la fama de Curupaytí. La participación de la flor y nata de la juventud argentina, los espléndidos ejemplos de heroísmo individual y el inevitable halo épico que rodea a toda tragedia confieren a la jornada de Curupaytí una fascinación irresistible.
Y sin embargo, una faceta menos gloriosa permanece aún hoy en la sombra: la responsabilidad de tal catástrofe. Particularmente desconcertante es la benévola indulgencia de historiadores, analistas militares e incluso sobrevivientes de la jornada para con Mitre, a pesar de que, como comandante en jefe, puso en práctica un plan de batalla que implicó un ataque frontal de infantería contra una línea fortificada casi inexpugnable, condenando a sus hombres a una muerte segura.
A ello se suma la versión -omnipresente en los libros de texto escolares- que atribuye la parálisis de diez meses en las operaciones aliadas exclusivamente a las “antipatrióticas” revueltas del interior. Dicha afirmación no resiste un análisis serio: la principal causa de tal situación fue el desastre de Curupaytí, que dejó prácticamente fuera de combate al relativamente reducido contingente argentino y asestó un golpe de muerte a la ya menguada reputación del generalísimo.
Transcurrido más de un siglo de la muerte de Mitre, tal distorsión de los hechos es sencillamente incomprensible y menos aún justificable: culpable de ello es el maniqueísmo historiográfico que rige aún nuestra visión del pasado. En realidad, una figura de la complejidad de Mitre sólo puede ser estudiada seriamente separando en ella al literato, al político y al jefe militar. El primero está representado principalmente por sus trabajos pioneros sobre Belgrano y San Martín, con justicia dignos de elogio; el político constituye sin duda la faceta más polémica y no es mi propósito emitir un veredicto definitivo (si es que algo así fuera posible) sobre quien fue para unos figura emblemática del liberalismo, adalid del progreso y primer presidente de la Argentina unificada y para otros quien encarnó la segregación del puerto, la primera ruptura del orden constitucional y la sangrienta “pacificación” de las provincias; por último, el jefe militar fue indiscutiblemente responsable del mayor desastre militar de nuestra historia (en el transcurso de cuatro horas el ejército argentino tuvo tres veces más muertos que durante toda la Guerra de las Malvinas) y un claro ejemplo de incompetencia militar que no se desmerece al lado de figuras tales como Lord Raglan (Balaclava) o George Custer (Little Big Horn).


Contrariamente a lo que han pintado algunos de sus detractores, Mitre no era un general improvisado: había comenzado su carrera militar a la temprana edad de dieciséis años y sus estudios, combinados con sus numerosas lecturas y su experiencia en el campo de batalla -más allá de los reveses de Sierra Chica y Cepeda- lo habilitaban en teoría ampliamente para asumir el cargo de generalísimo de los ejércitos aliados. Sin embargo, sus graves limitaciones como comandante quedarían brutalmente expuestas en Curupaytí.


En su notable trabajo On the psychology of military incompetence, Norman Dixon rebate la idea de la ineptitud como patrimonio exclusivo de individuos mentalmente limitados, señalando que muchas catástrofes militares fueron protagonizadas por oficiales de excelentes calificaciones académicas: tal el caso de Arthur Percival, el comandante de Singapur cuya rendición al frente de 130.000 soldados británicos, australianos e hindúes representó el mayor desastre en la historia inglesa. Dixon enumera catorce rasgos psicológicos que a su juicio son sintomáticos de la incompetencia militar y no resulta sorprendente que Mitre, cuya capacidad intelectual está fuera de discusión, ejemplifique varias de dichas características, a saber:
-Grave despilfarro de recursos humanos y fracaso en cumplir con la economía de fuerzas, uno de los principios básicos de la guerra.
-Tendencia a rechazar o ignorar información desagradable o que contradice prejuicios existentes.
-Tendencia a subestimar al enemigo y sobreestimar la capacidad del lado propio.
-Indecisión y tendencia a abdicar del rol de hacedor de decisiones.
-Fracaso en realizar un reconocimiento adecuado.
-Predilección por asaltos frontales, a menudo contra el punto más fuerte del enemigo.
-Creencia en el predominio de la fuerza bruta por sobre la astucia.
-Fracaso en el uso de la sorpresa o el engaño.
En tal sentido, es sugerente el paralelo existente entre Mitre y su plan en Curupaytí y lo acontecido ochenta años después con otro estratega y otra iniciativa desafortunada: Montgomery y la Operación Market-Garden. Más allá de la superior cultura del estadista argentino no son pocas las coincidencias entre estas figuras: ambos eran comandantes que habían adquirido la reputación de metódicos y precavidos; ambos se hallaban supeditados al apoyo de un poderoso aliado con quien las relaciones distaban de ser ideales, viéndose obligados a someter sus decisiones a debate y contemporizar con frecuencia; ambos se decidieron por una suerte de “huída hacia adelante” en forma de un plan temerario, insólitamente impropio de su personalidad, destinado a librarlos de la indeseada aura de indecisión e impresionar favorablemente a su socio militar; finalmente, ambos tuvieron la fortuna de encontrarse al final del conflicto en el bando vencedor, lo cual minimizó o incluso hizo olvidar los errores cometidos durante la contienda. 

Mario Díaz Gavier

 (Reproducido de En tres meses en Asunción. De la victoria de Tuyutí al desastre de Curupaytí por gentileza de Ediciones del Boulevard, Córdoba). 

lunes, 12 de noviembre de 2012

ROCROI Y LA "REVOLUCIÓN MILITAR"

En la segunda mitad del siglo pasado algunos prestigiosos historiadores enunciaron la teoría de una “revolución militar” que, coincidiendo con los orígenes de la Edad Moderna, abarcaría la implementación de una artillería “práctica”, la aparición del sistema de fortificación abaluartado (conocido también como trace italienne), la invención del galeón y las reformas tácticas de Mauricio de Nassau. Más allá de que pueda ser discutible englobar dichas innovaciones bajo el rótulo de “revolución” (una acepción que sugiere más bien un proceso orgánico y acotado geográfica y cronológicamente) y que el período elegido no incluye novedades fundamentales como el resurgimiento de la infantería y la aparición de las primeras armas de fuego (que tuvieron lugar a principios del siglo XIV), ciertamente los hitos mencionados ejercieron una influencia muy importante en la conducción de la guerra durante los siglos XVI y XVII. Por desgracia, a los autores de dicha teoría se han sumado posteriormente discípulos excesivamente aplicados que han pretendido elevar una tesis interesante al rango de dogma y que -malinterpretando a sus maestros, considerablemente más perspicaces- han empleado la expresión “revolución militar” para aludir exclusivamente a las reformas iniciadas por los holandeses y proseguidas por Gustavo Adolfo de Suecia, a cuya inapelable superioridad han atribuído todo revés sufrido por los Habsburgo durante la Guerra de los Treinta Años. En consecuencia, parece necesario describir brevemente dichas innovaciones para valorarlas en su justa proporción.
En la última década del siglo XVI Mauricio de Nassau, hijo de Guillermo el Taciturno y líder de los rebeldes neerlandeses, encaró una serie de reformas con el objetivo de mejorar el rendimiento de sus tropas, que hasta entonces habían demostrado una frustrante inferioridad frente a los veteranos españoles. Una de dichas innovaciones consistió en adoptar un orden lineal, ciertamente vulnerable a una embestida enemiga (lo cual hacía necesario el despliegue de tres líneas con las formaciones dispuestas en forma alternada) pero que permitía desplegar un mayor número de bocas de fuego: la nueva unidad holandesa, el semirregimiento o troup, sumaba solamente 850 hombres (en lugar de los 2.000 de los antiguos regimientos) y desplegaba en el centro sus piqueros, flanqueados por sendas formaciones de mosqueteros y con los arcabuceros formando los extremos.
Las nuevas formaciones, más delgadas, fueron posibles gracias a un novedoso sistema de tiro: la contramarcha. Ésta se basaba en filas de diez tiradores en las cuales el primer soldado, tras disparar, se dirigía al final de la fila para recargar cediendo paso al segundo y así sucesivamente, obteniéndose de esta forma un caudal regular de fuego. La autoría de dicho principio no corresponde estrictamente a Mauricio de Nassau, ya que le fue sugerido por su hermano Guillermo Luis en una carta del 8 de diciembre de 1594 (a su vez, el remitente confesaba que la idea le había sido inspirada por la lectura del escritor romano Aelio), existiendo además varios antecedentes en acción de dicha táctica: pero sin ninguna duda, al comandante holandés le cabe el honor de haber sido el primero en sistematizarla.
Las citadas innovaciones tácticas fueron acompañadas por un incremento de la cifra porcentual de oficiales, un adiestramiento continuo de los soldados (que integraban ahora un ejército regular, lo cual no era nuevo para los españoles pero sí para los neerlandeses, que habían debido librar sus primeras campañas con improvisadas hordas de mercenarios poco confiables) y recibían puntualmente su paga (lo cual era inusual en el Ejército de Flandes). Así y todo, debe señalarse que el resultado de dicha reforma distó de ser espectacular: en lo que a batallas campales se refiere, se limitó a los ambiguos triunfos de Turnhout (1597) y Nieuport (1600). Ello no ha impedido que algunos autores hayan proclamado la presunta superioridad de Mauricio de Nassau frente a comandantes tales como el duque de Alba o Alejandro Farnesio, pasando por alto el despropósito implícito en la imagen de un gran general que rara vez libró una batalla y cayendo así en un absurdo similar al que sería conferir la distinción de gran compositor a un destacado teórico musical.
Ya en 1601 la reforma militar holandesa fue conocida en Suecia gracias a la participación del conde Juan de Nassau-Siegen en el conflicto sueco-polaco, pero recién un cuarto de siglo más tarde estas innovaciones desarrollarían todo su potencial en manos del rey Gustavo Adolfo. Para ese entonces, la cadencia de tiro había mejorado de forma tal que permitía la reducción de las formaciones a seis hombres en fondo, y el monarca sueco introdujo además mejoras tales como el aligeramiento del mosquete (que permitió prescindir de la horquilla y marcó en su ejército la desaparición del arcabuz) y la provisión a cada regimiento de cuatro cañones ligeros de 3 libras: estos falconetes de bronce fueron las primeras piezas servidas por soldados y constituyeron un precedente de lo que hoy llamaríamos armas de apoyo a la infantería, reemplazando al fallido experimento de los llamados “cañones de cuero”.
En lo táctico, Gustavo Adolfo empleó como formación básica el escuadrón, constituído por un núcleo de piqueros con sendos grupos de mosqueteros a los costados: por su parte, la brigada reunía a dos escuadrones lado a lado y un tercero adelantado, adoptando así la forma de una “T” invertida (originariamente estaba previsto un cuarto escuadrón como reserva, pero la escasez de piqueros impidió en suelo alemán emplear dicha formación). Con respecto a la caballería, su protección fue aligerada y se permitió el uso de la pistola sólo a las dos primeras hileras poco antes del choque con el enemigo: la espada pasaba así a ser el arma principal del jinete. A fin de compensar la pérdida de poder de fuego, pequeños grupos de mosqueteros fueron entremezclados con la caballería (aunque dada la dispar velocidad de caballos y hombres, dicha cooperación debe haber forzado a la caballería a sacrificar parte de su movilidad).

Un plano contemporáneo de la batalla de Rocroi. Como puede verse, no hay una diferencia apreciable de tamaño entre las formaciones francesas y españolas, lo cual constituye un sugerente indicio de que la posterior versión que atribuye la victoria a la agilidad de las formaciones “protestantes” frente a pesadez de sus equivalentes “católicas” carece mayormente de asidero.


Trazada esta somera descripción de las tácticas “protestantes”, haremos a continuación lo propio con sus equivalentes “católicas”. Es usual referirse a las formaciones utilizadas por España y sus aliados con el nombre de “tercio”, lo cual estrictamente no es correcto por cuanto dicho término designa en realidad una unidad orgánica, equivalente al regimiento en otros ejércitos. La formación utilizada por dichos tercios era el escuadrón, que consistía básicamente en un cuadro de piqueros flanqueado por guarniciones de arcabuceros y provisto en cada uno de sus vértices de una manga de arcabuceros y mosqueteros. Los tipos más usuales eran el escuadrón cuadro de terreno (un cuadrado con un determinado número de hombres de frente y la mitad de fondo, ya que cada soldado ocupaba teóricamente un rectángulo de tres pies de ancho y siete de altura) y el prolongado (de forma rectangular), que podía ser de gran frente (el lado más extenso dando al enemigo) o de frente estrecha (ofreciendo el lado más reducido). Curiosamente, la imagen más habitual de un tercio es la de escuadrón cuadro de terreno, a pesar de que el preferido era el prolongado de gran frente por su mayor capacidad ofensiva.
El primer choque entre las formaciones tradicionales y las reformadas tuvo lugar en Breitenfeld, resultando como ya hemos visto en una victoria protestante. Los pesados escuadrones de cuadro de terreno de Tilly, con sus cincuenta hombres de frente y treinta de fondo, carecían de la movilidad de las formaciones suecas, que pudieron desplazarse rápidamente y cubrir la brecha abierta por la retirada de las tropas sajonas: asimismo, la superioridad artillera del ejército de Gustavo Adolfo se mostró decisiva.
Sin embargo, sería un error creer que los católicos no reconocieron el valor de las nuevas tácticas: de hecho acusaron su influencia con una rapidez pasmosa, y ya en Lützen el ejército imperial empleó formaciones más delgadas, artillería más ligera y un fuego de mosquetería organizado en salvas. A ello se añadiría la derrota de los suecos en Nördlingen a manos de los tercios españoles, una batalla significativamente omitida por muchos adeptos de la “revolución militar” por cuanto constituyó una incómoda evidencia de que en determinadas circunstancias los macizos escuadrones tradicionales podían dar buena cuenta de las formaciones lineales (de hecho, es significativo que tras dicho revés los suecos reemplazaran la brigada por formaciones similares a las holandesas). Por último, debemos hacer notar que la asimilación de las citadas novedades tácticas y técnicas no fue de ningún modo homogénea: por ejemplo, en las islas británicas y en Europa oriental su influencia fue considerablemente más reducida. Que Francia estuviera aliada a Holanda y Suecia no implica forzosamente el empleo de las mismas tácticas, y de hecho no hay pruebas irrefutables de que los galos adoptaran dichas innovaciones a una escala mucho mayor que los españoles: de esta forma, la mayoría de los textos que explican lo acontecido en Rocroi a la luz de la “revolución militar” recurren a una traslación gratuita e infundada del “modelo Breitenfeld”. El enfrentamiento que tuvo lugar en Rocroi no fue ejemplo del choque entre dos concepciones militares sino del duelo entre un imperio aún poderoso pero agobiado por numerosas y prolongadas guerras y una nación en ascenso y ansiosa por hacerse de la hegemonía continental.

Mario Díaz Gavier

(Reproducido de Rocroi 1643. El ocaso de los tercios por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).

sábado, 3 de noviembre de 2012

LEPANTO

A comienzos de 1571 las miradas de la Cristiandad -y ciertamente también las de su sempiterno rival, el Imperio Otomano- estaban fijadas en una pequeña ciudad situada en la costa oriental de Chipre: Famagusta.
En julio del año anterior una poderosa flota turca de 200 galeras había desembarcado 50.000 infantes y 2.500 jinetes en las cercanías de Limassol. Al frente de este cuerpo expedicionario se hallaba Lala Mustafá, antiguo tutor del actual  sultán Selim II cuya habilidad como intrigante le había asegurado el cargo de gobernador de las provincias y comandante supremo del ejército. Selim II le había confiado la tarea de arrebatar Chipre del dominio veneciano y obtener así la gran victoria que tradicionalmente debía inaugurar el reinado de cada sultán (asimismo, no eran pocos quienes afirmaban que los proverbiales vinos de la isla constituían un aliciente extra para un sultán cuya trasgresión de ciertas normas del Islam le había valido el elocuente apodo de “el Bebedor”).
El 25 de julio los invasores comenzaron el asedio de la capital, Nicosia. La guarnición sumaba solamente 3.000 soldados venecianos y 5.000 milicianos chipriotas carentes de instrucción militar y de disciplina, ello agravado por la mala calidad de sus obras de defensa y la falta de decisión del gobernador Nicoló Dandolo. A pesar de todo los defensores resistieron durante más de seis semanas los ataques de los sitiadores, e incluso realizaron el 15 de agosto una exitosa salida. Sin embargo el 9 de setiembre se produjo el inevitable desenlace:  reforzados por 20.000 hombres tomados de la flota de galeras, los turcos realizaron un asalto general que tras dos horas de lucha logró abrir una brecha en las murallas. Siguieron otras ocho horas de combate hasta que finalmente Dandolo fue intimado a rendirse, a lo cual accedió: seguidamente él y los quinientos venecianos sobrevivientes fueron asesinados a sangre fría. Nicosia quedó durante tres días librada a los saqueos, violaciones y asesinatos de la soldadesca turca: la casi totalidad de los veinte mil habitantes fueron masacrados y sólo dos mil adolescentes sobrevivieron para terminar como objetos de placer en el mercado de esclavos de Constantinopla.
Un destacamento de caballería turca hizo poco después su aparición frente a las murallas de Famagusta: clavadas en sus lanzas se hallaban las cabezas de Dandolo y otros dignatarios de Nicosia. Sin embargo ello no intimidó a la guarnición, que estaba bien preparada y decidida a resistir. Los defensores sumaban apenas 350 hombres, pero al frente de ellos se hallaba Marcantonio Bragadino, gobernador indómito y capaz. El 18 de setiembre comenzaba oficialmente el sitio de Famagusta.
La pequeña guarnición resistió una y otra vez los embates de las hordas del Islam; en su heroica lucha se vió ayudada por la llegada del otoño y el consecuente regreso de la mayoría de las galeras de Constantinopla. El 26 de enero de 1571 dieciséis galeras y tres mercantes venecianos irrumpieron frente a Famagusta y tras hundir tres galeras turcas procedieron a descargar 1.600 soldados, víveres y munición y embarcar a heridos, enfermos y no combatientes. Este inesperado refuerzo levantó enormemente la moral de los defensores, pero era evidente que sólo la intervención de una gran flota podría evitar la caída definitiva de Chipre en manos turcas.
Alarmado ante las noticias de Chipre, el Papa Pío  V  había urgido a las naciones cristianas a formar una Santa Liga para enfrentar el avance musulmán. Los resultados habían sido decepcionantes: la Inglaterra anglicana de Isabel I y la Rusia ortodoxa de Iván el Terrible ignoraron simplemente el pedido y, peor aún, la reacción de algunos reinos católicos no había sido mejor: el emperador Maximiliano II no estaba dispuesto a romper la tregua de ocho años recientemente firmada con el sultán, a quien debía pagar tributo regularmente; la subsistencia de Polonia dependía de las enormes compras de ganado por parte de Constantinopla; por su parte, la Francia del Rey Cristianísimo mantenía una tradicional alianza con el imperio otomano en contra de los Habsburgo españoles  y austríacos (las galeras turcas habían incluso invernado en Tolón durante una de sus periódicas incursiones anuales).
Al final, sólo tres potencias se mostraron dispuestas a aceptar el desafío: el Papado mismo, la España de Felipe II (a cuyo servicio se encontraba Génova) y Venecia. Sin embargo, un intento de suscribir el acuerdo en marzo de 1571 fracasó: irónicamente fue justamente Venecia quien se negó a integrar la Santa Liga.
La República de San Marcos tenía una larga tradición en lo que a intriga y duplicidad se refiere. Durante las guerras italianas entre Francia y España había cambiado frecuentemente de bando, y ahora intentaba desesperadamente conservar Chipre y a la vez no romper sus lucrativas relaciones comerciales con Constantinopla. Venecia, despreciada por muchos como “la prostituta que se acuesta con el Turco”, era tributaria del Sultán, a cambio de lo cual traficaba provechosamente con especias y otros artículos de lujo. Increíblemente la masacre de Nicosia  no había influído en lo más mínimo en la diplomacia de la Serenísima: es comprensible que muchos de sus vecinos fueran reacios en acudir en ayuda de un Estado que sacrificaba sus dominios  y habitantes a una política amoral y miope. Recién el 25 de mayo, habiendo constatado lo inexorable de las intenciones turcas, Venecia accedió a suscribir el Tratado de la Santa Liga: sin embargo, esos dos meses y medio de demora tendrían funestas consecuencias para Chipre.
A despecho de su poderío económico Venecia era, al igual que Portugal, un imperio mercantil, no militar: sus posesiones no estaban formadas por territorios extensos sino por factorías comerciales aisladas. Tras una fachada de poderío se ocultaba una intrínseca debilidad: enfrentada a una verdadera potencia militar, el imperio insular veneciano estaba destinado a desmoronarse como un castillo de naipes, confirmando una vez más que (al decir de Chesterton en relación al conflicto entre Cartago y Roma) “el mercader jamás podrá vencer al guerrero”.

Mientras ello ocurría en Europa, los heroicos defensores de
Famagusta proseguían su denodada resistencia. Los zapadores turcos cavaban incansablemente minas bajo las murallas: con idéntico afán sus rivales realizaban contraminas destinadas a estallar bajo el enemigo, o mejor aún, a irrumpir en la mina turca y saquear la pólvora almacenada, tan necesaria para la jaqueada guarnición.
En abril los turcos volvieron a reunir doscientas galeras frente a Chipre: esta vez las comandaba Alí Paschá, un mohecín cuya hermosa voz le había valido el apoyo del harén del sultán, nido de toda intriga en Constantinopla. La flota comenzó a desembarcar miles de jenízaros, solados-esclavos de origen cristiano que formaban parte de la elite del ejército turco. A fines de mayo Lala Mustafá había dispuesto 74 cañones frente a los muros de Famagusta: durante el asedio dispararían la increíble cifra  de 150.000 proyectiles.
Finalmente, los turcos lograron abrir una brecha en las murallas, pasando seguidamente al asalto: tras cinco horas de combate fueron rechazados con enormes pérdidas. A pesar de la aplastante superioridad numérica y artillera del adversario, Bragadino y sus hombres lograron resistir otros tres asaltos, el último de ellos el 31 de julio. Sin embargo, la capacidad de los intrépidos defensores tocaba a su fin, debido a las pesadas bajas sufridas y la escasez de víveres y pólvora. A pesar de la terrible experiencia de Nicosia, Bragadino decidió incautamente aceptar el ofrecimiento de Lala Mustafá de permitir la libre retirada de los defensores,  que serían transportados  por galeras turcas a Creta.
El 4 de agosto Bragadino y varios de sus oficiales se presentaron en la tienda de Lala Mustafá: tras intentar vanamente provocar un incidente, el comandante turco hizo una señal a sus hombres. Bragadino fue encadenado y le fueron cercenadas la nariz y las orejas; sus hombres fueron descuartizados delante de sus ojos. Los sobrevivientes de la guarnición fueron asesinados o encadenados al remo de las galeras. Trece días después, tras ser paseado y vejado delante del ejército enemigo, Bragadino fue desollado vivo. Su piel fue rellenada con paja y junto con las cabezas de sus comandantes enviada como botín de guerra a Constantinopla.
Se dice que el proceder perjuro y bestial de Lala Mustafá, furioso al descubrir las ínfimas dimensiones de la guarnición que había resistido sus ataques, horrorizó incluso al sultán. El sacrificio de Bragadino y sus hombres  no había sido en vano: habían infligido al gigantesco ejército sitiador alrededor de 40.000 bajas y paralizado durante casi once meses el avance del Islam en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, la caída de Famagusta abría ominosos interrogantes para la Cristiandad: ¿quién podría frenar ahora la embestida turca? ¿Sería imposible impedir que el sultán cumpliera con uno de los proyectos más caros al Islam: la captura de Roma, la Manzana Roja?

El Papa Pío V era una de las figuras emblemáticas de ese movimiento de renovación que fue la Contrarreforma. Al contrario que la mayoría de sus predecesores, Michele Ghislieri (tal era su auténtico nombre) era de origen muy humilde: su padre había sido arriero de mulas y él mismo había sido pastor antes de ingresar a la orden de los dominicos a la edad de catorce años. De aspecto ascético,  su ascenso al papado había constituído una sorpresa para  la mayoría, y fue seguido por una serie de enérgicas medidas destinadas a combatir el relajamiento de las costumbres  imperante: varios miembros de la curia famosos por su conducta escandalosa (por ejemplo Minale, el corrupto tesorero
del anterior Papa Pablo  IV) fueron expeditivamente enviados a las galeras.
El año anterior, una flota que  había intentado socorrer Chipre  había fracasado en forma lamentable debido a que Marcantonio Colonna, su afable comandante romano, no había logrado imponerse sobre la tradicional rivalidad entre venecianos y genoveses. Para Pío V era claro que nueva flota sólo podía estar bajo el mando de un líder cuya autoridad fuera reconocida por todos los miembros. Su elección cayó sobre un príncipe de veinticuatro años que se había destacado en la lucha contra los moriscos de las Alpujarras: su nombre era Don Juan de Austria.

Durante su campaña contra la liga de Schmalkalden el emperador Carlos V había conocido en
Regensburg a Barbara Blomberg, hija de un oficial ya fallecido. Con sus veintidós años, su cabellera rubia y una agradable voz  la muchacha no tardó en seducir al emperador viudo. El 24 de febrero de 1547, semanas antes de la decisiva victoria imperial en Mühlberg, Barbara dio a luz un niño. Luis Quijada, funcionario del monarca, fue encargado de tomar las medidas pertinentes: se concertó el casamiento de la madre con un camarero de la corte que posteriormente sería nombrado comisario del ejército de Flandes. En cuanto al recién nacido, fue bautizado Jerónimo y dado en adopción a un músico flamenco de la corte llamado Frans Massi, que estaba a punto de retirarse con su mujer a Leganés, una aldea de Castilla situada entre Madrid y Toledo.
Años después, al morir Frans Massi, Quijada y su mujer asumieron la custodia del niño y se encargaron de impartirle una educación adecuada. En 1558, a la edad de once años, el muchacho pudo finalmente conocer a su padre el emperador Carlos V, retirado en el Monasterio de Yuste y ya en su lecho de muerte. Al año siguiente se produjo el encuentro oficial del joven con su medio hermano el rey Felipe II: Jerónimo pasó a ser llamado Don Juan de Austria y a partir de 1581 fue compañero de estudios en la universidad de Alcalá del desdichado príncipe heredero Don Carlos y de Alejandro Farnesio, hijo de Margarita de Parma y con el cual lo uniría una sincera amistad.
En octubre de 1567 Felipe II nombró a Don Juan almirante, confiándole el mando de treinta y tres galeras que custodiaban la costa de Andalucía contra los piratas argelinos. Le fue asignado como segundo Don Luis de Requesens, noble catalán cuya función era instruir y vigilar al joven príncipe.
En la Navidad de 1568 estalló en la región andaluza de las Alpujarras el levantamiento de los moriscos. Medidas poco acertadas del gobierno habían provocado el descontento de esa minoría, cristiana en apariencia pero fervientemente musulmana en su fuero íntimo. La rebelión dio lugar a terribles crímenes: varios sacerdotes fueron martirizados y numerosas mujeres fueron vendidas como esclavas a Argel. La posibilidad de un desembarco turco en España parecía más cercana que nunca, y el gobierno desató una feroz represión a cargo de los rivales marqueses de Mondéjar y Los Vélez. La falta de coordinación de estas fuerzas motivó la designación de Don Juan de Austria como comandante conjunto. El flamante jefe se desempeñó gallardamente durante la toma de la ciudad fortificada de Galera en febrero de 1570 y la conquista de la Sierra de Serón al mes siguiente. Recién en noviembre de ese año finalizó esta campaña, dura y amarga como toda guerra civil. En su transcurso Don Juan tuvo varios gestos nobles: por ejemplo, perdonando la vida a 4.200 mujeres y niños de Galera, contraviniendo abiertamente las draconianas órdenes del rey.
Accediendo al pedido del Papa, Felipe II concedió a Don Juan el mando de la flota. Sin embargo, dos circunstancias revelaron la naturaleza desconfiada del monarca: por un lado, Don Juan no podía impartir órdenes sin el consentimiento de su mentor Luis de Requesens; por otra parte, se estableció que el tratamiento debido a Don Juan era “Excelencia” y no “Alteza”, título reservado a la familia real...

El 23 de agosto de 1571 Don Juan arribó a Messina procedente de Barcelona; allí se reunió con Marcantonio Colonna, que comandaba las galeras pontificias, y una semana después hacían su aparición las galeras venecianas procedentes de Creta. El estado de las naves era irregular: mientras que las nuevas galeras españolas, construídas de pino de los Pirineos se mostraban sólidas y marineras, la mayoría de las galeras venecianas padecía una crónica escasez de galeotes y soldados. Don Juan logró que los venecianos aceptaran a regañadientes embarcar en sus naves veteranos infantes  españoles: tal decisión se mostraría crucial.
Durante los consiguientes consejos de guerra se manifestaron las diferencias entre los miembros de la Santa Liga. El almirante genovés Gianandrea Doria sostenía la necesidad de actuar con cautela y preservar en lo posible las naves, siguiendo las directivas de Felipe II. Este punto de vista obedecía al complejo de inferioridad de los marinos cristianos, casi resignados a ser regularmente batidos por los otomanos. Por su parte, Don Juan, Colonna y los venecianos eran partidarios de entablar decididamente combate con la flota turca o atacar sus bases de Lepanto o Negroponte, en Grecia. Finalmente prevaleció este punto de vista.
El 27 de setiembre, la flota cristiana hizo su aparición frente al puerto de Corfú. Alí Paschá había intentado sin éxito capturar la ciudad y despechado se había limitado a asolar la isla, esclavizando pobladores, saqueando casas y profanando iglesias. Al día siguiente una fragata trajo un mensaje de Gil d´Andrade, un curtido caballero de Malta despachado con cuatro galeras como avanzada: la flota otomana se dirigía a Lepanto, puerto del Golfo de Corinto, y según todos los indicios se disponía a invernar allí. Don Juan decidió salir en su persecución.
El 5 de octubre la flota cristiana se hallaba en el puerto de Fiscardon, en Cefalonia: allí les llegó la tardía noticia de la caída de Famagusta y el martirio de Bragadino. La novedad corrió de barco en barco como un reguero de pólvora y sumió a los venecianos en una furia ciega.


El 7 de octubre de 1571 fue un domingo. La flota de la Santa Liga navegaba por el Golfo de Patras con rumbo este con una formación de "T" cuyo frente abarcaba más de seis kilómetros. En el flanco izquierdo formaban 53 galeras venecianas bajo el comando de Agostino Barbarigo y Marcantonio Quirini. El centro estaba integrado por 52 naves, mayormente españolas: a la vanguardia, iba la Real, nave insignia de Don Juan, flanqueada por las galeras del almirante veneciano Sebastiano Venier y del jefe pontificio Marcantonio Colonna. Los genoveses de Gianandrea Doria conformaban con 53 galeras el flanco derecho; detrás del centro se hallaba la reserva con 38 galeras bajo el mando de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, uno de los marinos más completos de su tiempo.
Al frente de las tres formaciones principales se había previsto destacar un par de galeazas venecianas, verdaderas armas secretas que jugarían un rol fundamental en la batalla. Se trataba de híbridos que combinaban el casco amplio de los llamados "navíos redondos" con la propulsión a remo de las galeras.  Si bien eran naves lentas que debían ser remolcadas hasta su posición de combate (las galeazas asignadas al ala derecha no alcanzarían a ocupar a tiempo su posición), su potencial residía en su formidable poder artillero: entre treinta y cuarenta piezas, dispuestas mayormente por banda.
La galera representaba la columna vertebral de ambas flotas.  Con una eslora de 45 metros y un desplazamiento de alrededor de 170 toneladas, esta esbelta nave de dos mástiles se caracterizaba por sus cincuenta o más remos, cada uno de ellos servido idealmente por cinco galeotes: la utilización de tal antiquísimo e inhumano sistema de propulsión estaba dada por la escasez e irregularidad de los vientos del Mediterráneo. En contraste con las galeazas, su armamento artillero se limitaba a cinco cañones fijos montados a proa, pero se trataba de una nave mucho más ligera y maniobrable. Gianandrea Doria había tenido dos iniciativas importantes: en primer lugar, había embarcado 500 arcabuceros en cada una de las galeazas, a fin de proporcionarles potencia de fuego extra; por otra parte, había quitado los espolones a las galeras, a fin de aligerarlas y asegurarse que los artilleros apuntaran al casco de las naves enemigas en lugar de limitarse a dañar  su velamen. En total, la flota cristiana contaba con 196 galeras y 6 galeazas.
Pronto se pudo divisar a la flota turca, que avanzaba viento en popa en su clásica formación de medialuna. Al norte, enfrentado a los venecianos, se hallaban las 60 galeras y 2 galeotas de Mehmet Scirocco, gobernador de Egipto; el centro estaba formado por 87 barcos, conducidos por la Sultana de Alí Paschá, en la cual ondeaba el estandarte verde del Profeta con el nombre de Alá bordado 28.900 veces en letras doradas; el flanco sur estaba integrado por las 93 naves (61 galeras y 32 galeotas) del pirata Ochiali, temible pachá de Argel de origen calabrés; por último, 30 buques formaban la reserva. Los otomanos contaban en total con 216 galeras y 56 galeotas. Se calcula que a bordo de cada flota se hallaban embarcados 50.000 hombres.
A bordo de las naves turcas los jenízaros hacían sonar címbalos, tambores y pífanos;  en contraste, un pesado silencio reinaba sobre la flota cristiana. Los galeotes cristianos fueron liberados de sus grilletes y armados, y los bordes de las galeras enjabonados para prevenir el abordaje por parte de los enemigos.
Al acercarse ambas flotas, Alí Paschá ordenó adelantar su centro y retrasar los flancos. Su línea de batalla superaba a la cristiana en más de un kilómetro, y su plan era rodear al enemigo y destruírlo. Sin embargo, en ese momento el viento cambió de dirección: a bordo de las galeras cristianas se hincharon las velas y nadie dudó que se trataba de una señal del Todopoderoso. Poco después de las diez de la mañana se produjo el choque entre las dos flotas.
En el sector norte, Mehmet Scirocco se enfrentó a los venecianos. Allí se comprobó la utilidad de las galeazas (capitaneadas por parientes de Bragadino que ardían en deseos de venganza): sus mortíferas salvas averiaron numerosas galeras turcas y desarticularon su formación de combate antes del choque propiamente dicho. Imposibilitados de abordar estos monstruos debido a su alto bordo y al intenso fuego de mosquete que vomitaban, los turcos intentaron eludirlas para concentrarse sobre las galeras enemigas. Tuvo lugar una terrible batalla: la nave de Barbarigo fue rodeada por ocho barcos otomanos y su comandante herido mortalmente por una flecha que lo alcanzó en el ojo derecho. Sin amilanarse por la noticia, los venecianos prosiguieron la lucha, cuyo resultado parecía indeciso. De pronto se produjo una conmoción a bordo de las embarcaciones musulmanas: numerosos galeotes cristianos (muchos de ellos griegos e italianos recientemente capturados) lograron aserrar sus cadenas y se abalanzaron como una furia sobre las tripulaciones turcas. Ése fue el punto de inflexión: los venecianos se impusieron gradualmente, presionando al enemigo contra la costa, y finalmente todas las galeras otomanas fueron hundidas o capturadas. Mehmet Scirocco, reconocible por sus espléndidas vestiduras, fue encontrado sobre la cubierta de su barco en medio de un charco de sangre: mortalmente herido, suplicó a sus captores que abreviaran sus sufrimientos, siendo cumplido su deseo al día siguiente.
En el centro los musulmanes debieron soportar también un devastador fuego de artillería antes que las naves insignias de cada bando se lanzaran una sobre la otra. Don Juan ordenó tocar a los gaiteros y en armadura completa bailó delante de amigos y enemigos una festiva gallarda. Poco después la Real y la Sultana colisionaban con estrépito, y un regimiento sardo se lanzó al abordaje de la nave otomana. La lucha fue encarnizada:  dos veces avanzaron los cristianos hasta el palo mayor de la Sultana y dos veces debieron retroceder. Escenas similares se vivían alrededor: se calcula que en una superficie de 250 metros de largo por 150 de ancho combatían alrededor de una treintena de galeras.
Al saltar a la cubierta de la Sultana Don Juan fue herido en una pierna pero siguió luchando.  Un tercer asalto acorraló a los turcos en el castillo de popa, y cuando un arcabuzazo alcanzó a Alí Paschá en la frente un galeote malagueño se abalanzó sobre él y lo decapitó.  La visión de la cabeza de su almirante clavada en una pica desmoralizó totalmente a los turcos, que fueron aniquilados: la bandera verde del Profeta fue arriada y en su lugar se izó la bandera pontificia. A la una de la tarde la batalla en el centro se había decidido también a favor de los cristianos.
En el sur Ochiali maniobraba intentando flanquear a Gianandrea Doria: éste  por su parte se veía forzado a estirar su frente para evitarlo. Los capitanes de dieciséis galeras, indignados ante la cautela de su jefe, se separaron para participar de la lucha en el centro. En ese momento el astuto Ochiali aprovechó la brecha en la formación genovesa y se lanzó como un rayo hacia ella. En poco tiempo once de dichas galeras habían sido abordadas por los turcos, pero este éxito se vió opacado por un acto de heroísmo: un capitán cristiano llamado Benedetto Soranzo incendió el pañol de su nave, que voló por los aires junto con numerosos barcos enemigos.
Para entonces la lucha era general. Alejandro Farnesio, embarcado con doscientos de sus hombres en la capitana genovesa, se lanzó al abordaje de una galera enemiga con tal ímpetu que la nave fue capturada casi intacta. El capitán de la galera española Marquesa envió un bote con una docena de hombres para abordar por la retaguardia la galera turca con la cual acababan de atracar. Conduciendo este golpe de mano se hallaba uno de los tres mil voluntarios que habían acudido de todos los rincones de Europa respondiendo a la llamada del Papa, un soldado de aspecto enjuto que durante la lucha fue herido dos veces, una en el pecho y otra en el brazo: su nombre  era Miguel de Cervantes y Saavedra. El autor de Don Quijote llevaría con orgullo durante el resto de su vida las cicatrices de las heridas que adquirió en la que llamó “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.
Mientras tanto, Ochiali había atravesado la formación genovesa y se hallaba a su retaguardia con la ventaja del viento en popa. Sin embargo, para el pirata era obvio que la batalla estaba perdida y decidió retirarse, no sin antes intentar hacerse de una presa: con la ayuda de otros siete barcos, rodeó y capturó tras cruenta lucha a la Capitana, insignia de los caballeros de Malta. Sin embargo, al intentar huir fue interceptado por las galeras del marqués de Santa Cruz, de las cuales la Guzmana del capitán Ojeda abordó a la nave de Malta. Decidido a salvar el pellejo a toda costa, Ochiali se limitó a cortar el cabo de remolque y huir a toda vela con las trece galeras sobrevivientes: a bordo de la Capitana Ojeda encontró treinta caballeros muertos rodeados por trescientos cadáveres turcos.
A las cuatro de la tarde la batalla de Lepanto había concluído. La Santa Liga había perdido diez galeras y alrededor de 8.000 hombres, 4.800 de ellos venecianos. En cuanto a la flota turca, había sencillamente dejado de existir: los cristianos habían capturado o hundido ciento setenta galeras enemigas, y el número de muertos sumaba alrededor de 25.000. La victoria  se completaba con la liberación de 15.000 galeotes cristianos, 2.000 de ellos españoles, víctimas de la caza de hombres realizada por los otomanos durante los últimos años en el Mediterráneo. Don Juan de Austria se había convertido a los veinticuatro años en el héroe indiscutido de la Cristiandad, y esta fama ha perdurado hasta nuestros días.

Desde el momento mismo que se conoció en Europa la noticia de la victoria de Lepanto no faltaron voces que relativizaron su importancia, criticando el hecho de no haber completado el triunfo mediante la captura de Lepanto o incluso Constantinopla. Posteriormente algunos historiadores han sostenido esta postura: por ejemplo, en su A History of Warfare el mariscal
Montgomery calificó a Lepanto de “victoria negativa”, en cuanto “las potencias cristianas no aprovecharon su éxito mediante una ofensiva estratégica”.
Tales afirmaciones no resisten un análisis serio. Contra la continuación de la campaña conspiraban lo avanzado del otoño y la escasez de víveres (recién el 24 de octubre las lentas naves de abastecimiento alcanzaron en Corfú a la hambrienta flota). Por otro lado, la base naval de Lepanto (actualmente Naupaktos) distaba de ser una presa fácil: para acceder a ella la flota cristiana hubiera debido adentrarse en el estrecho que separa los golfos de Patras y Corinto, custodiado en sus orillas norte y sur por las fortalezas de Kastro Roumeli y Kastro Moria.
Debemos recordar además que, si bien la táctica naval de la época empleaba los barcos como “plataformas flotantes de infantería”, una cosa era combatir contra otra flota  o merodear la costa enemiga y otra muy distinta emprender el asedio de una plaza fuerte. Ello implicaba un esfuerzo logístico de temible complejidad, requiriendo el transporte de miles de soldados, aparatosa artillería de sitio e ingentes cantidades de víveres y munición -y si había una nave inadecuada para tal tarea ésa era la galera mediterránea,  con su estrecho casco atiborrado de remeros. Muy probablemente, un intento de conquistar Lepanto hubiera concluído en forma similar al desastre turco de 1565 en Malta. En cuanto a capturar Constantinopla, capital de un imperio continental, la sola idea resulta sencillamente absurda: basta recordar que ni aún en el apogeo de su poder Turquía intentó conquistar Venecia, un objetivo mucho más practicable. No: la historia de los últimos siglos conoce pocos ejemplos de una batalla naval en la cual la flota de una potencia haya sido aniquilada en su casi totalidad, y Lepanto es el más significativo de ellos.
Más importante aún fue el significado moral de la victoria: Lepanto significó el  fin del mito de la invencibilidad turca. Más de dos siglos después, Napoleón declararía la supremacía del elemento moral sobre el material en el arte de la guerra. Tras la derrota, los turcos  se abocaron frenéticamente a la construcción de galeras, y en el curso de cinco meses lograron botar la noble cifra de ciento cincuenta unidades. Pero si bien Ochiali y otros capitanes proseguirían en los años siguientes sus incursiones piratas, jamás volverían a buscar la confrontación directa con la flota cristiana. Algo se había quebrado en el alma del imperio otomano, y la tregua acordada con España en 1577 tuvo lugar a la sombra de Lepanto: condenadas a la inactividad, las flamantes galeras de Ochiali se pudrieron literalmente en sus amarraderos del Cuerno de Oro.

El vencedor de Lepanto sólo sobreviviría siete años al punto culminante de su carrera. Enviado como regente a los Países Bajos, Don Juan de Austria gozó nuevamente de la victoria batiendo en forma aplastante a los rebeldes en Gembloux el 31 de enero de 1578. Sin embargo, antes que concluyera el año el tifus lograría lo que no pudieron el sultán y el príncipe de
Orange: el 1º de octubre, a la edad de treinta y un años, Don Juan recibió los sacramentos y se hundió en el delirio de fiebre, profiriendo órdenes de batalla. Su corazón fue enterrado en Namur y su cuerpo embalsamado, dividido en tres partes y transportado por tres jinetes al galope a través de la hostil Francia para ser finalmente depositado en la cripta del Escorial. No es improbable que en el postrer delirio sus pensamientos se hayan alejado del húmedo otoño de Flandes y traído ante sus ojos un glorioso recuerdo: la visión de una flota de galeras resplandeciendo al sol, los remos batiendo acompasadamente las aguas turquesas del Mediterráneo.

Mario Díaz Gavier