miércoles, 24 de diciembre de 2014

NAVIDAD 1914


Al anochecer del 24 de diciembre de 1914 una inusual calma se apoderó del Frente Occidental, una línea de fortificaciones de campaña que se extendía desde el Mar del Norte hasta la frontera suiza. Desde hacía casi cinco meses el conflicto que pasaría a la Historia como la Primera Guerra Mundial asolaba Europa, pero tras una serie de violentas batallas -entre las que se destacaron el Marne, el Yser e Ypres- había devenido en un impasse que, con brutales interludios, se prolongaría por casi cuatro años más. Especialmente en el sector británico (43 kilómetros de trincheras que se iniciaban al norte en St. Eloi, cerca de Ypres, para concluir al sur en el canal de La Bassée) el silencio reinante contrastaba vívidamente con los bombardeos artilleros de los días anteriores.
Progresivamente los ateridos centinelas ingleses fueron sacados de su sopor por un sonido atípico: decenas de metros más adelante surgía de las trincheras enemigas el inconfundible canto de voces masculinas. Los británicos estaban habituados a la canción patriótica alemana Die Wacht am Rhein, no muy distinta de la propia God save the King. Sin embargo, esta vez el repertorio elegido nada tenía de marcial y estridente: en medio del fango, las alambradas de espino y los cráteres de granadas podía oírse nítidamente la sonoridad suave y dulzona de villancicos navideños tales como Stille Nacht y O Tannenbaum.
Normalmente asomar la cabeza un par de segundos por encima del parapeto equivalía a una muerte casi segura a manos de los innumerables francotiradores que infestaban el frente. Sin embargo, aquella no era una noche normal, y ante la vista de los soldados británicos se presentó un espectáculo casi mágico: toda la extensión de las trincheras germanas resplandecía gracias a centenares de pequeños abetos adornados con velas a modo de improvisados y humildes árboles de Navidad.
Pronto comenzaron en varios sectores del frente verdaderos duelos corales entre los contendientes: cada bando entonaba alternadamente villancicos que eran saludados con vivas y aplausos desde las trincheras enemigas, siendo indudablemente el punto culminante la interpretación conjunta de Adeste fideles, conocido en Gran Bretaña bajo el título O Come All Ye Faithful. Una vez roto el hielo los adversarios empezaron a gritar deseándose mutuamente Feliz Navidad, y de allí a proponer un encuentro sólo hubo un paso. Tales propuestas fueron en muchos casos recibidas con natural desconfianza, pero aquí y allá varios soldados alemanes tomaron la iniciativa y comenzaron a abandonar sus trincheras y avanzar desarmados hacia las líneas enemigas, animando a sus contendientes a imitar su ejemplo. Así, minutos después se daba una escena extraordinaria: hombres que pocas horas antes habían intentado matarse se estrechaban ahora las manos, bromeaban e intercambiaban tabaco y alimentos. Contrariamente a una extendida creencia varios oficiales de ambos bandos participaron activamente de la confraternización, la cual tuvo lugar exclusivamente en la tierra de nadie a fin de evitar que el adversario pudiera reconocer las posiciones propias (en especial la ubicación de los nidos de ametralladoras). Poco a poco los soldados retornaron a sus líneas y los coros fueron enmudeciendo, concluyendo la Nochebuena tan apaciblemente como había comenzado.
Como contraste, en los sectores del frente a cargo de los ejércitos francés y belga los actos de confraternización tuvieron un carácter excepcional, debido respectivamente al tradicional resentimiento motivado por la pérdida de Alsacia y Lorena en 1870 y a recientes crímenes de guerra alemanes tales como el vandálico incendio de la biblioteca de Lovaina -que albergaba una invaluable colección de manuscritos medievales- y la monstruosa ejecución de 674 civiles en Dinant. De hecho, cuando se difundió la noticia de la confraternización entre tropas alemanas y británicas estas últimas debieron enfrentar a menudo la hostilidad de civiles franceses que consideraban tal tregua como poco menos que una traición...

El día de Navidad amaneció frío y cubierto de nieve, lo cual confería al paisaje el aspecto de una auténtica postal. Numerosos soldados, animados por la experiencia de la noche anterior y la luz diurna, retomaron la iniciativa y salieron nuevamente de sus trincheras: pronto la tierra de nadie se hizo indigna de tal nombre, siendo poblada por centenares de hombres.
Grande fue el alivio de los ingleses al constatar que sus adversarios no eran prusianos sino sajones y bávaros: en Gran Bretaña los primeros eran considerados enemigos irreconciliables, indignos de confianza y capaces de las peores atrocidades. Tratándose indudablemente de un prejuicio, sí parece evidente que las tropas de Sajonia y Baviera se mostraron más entusiastas a la hora de acordar un cese de fuego que sus camaradas de armas, tal como lo ejemplifica la anécdota de una voz procedente de las trincheras germanas diciendo en correcto inglés: “Nosotros somos sajones, ustedes son anglosajones. Si ustedes nos disparan, nosotros no dispararemos”.
La confraternización tuvo lugar en una atmósfera de inusitada cordialidad: tal como escribió el famoso caricaturista Bruce Bairnsfather, “ese día no hubo ni un átomo de odio en ninguno de los bandos”. Germanos y británicos descubrían con sorpresa que sus rivales no eran las bestias pintadas por la propaganda propia sino jóvenes con similares inquietudes y aficiones con los cuales normalmente hubieran podido entablar amistad. No casualmente muchos protagonistas rememoraron en sus relatos de ese día la segunda línea del Gloria: “Et in terra pax hominibus bonae voluntatis”.
Numerosos efectivos germanos habían vivido hasta el estallido del conflicto en Gran Bretaña -trabajando principalmente como camareros, taxistas y empleados de comercio- y sus conocimientos de inglés facilitaban enormemente la comunicación, dándose incluso el extraordinario caso de un Tommy londinense haciéndose cortar el pelo por su peluquero habitual, ahora devenido en soldado sajón. Varios testimonios mencionan la realización de improvisados partidos de fútbol -deporte ya entonces inmensamente popular- entre los adversarios, actividad que debe haber sido notablemente ardua teniendo en cuenta las condiciones del terreno.
El trueque que había comenzado incipientemente la noche anterior se reanudó a mayor escala. Junto a productos universales tales como chocolate y mermelada existían diferencias regionales: los británicos ofrecían Maconochie’s (un estofado enlatado a base de carne, papas y zanahorias que era cordialmente detestado por sus consumidores), budín de ciruelas, corned beef, bizcochos, té, cigarrillos y ron, mientras que los alemanes ofrecían dulces, nueces, salchichas, chucrut, café, bebidas espirituosas y cigarros (motivando estos últimos la admiración de un sargento inglés: “¡Atiza, es un batallón de millonarios!”).
Pero la tregua del 25 de diciembre no se limitaría al intercambio de saludos y presentes sino que estaría marcada por una tarea piadosa: la recolección de los muertos que yacían desde hacía días e incluso semanas en la tierra de nadie, para lo cual los contendientes convinieron un cese de fuego de varias horas de duración, acordándose asimismo que cada bando recogería los cadáveres enemigos situados frente a sus trincheras y los depositaría en una línea imaginaria que dividía la tierra de nadie, donde serían recibidos por sus compatriotas.
Sin duda las escenas más emotivas del día se vivieron allí donde germanos y británicos procedieron a enterrar en forma conjunta a sus muertos. El principal funeral de este tipo tuvo lugar al sudoeste de Fleurbaix, donde el 6° Batallón de Gordon Highlanders y el 2° Batallón del 15° Regimiento Westfaliano de Infantería recolectaron cerca de un centenar de cuerpos. Formados con sus oficiales al frente, todos con la cabeza respetuosamente descubierta, los adversarios asistieron a la ceremonia oficiada por el capellán Esslemont Adams y un joven estudiante de teología sajón, resonando en la tierra de nadie las familiares palabras del Salmo 23 en inglés y alemán:

The Lord is my shepperd: I shall not want.       
He maketh me to lie down in green pastures:
He leadeth me beside the still waters.

Der Herr ist mein Hirte, mir wird nichts mangeln.
Er weidet mich auf einer grünen Aue
und führet mich zum frischen Wasser.

A despecho de la prohibición vigente, durante la etapa inicial del conflicto numerosos combatientes llevaban consigo máquinas fotográficas y gracias a ello subsisten varios testimonios gráficos de la tregua de Navidad. Este retrato de un grupo de soldados alemanes (134° Regimiento Sajón) y británicos (Royal Warwickshire Regiment) fue tomada el 26 de diciembre de 1914 por el teniente segundo Cyril Drummond (Royal Field Artillery), quien posteriormente escribiría: “Había entre ellos tipos muy agradables... y uno dijo entonces: 'Nosotros no queremos matarlos y ustedes no quieren matarnos. ¿Para qué disparar?'


Desgraciadamente aquel día inolvidable tendría también facetas oscuras: varios soldados fueron tomados prisioneros al ingresar imprudentemente en las posiciones enemigas y otros resultaron muertos o heridos, generalmente por disparos procedentes de unidades que no participaban de la tregua. No todos los combatientes británicos se mostraron dispuestos a confraternizar con el enemigo, y en algunos casos las tentativas alemanas fueron rechazadas incluso con fanático salvajismo. Por ejemplo, en su diario el capitán Billy Congreve escribió: “Impartimos a los hombres órdenes estrictas de no permitir de ningún modo una ‘tregua’ como la que habíamos oído que ellos intentarían. Los alemanes lo intentaron. Vinieron hacia nosotros cantando. De modo que abrimos fuego rápido sobre ellos, que es la única especie de tregua que merecen”. Una  tragedia similar tuvo lugar en el sector de Verdún, a cargo del ejército francés: en su edición del 10 de enero de 1915 La Gazette de France declaró que “el día de Navidad los alemanes abandonaron sus trincheras exclamando ‘¡Dos días de tregua!’. Su treta no dio resultado. Casi todos ellos fueron abatidos por una inmediata descarga de fusilería”.

Al anochecer los participantes de la confraternización comenzaron a despedirse y regresar a sus trincheras. La mayoría de ellos eran conscientes de que, a pesar del ambiente reinante, tarde o temprano la normalidad volvería con todo su rigor: al despedirse de un Tommy con el cual había departido un soldado alemán dijo: “Hoy tenemos paz. Mañana tú lucharás por tu país, yo por el mío: buena suerte”. Sin embargo, felizmente la tregua proseguiría durante el 26 de diciembre (denominado en Gran Bretaña Boxing Day y en Alemania Zweiter Weihnachtsfeiertag) y se prolongaría mayormente hasta Año Nuevo; en algunos sectores la actitud de “vivir y dejar vivir” persistiría incluso durante varias semanas más.
Mientras que buena parte de la oficialidad de ambos ejércitos hizo la vista gorda ante la tregua (fuera por secreta simpatía o por considerar pragmáticamente que facilitaba la reparación de las posiciones propias, sumamente deterioradas a raíz del clima), la reacción de los rangos superiores distó de ser igualmente condescendiente. Sir Horace Smith-Dorrien, comandante del II Cuerpo, desaprobó enérgicamente el cese de fuego e inquirió el nombre de oficiales y unidades participantes a fin de tomar medidas disciplinarias; similar actitud fue adoptada por el mariscal de campo Sir John French, comandante de la Fuerza Expedicionaria Británica. Por su parte, el alto mando alemán emitió el 29 de diciembre una orden que prohibía toda forma de confraternización, amenazando con castigar las infracciones como actos de alta traición: sin embargo, no hay constancia de que ningún miembro de ambos ejércitos haya sido realmente sometido a una corte marcial.
La tregua de Navidad de 1914 estaba destinada a ser un episodio fugaz en la Gran Guerra. Con la ofensiva británica de Neuve-Chapelle en marzo de 1915 el conflicto se reanudó con toda su violencia, y si bien esa Navidad se producirían treguas locales, las mismas tendrían lugar a una escala mucho más modesta (principalmente debido a las órdenes impartidas por los altos mandos y al creciente encono entre los enemigos). 1916 sería el año de Verdún y el Somme, y con tales Materialschlachten (“batallas de material”) la guerra adquirió un carácter dantesco e inhumano que relegó definitivamente al pasado todo tipo de confraternización. Pero justamente por su condición de efímera y única la tregua de 1914 continúa ejerciendo un siglo después una irresistible fascinación como extraordinario ejemplo de humanidad en medio de los horrores de la guerra, constituyendo quizás la más hermosa historia de Navidad desde el pesebre de Belén...
 

Mario Díaz Gavier


© 2014, Mario Díaz Gavier

viernes, 1 de agosto de 2014

LA OTRA LEYENDA NEGRA



El militarismo alemán, el cual es EL crimen de los últimos cincuenta años, ha estado trabajando para esto por veinticinco años. Es el resultado lógico de su espíritu, iniciativa y doctrina. TENÍA que suceder“. Con este polémico veredicto emitido en agosto de 1914 por Walter Hines Page, embajador norteamericano en Londres (cuestionado entonces por muchos de sus compatriotas por su abierta anglofilia y destinado a ser uno de los arquitectos de la intervención de Estados Unidos en la contienda europea), se inicia The Great War de John Terraine, una de las crónicas más populares de la Primera Guerra Mundial. En dicha obra Terraine (quien durante la Segunda Guerra Mundial se desempeñó como asistente de programación de la BBC, actividad que marcó su posterior carrera profesional) no vaciló en declarar: “Una segunda guerra alemana en el lapso de veinticinco años ha provisto una iluminación de la cual carecieron los escritores de los años veinte y treinta; ahora es evidente que 1939 se hallaba estrechamente ligado a 1918, que el intervalo fue una pausa de respiro en una acción continua, y que dicha acción era el germinar del Estado y el pueblo alemanes, su afán en pos de la supremacía mundial a través de sus instrumentos tradicionales: las fuerzas armadas. Alemania, pues, es el punto de partida del gran conflicto europeo de la primera mitad del siglo XX; Alemania debe ser el punto de partida para entenderlo“.
Mientras que el prejuicio de Page resulta al menos comprensible teniendo en cuenta las pasiones del momento, al virulento anatema de Terraine -escrito medio siglo más tarde- no puede concedérsele dicho atenuante: tan injustificable como su parcialidad es la aberración implícita en el análisis de un hecho histórico basándose en otro evento posterior, equiparando así groseramente a Guillermo II -quizá locuaz y atolondrado, pero no más autocrático y belicista que el zar Nicolás II- con Hitler, autor de una insensata ideología expansionista y racista (algo que en ningún caso puede imputársele al Kaiser). A un siglo del estallido de la Gran Guerra persiste aún a nivel popular una visión tendenciosa de la misma, comparable a la propaganda hispanófoba del siglo XVI que Julián Juderías denunció -casualmente en el mismo año fatídico de 1914- como “la Leyenda Negra“.
En su libro A Genius for War: The German Army and General Staff, 1807-1945 Trevor Dupuy señaló cuán infundado es nuestro juicio histórico: “Desde los tiempos de Esparta ningún otro Estado o pueblo ha sido tan identificado con la actividad militar como lo fueron Prusia y los prusianos (o, después de 1871, el imperio y el pueblo alemán, dominados por Prusia). Y ello a despecho de que, en los 130 años que siguieron a las guerras napoleónicas, todas las restantes potencias europeas protagonizaron muchas más guerras que Prusia-Alemania“. En efecto, durante dicho período el ejército germano participó en seis conflictos (dos de ellos menores) mientras que Francia lo hizo en diez (seis continentales y cuatro en ultramar), Rusia en trece y Gran Bretaña en diecisiete (tres en Europa, cuatro en África y diez en Asia).
La reputación militar de Prusia surgió de la impresionante serie de victorias logradas por Federico el Grande (producto tanto de su genio táctico como de su inescrupulosa temeridad), experimentó un devastador golpe a raíz del desastre sufrido en Jena (1806) a manos de Napoleón y se consolidó recién gracias a las llamadas “Guerras de Unificación Alemana“ que tuvieron lugar entre 1864 y 1871. Sin embargo, estos últimos triunfos poco debieron a una innata belicosidad de la raza teutona y mucho a lo que Dupuy definió brillantemente como la institucionalización de la excelencia militar: una serie de innovaciones estructurales (creación del Estado Mayor, introducción del Kriegsspiel o “juego de guerra“, mejora en la formación de los oficiales, fomento de la iniciativa individual de los subalternos mediante el concepto de Ausftragstaktik o “táctica de misión“, etc.) que convirtieron al ejército prusiano en un sistema notablemente resistente a la posible ineptitud de comandantes individuales.
Un mito recurrente a la hora de denunciar el militarismo de los Hohenzollern es la disciplina draconiana a la cual se hallaban supuestamente sometidos sus súbditos. De hecho, las estadísticas revelan una realidad llamativamente distinta: durante la Primera Guerra Mundial la justicia militar germana consumaría 48 sentencias de muerte, cifra muy inferior a las más de trescientas ejecuciones del ejército británico -cifra que no incluye a las tropas indias- y a las casi setecientas que tendrían lugar en Francia...
Sin ninguna duda el Imperio Alemán presentaba numerosos ejemplos de militarismo, pero basta un somero repaso de la llamada Belle Époque para comprobar que no se trató de un caso único. La Europa de principios del siglo XX distaba mucho de ser una pacífica Arcadia: estadistas y monarcas encabezaban actos públicos vistiendo uniforme militar (durante las visitas protocolares era usual intercambiar los mismos como gesto de cortesía), maniobras y desfiles constituían un imán para la población y la prensa e incluso los niños solían ser retratados vistiendo uniformes de fantasía. Tal actitud no se limitaba en modo alguno a los sectores conservadores, y en su Manifiesto Futurista (1909) el poeta italiano Filippo Marinetti declararía: “Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer“. Tal frenesí belicista alcanzaría su apogeo con el estallido de la Gran Guerra, moviendo a numerosos intelectuales y artistas a enrolarse voluntariamente.
Resulta interesante constatar que, en gran medida, la imagen negativa del Imperio Alemán se originó en Gran Bretaña, a pesar de que entre ambas naciones no había litigios territoriales -como sí era el caso de Francia a raíz de Alsacia y Lorena- y existía incluso un estrecho parentesco entre sus casas reinantes: Guillermo II y Jorge V eran primos (ambos nietos de la reina Victoria) y la familia real inglesa pertenecía al linaje Sachsen-Coburg-Gotha, el cual sería convenientemente reciclado en “Windsor“ en julio de 1917 (así como el apellido Battenberg devendría en “Mountbatten“ tras considerar y finalmente descartar la alternativa “Battenhill“). Incluso dos de las medidas más controvertidas de Guillermo II -el programa de construcción naval del almirante Alfred von Tirpitz y las incipientes iniciativas coloniales en África y el Lejano Oriente- despertaron suspicacia pero en ningún caso alarma en el gobierno británico: en el primer caso, porque ya en 1913 Tirpitz dio dicha carrera armamentista por perdida al no haber alcanzado ni remotamente la anhelada proporción de 2 a 3 entre acorazados propios e ingleses; en el segundo ítem, porque en sus afanes coloniales Alemania evitó prudentemente chocar con otras potencias, contentándose con territorios y enclaves de cuestionable importancia económica.
¿Cuál fue entonces el verdadero origen de la rivalidad anglo-germana? Hoy parece evidente que la hostil aprensión con la cual Alemania era contemplada en Gran Bretaña no tenía tanto que ver con su supuesta condición de amenaza para la libertad y la democracia mundiales sino simplemente con su poderío económico, que la convertía en una seria e indeseada competencia. Tal como lo señala Christopher Clark en Los sonámbulos, al asumir Bismarck el cargo de ministro-presidente de Prusia en 1862 la producción industrial de los Estados alemanes sumaba el 4,9 % del total mundial y se hallaba en el quinto lugar del ranking, mientras que Gran Bretaña, con el 19,9 %, ostentaba el primer puesto; medio siglo más tarde Alemania sólo era superada por Estados Unidos y había relegado a Inglaterra al tercer lugar. Entre 1895 y 1913 la economía germana logró un crecimiento del 150 % en la industria, del 200 % en la producción de carbón y del 300 % en la de metal; en el último año citado Alemania generaba y consumía 20 % más electricidad que Inglaterra, Francia e Italia juntas, y su participación en el comercio mundial había trepado al 12,3%, pisándole los talones a Gran Bretaña, que había caído al 14,2 %. Tal estadística era considerada un peligro para la hegemonía global británica y motivó reacciones tales como el Merchandise Marks Act de 1887, que impuso la obligación de declarar el país de origen de todo producto en un intento de desalentar el consumo de manufacturas foráneas; paradójicamente, tal norma devino en un rotundo éxito publicitario para las exportaciones alemanas, de modo que aún hoy en día Made in Germany continúa siendo considerado un sello de calidad...
Dicha rivalidad era exacerbada por escritos tales como el “Memorándum sobre el estado actual de las relaciones británicas con Francia y Alemania“ redactado en enero de 1907 por Eyre Crowe, un funcionario del Foreign Office nacido en Leipzig (ciudad donde su padre se desempeñaba en el servicio consular) y cuya madre y esposa eran alemanas: arribado a Gran Bretaña a la edad de 17 años sin hablar aún fluidamente el inglés, Crowe encarnó como pocos el adagio “no hay peor fanático que el converso“ y durante su carrera hizo gala de una germanofobia patológica. En el citado opúsculo (difundido en círculos gubernamentales por Sir Edward Grey, secretario de Asuntos Exteriores) Crowe presentaba una interminable lista de presuntos ultrajes infligidos a Gran Bretaña por el Imperio Alemán, llegando al absurdo de saludar toda maniobra colonialista por parte de Inglaterra como algo natural y deseable mientras que cualquier iniciativa similar -aún la más modesta e infructuosa- de Alemania era condenada con tono apocalíptico como un intento de imponer una “dictadura política“que implicaría “la demolición de las libertades de Europa“.
Como conclusión puede afirmarse que en vísperas de la Gran Guerra todas las potencias europeas hacían gala de militarismo, el cual adoptó distintas formas según la posición geoestratégica: mientras que la situación central del Imperio Alemán -flanqueado por dos enemigos potenciales como Francia y Rusia y carente de fronteras fácilmente defendibles- tuvo por consecuencia el énfasis en un ejército poderoso, la condición insular de Inglaterra y la necesidad de asegurar las comunicaciones con su imperio ultramarino impusieron como prioridad la conservación de la supremacía marítima, lo cual se logró gracias a un exorbitante presupuesto naval que en 1913 duplicaba holgadamente el de Alemania. Gran Bretaña no era precisamente renuente a alardear con tal poderío (drásticamente aumentado a partir de 1906 con la botadura del revolucionario HMS Dreadnought y sus sucesores), y un buen ejemplo de ello lo constituyó la revista naval de Spithead del 18 de julio de 1914, cuando la Royal Navy fue movilizada -medida que aún no había sido adoptada por ninguna fuerza armada del continente- para desplegar ante el rey la imponente cifra de 59 acorazados. Proviniendo nada menos que del Imperio Británico (que en 1922 dominaría un quinto de la población y un cuarto de la superficie de tierra firme mundiales), la denuncia del militarismo de Alemania y su presunto “afán en pos de la supremacía mundial“ sólo puede ser calificada como puro cinismo, y de hecho muestra un asombroso parecido con los libelos protestantes contra Felipe II: paralelo expresamente trazado por Crowe, quien recurrió a la clásica chicana inglesa de demonizar a sus rivales continentales como “amenaza al equilibrio de poder europeo“. Así como la historiografía del Rey Prudente resultó durante siglos viciada por la Leyenda Negra, así también nuestra imagen de la Primera Guerra Mundial ha sido hasta hoy excesivamente influída por la versión de los vencedores: es de desear que el actual centenario traiga consigo un enfoque más profundo e imparcial de la terrible tragedia que asoló Europa a principios del siglo XX.

Mario Díaz Gavier

© 2014, Mario Díaz Gavier

sábado, 28 de junio de 2014

LAS PRIMERAS VÍCTIMAS DE LA GRAN GUERRA


 
Hace exactamente un siglo el heredero del Imperio Austro-húngaro, archiduque Franz Ferdinand von Österreich-Este, y su mujer Sophie Chotek fueron asesinados en Sarajevo por el terrorista serbo-bosnio Gavrilo Princip. El crimen desató una crisis diplomática que se extendió por toda Europa y que, a consecuencia del nefasto automatismo del sistema de alianzas, devendría poco después en el conflicto más mortífero que asolara hasta entonces el Viejo Mundo: la Primera Guerra Mundial.
Una de las circunstancias más chocantes del magnicidio es la despersonalización que lo rodea: tal como señala el historiador australiano Christopher Clark en su monumental trabajo Los sonámbulos, dichos asesinatos han sido tradicionalmente denominados por el lugar donde tuvieron lugar más que por las víctimas (mientras que, por contraste, nadie se refiere al homicidio de John F. Kennedy como “el asesinato de Dallas“). En ese sentido, parece oportuno trazar una breve semblanza de quienes fueron las primeras víctimas de la Gran Guerra.

La imagen póstuma de Franz Ferdinand ha sido generalmente negativa, y ello se debe tanto a su personalidad como a los numerosos enemigos adquiridos. Acostumbrado a expresarse sin rodeos y a no disimular sus antipatías personales, el archiduque pertenecía a aquella clase de individuos en los cuales sinceridad y brusquedad van de la mano y que carecen del don de gentes necesario para adquirir el aura de bonhomía -generalmente infundada- que rodea a ciertos hombres públicos. A ello se sumaba su pasión por la caza, rayana en lo enfermizo: reputado en su juventud como uno de los mejores tiradores del mundo, en el transcurso de su vida cobraría 274.889 piezas, una cifra aberrante incluso para los estándares contemporáneos.
Gran parte de la hostilidad que Franz Ferdinand sufrió en Viena fue consecuencia de su decisión de desposar a la condesa Sophie Chotek von Chotkowa und Wognin, perteneciente a un distinguido linaje bohemio pero considerada por los restantes Habsburgo de rango insuficiente para una futura emperatriz (a la vez que se le reprochaba su carácter sencillo, serio y devoto). La pareja fue objeto de violentas presiones para concluir su relación, pero ante la firme actitud de Franz Ferdinand el emperador se vio obligado finalmente a autorizar en 1900 un matrimonio morganático que excluía a Sophie y su descendencia de la sucesión del trono. Si bien le serían concedidos los títulos de princesa y duquesa de Hohenberg, la corte vienesa -encabezada por el príncipe Montenuovo, mayordomo imperial- nunca perdonaría a Sophie su triunfo y la sometería a un refinado y cruel rosario de humillaciones: además de negársele el título de archiduquesa le estaba vedado sentarse junto a su marido en cenas de gala y compartir con él el palco real de la ópera y la carroza dorada de los Habsburgo...
En 1906 Franz Ferdinand fue nombrado inspector general del ejército y una de sus medidas fue recomendar al general Franz Conrad von Hötzendorf como jefe de Estado Mayor, quien en los años siguientes propondría sucesivamente guerras preventivas contra Rusia, Italia, Rumania, Montenegro y muy especialmente Serbia, a quien denunciaba -no sin razón- como fuente de conatos secesionistas en las regiones sudeslavas del imperio. Frecuente y erróneamente se ha interpretado la simpatía personal del archiduque hacia el general como aprobación de tal actitud: en realidad, el insensato belicismo de Conrad se hallaba en abierta contraposición con la política de los Habsburgo y en diciembre de 1911 le costaría su puesto. Si bien un año más tarde Conrad recuperaría su cargo, su relación con Franz Ferdinand permaneció tirante y parece evidente que sólo el asesinato del archiduque evitó la oportuna y definitiva destitución de quien sería uno de los protagonistas de la Crisis de Julio.
En el orden político Franz Ferdinand planeaba -una vez ascendido al trono- una reestructuración el sistema imperial, disminuyendo la excesiva hegemonía húngara en las regiones orientales del imperio (consecuencia del tratado de 1867) y proporcionando mayor autonomía a los pueblos eslavos mediante la creación una federación de quince Estados: sería justamente esta iniciativa lo que lo convertiría en víctima de un atentado destinado a cambiar la historia del siglo XX.

Franz Ferdinand von Österreich-Este y Sophie Chotek von Chotkowa und Wognin junto a sus hijos (de izquierda a derecha) Ernst, Sophie y Maximilian. En una época donde los matrimonios por conveniencia eran la norma de la alta sociedad europea, el casamiento por amor entre Franz Ferdinand y Sophie fue un hecho notable. En una confidencia realizada a un amigo en 1904, el archiduque afirmaría que la decisión más inteligente de su vida había sido desposar a “mi Soph“, considerada su “entera felicidad“. Igualmente cálidos eran sus sentimientos hacia sus hijos, a quienes elogió como su “entera delicia y orgullo“: “Me siento con ellos y los admiro todo el día porque los amo tanto“. En la fatídica mañana del 28 de junio de 1914 Sophie Chotek recibió en el ayuntamiento de Sarajevo a una comitiva de mujeres locales y señaló pensativa a una niña: “Tiene la misma altura que mi Sophie“. Poco después expresó su ansia por reencontrarse con su familia: “Nunca hemos dejado a nuestros hijos solos por tanto tiempo“.

El origen del panserbismo contemporáneo se remonta a un memorándum secreto redactado en 1844 por el ministro del interior Ilija Garašanin y conocido a partir de su publicación en 1906 como Načertanije. Este “Programa para la política nacional y exterior de Serbia“ era poco más que un plagio de un texto del checo František Zach, con una importante salvedad: allí donde Zach escribiera “sudeslavo“ Garašanin había sustituído dicho término por “serbio“, convirtiendo así la propuesta de una federación en un manifiesto nacionalista. Ya las líneas iniciales de Načertanije no dejaban duda sobre su ideología expansionista: “Serbia es pequeña, pero no debe permanecer en dicha condición“. Dicha “Gran Serbia“ se fundamentaba en la restauración del imperio medieval de Stepan Dušan, que incluyera la mayoría de las actuales Serbia, Albania, Macedonia y la región central y norte de Grecia pero, curiosamente, no Bosnia-Herzegovina: tales pretensiones territoriales eran formuladas a despecho de que ni los católicos croatas ni los musulmanes bosnios mostraran mayor entusiasmo en ser absorbidos por la Serbia ortodoxa.
El principal argumento del panserbismo para justificar su objetivo de asimilar Bosnia-Herzegovina era la presunta opresión del país a manos de Austria-Hungría, afirmación que no resiste un somero análisis. Ocupada de facto por Austria en 1878, Bosnia-Herzegovina había alcanzado en 1914 un nivel de prosperidad similar al resto de la monarquía dual, con un ingreso per cápita superior al de Serbia. Si bien los Habsburgo no habían abolido aún el sistema feudal otomano denominado agaluk, ciertamente facilitaron la emancipación de los kmets o siervos, y hasta el estallido de la Gran Guerra más de 40.ooo de ellos habían adquirido su autonomía. Asimismo la agricultura y la industria gozaron de un notable crecimiento, acompañado por importantes inversiones en infraestructura vial y ferroviaria. Sin duda la insuficiente mejora del sistema educativo fue el punto débil de la administración austríaca, pero en ese ítem Serbia tampoco gozaba de preeminencia: en una fecha tan tardía como 1900 Belgrado ostentaba una tasa de analfabetismo del 79%, que aumentaba al 88 % en la región sudeste del país (valga decir que en 1905, ante la necesidad de incrementar los ingresos fiscales, el Skupština o parlamento serbio optó por gravar impositivamente los libros escolares y no la destilación casera...)
La anexión formal de Bosnia-Herzegovina por parte de Austria-Hungría en 1908 desató una ola de histeria nacionalista en Serbia y tuvo por consecuencia el surgimiento de Srpska Narodna Obbrana (Defensa Nacional Serbia), una organización integrada por miles de miembros y cuyo objetivo era organizar bandas guerrilleras y redes de espionaje en el territorio irredento. Si bien el 31 de marzo de 1909 Serbia, cediendo a la presión diplomática del Imperio Austro-húngaro, renunciaría formalmente a sus pretensiones sobre Bosnia-Herzegovina y desarmaría -al menos nominalmente- a Srpska Narodna Obbrana relegándola al rol de una organización de propaganda, ello exacerbó aún más a los sectores fundamentalistas, y el 3 de marzo de 1911 tuvo lugar en un apartamento de Belgrado la fundación de Ujedinjenje ili smrt! (¡Unión o muerte!), una organización clandestina destinada a ser más conocida por su siniestro apodo: “la Mano Negra“.
El alma mater de la misma era Dragutin Dimitrijević, un oficial del ejército que se desempeñaba como profesor en la Academia Militar y que era apodado “Apis“ por sus admiradores debido a su presunta similitud con el dios egipcio. Laborioso, intrigante y misógino, siendo un joven teniente había participado de la conjura que culminó en el bestial asesinato del rey Alexandar y la reina Draga en 1903, hecho que le ganó gran popularidad en un país cuyo héroe nacional era Miloš Obilić, aquel caballero semilegendario que durante la batalla de Kosovo (1389) lograra introducirse en el campamento turco y ultimar al sultán Murad I: no en vano la insignia oficial de Ujedinjenje ili smrt! incluía una calavera, tibias cruzadas, un puñal, un frasco de veneno y una bomba...
Las Guerras Balcánicas de 1912-1913 tuvieron enormes consecuencias en Serbia: el notable desempeño de su ejército y la conquista de nuevos territorios (acompañada por numerosas atrocidades cometidas contra la población musulmana) provocaron euforia, mientras que la imposición de una Albania independiente por parte de Austria-Hungría y las demás potencias fue considerada un ultraje. En medio de tal atmósfera ultranacionalista la Mano Negra -integrada en el ínterin por numerosos miembros de la cúpula militar- comenzó a planear un atentado contra Franz Ferdinand, el cual visitaría Sarajevo a principios del verano de 1914 en el marco de las maniobras militares en Bosnia-Herzegovina: a tal fin serían reclutados los jóvenes serbo-bosnios Trifko Grabež, Nedeljko Čabrinović y Gavrilo Princip, ninguno de ellos mayor de 19 años.
La elección del archiduque como blanco no se debió a su presunta hostilidad hacia las minorías eslávicas sino justamente a su buena predisposición hacia las mismas: tal como Princip lo admitiría con sorprendente franqueza, “como futuro soberano él hubiera impedido nuestra unión llevando a cabo ciertas reformas“. Los fundamentalistas de la “Gran Serbia“ contemplaban alarmados todo aquello que jaqueara sus pretensiones sobre Croacia, Eslovenia y Bosnia-Herzegovina, y como bien lo afirma Clark, su elección “ejemplifica una constante en la lógica de los movimientos terroristas, específicamente el hecho de que reformistas y moderados son más de temer que enemigos declarados y elementos radicales“.
El entrenamiento de los asesinos tuvo lugar en Belgrado, y el 27 de mayo les fueron suministradas cuatro pistolas y seis bombas, procedentes del Arsenal Estatal de Kragujevac: a fin de borrar todo rastro Princip y sus cómplices debían suicidarse una vez perpetrado el atentado, para lo cual fueron provistos de sendas dosis de cianuro. Pocos días después los terroristas ingresaron a Bosnia-Herzegovina con la colaboración de guardias fronterizos serbios, y en Sarajevo tomarían contacto con cuatro miembros locales de la Mano Negra.
Si bien la conspiración no era obra del gobierno de Belgrado, el primer ministro Nikola Pašić estaba al tanto de la misma: el hecho de que se abstuviera de intervenir habla tanto de su carácter tortuoso -probablemente considerara el atentado como un providencial catalizador de un conflicto inevitable- como de la debilidad de las autoridades civiles en una Serbia marcadamente militarista, con un ejército envalentonado a raíz de sus recientes éxitos y que representaba además una de las escasísimas posibilidades de ascenso social en una población predominantemente rural. Las únicas medidas adoptadas -y ello recién en el último tercio de junio- se limitaron a una investigación de las actividades fronterizas y una vaga advertencia transmitida al ministro de finanzas austro-húngaro Leon Biliński a través del diplomático Jovan Jovanović, en el sentido de que una visita a Sarajevo de Franz Ferdinand coincidiendo con el aniversario de la derrota de Kosovo podría ser tomada como una provocación: Pašić omitió así prevenir en forma directa e inequívoca al gobierno de Viena, probablemente pues ello implicaría admitir conocimiento del complot y tener que justificar su actitud prescindente.

El resto de la tragedia es ya conocido: el domingo 28 de junio de 1914 Franz Ferdinand y su mujer arribaron en tren a Sarajevo procedentes del balneario de Ilidža y abordaron un doble faetón Gräf & Stift con destino al ayuntamiento de la ciudad. Durante el trayecto la columna de seis automóviles fue blanco de una bomba lanzada por Nedeljko Čabrinović, la cual falló su objetivo (gracias a la oportuna reacción del chofer, que aceleró al divisar el objeto, y de Franz Ferdinand, que extendió su brazo para proteger a su mujer), hiriendo sólo a dos miembros de la escolta así como a media docena de espectadores. Mientras Čabrinović era detenido tras un infructuoso doble intento de suicidio, los huéspedes y sus anfitriones decidieron con toda parsimonia continuar su programa (tal desidia en las medidas de seguridad resulta particularmente incomprensible cuando se recuerda que en 1898 los Habsburgo ya habían sido blanco de un atentado que costó la vida a la emperatriz Isabel). Menos de una hora después la comitiva abandonaba el ayuntamiento en dirección al hospital militar, donde la pareja quería visitar a uno de los heridos antes de emprender el regreso. A raíz de un malentendido los dos automóviles que iban a la cabeza erraron el camino y debieron frenar: en ese momento Gavrilo Princip se abalanzó hacia el vehículo que transportaba a Franz Ferdinand y Sophie y disparó dos veces a quemarropa con su pistola FN Modelo 1910. El primer proyectil, tras atravesar el costado del coche, alcanzó a la duquesa en el abdomen, y el segundo hirió al archiduque en el cuello, quien alcanzó a exclamar desesperado: “¡Sophie! ¡Sophie! ¡No te mueras, permanece con vida por nuestros hijos!“ El chofer se dirigió a toda velocidad hacia el palacio Konak, residencia del gobernador, pero al llegar allí Sophie ya había muerto y Franz Ferdinand se hallaba en coma, falleciendo pocos minutos después: habían sido asesinados en su decimocuarto aniversario de casamiento.

Concluye este artículo con una certera reflexión de Christopher Clark acerca de nuestra actual visión del atentado de 1914: “Nuestra brújula moral también ha virado. El hecho de que una Yugoslavia dominada por Serbia emergiera como uno de los Estados vencedores de la guerra pareció implícitamente reivindicar el acto del hombre que oprimió el gatillo el 28 de junio: ciertamente tal era el punto de vista de las autoridades yugoslavas, que marcaron el lugar donde lo hizo con huellas en bronce y una placa celebrando 'los primeros pasos en la libertad yugoslava' del asesino. En una era donde la idea nacional aún era promisoria había una intuitiva simpatía hacia el nacionalismo sudeslavo y escaso afecto hacia la comunidad multinacional del imperio de los Habsburgo. Las guerras de Yugoslavia de la década de 1990 vinieron a recordarnos la letalidad del nacionalismo balcánico: desde Srebrenica y el asedio de Sarajevo resulta más difícil pensar en Serbia como un mero objeto o víctima de la política de las grandes potencias y más facil concebir al nacionalismo serbio como una fuerza histórica por derecho propio. Desde la perspectiva actual de la Unión Europea nos inclinamos a mirar ahora con mayor comprensión – o al menos con menor desdén- el extinguido mosaico imperial de la Austria-Hungría de los Habsburgo“.

Mario Díaz Gavier

© 2014, Mario Díaz Gavier