miércoles, 2 de abril de 2008

LA BATALLA DE LAS ESPUELAS DE ORO


Generalmente se considera a los piqueros suizos y a los arqueros ingleses como los primeros exponentes de la infantería moderna. Sin embargo, tal honor corresponde a las milicias comunales flamencas, que en 1302 derrotaron a la caballería real francesa en las afueras de Kortrijk en lo que se llamó “la batalla de las espuelas de oro”.




El 15 de junio de 1297 las tropas del rey de Francia iniciaron la invasión del condado de Flandes. Su avance resultó incontenible, y el 20 de agosto un ejército flamenco apresuradamente organizado por el conde Guy de Dampierre era batido en Bulskamp. En septiembre las fuerzas francesas se habían apoderado de Brujas, Lille y Kortrijk (o Courtrai), y el 9 de octubre se firmaba en Sint-Baafs-Vijve un armisticio válido hasta el 6 de enero de 1300.
Tal había sido la violenta reacción de Felipe IV (apodado “el Hermoso” por su cabellera rubia y sus ojos claros) ante la alianza forjada por el conde Guy con el rey Eduardo I de Inglaterra con el objetivo de sustraer a Flandes de la influencia de Francia. Las esperanzas del conde resultaron frustradas: si bien un reducido contingente expedicionario británico desembarcaría en Sluis a fines de agosto, no influiría mayormente en el curso del conflicto y en marzo de 1298 sería reembarcado rumbo a Escocia a fin de combatir a las fuerzas de William Wallace, después de que el monarca británico hubiera concertado un acuerdo con su par francés. Por otra parte, la invasión se había visto favorecida por la división de la población flamenca, agrupada en dos partidos: el leliaart (palabra que alude a la flor de lis, insignia del rey de Francia), que preconizaba la lealtad hacia Felipe el Hermoso, y el liebaart (referencia al león negro del escudo de armas de los condes flamencos), que apoyaba a Guy de Dampierre en su aspiración de obtener la independencia de Flandes. Asimismo, el enfrentamiento del conde con los principales gremios de Flandes había tenido por consecuencia que dichas instituciones apoyaran en forma encubierta la intervención extranjera.
Ni bien expiró el armisticio de Sint-Baafs-Vijve las fuerzas francesas comandadas por Carlos de Valois ocuparon rápidamente Flandes, capitulando por último Ypres en mayo de 1300. Guy de Dampierre, su hijo Roberto de Béthune y una comitiva se dirigieron a París a fin de firmar un tratado de paz, sólo para ser encarcelados a su llegada por el implacable Felipe IV, que nombró gobernador del condado a Jacques de Châtillon de Saint Pol.
Creado en 864 a raíz de la disgregación del imperio carolingio, el condado de Flandes era a fines del siglo XIII un estado vasallo del reino de Francia. Gracias a su estratégica posición entre Inglaterra, Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico y a su prestigiosa industria textil, Flandes era una de las regiones más prósperas de Europa: sus principales ciudades eran comparables a París en lo que población se refiere, siendo la metrópolis portuaria de Brujas el principal centro comercial al norte de los Alpes.
Las corporaciones poseían una gran importancia en la vida cotidiana de las ciudades flamencas. Se calcula que alrededor de la mitad de los artesanos pertenecía al gremio de los tejedores: otras corporaciones importantes eran la de los tundidores (cortadores de paño) y la de los carniceros. Además de asegurar un monopolio reglando los horarios de trabajo, los precios y la admisión de nuevos miembros, las corporaciones mantenían instituciones caritativas tales como hospitales y orfanatos, donaban fondos para la construcción de iglesias (lo cual era usualmente testimoniado en un respectivo vitral) y, en caso de guerra, organizaban milicias en defensa de la ciudad.
No pasó mucho tiempo antes de que surgiera en Flandes un creciente descontento. Las corporaciones se dieron cuenta en forma tardía de que la caída de Guy de Dampierre no había culminado con su reemplazo por otro gobernante local sino que había tenido como consecuencia la anexión del condado por parte del monarca francés. Los leliaarts comenzaron a perder popularidad, y a principios de 1302 la hambruna que siguió a un terrible invierno aumentó aún más el malestar de la población.
Pronto comenzó a formarse un movimiento de oposición. Por un lado incluía a nobles como el preboste Guillaume de Juliers y el margrave Guy de Namur, uno de los hijos de Guy de Dampierre que aún permanecían en libertad; simultáneamente se contaban líderes populares como el carnicero Jan Breidel y el tejedor Pieter de Coninck, miembros de las corporaciones de Brujas. Tal resistencia al poder francés no pasó desapercibida para Jacques de Châtillon, que el 17 de mayo de 1302 hizo su entrada en Brujas al frente de 800 hombres, incluyendo 120 caballeros.
Al amanecer del día siguiente se desencadenó lo que sería conocido como “la mañana de Brujas”: los artesanos de la ciudad echaron mano a sus herramientas y procedieron a masacrar despiadadamente a cuanto francés o leliaart se cruzara en su camino. Jacques de Châtillon logró escapar haciéndose pasar por un comunero, pero muchos de sus compatriotas no fueron tan afortunados: todo sospechoso era obligado a pronunciar la frase Schild en vriendt (“escudo y amigo”), y aquellos incapaces de hacerlo con pronunciación impecable eran inmediatamente pasados a cuchillo.
La reacción de Felipe el Hermoso ante la matanza de Brujas no se hizo esperar. Fuera de sí, el rey francés ordenó de inmediato el envío de una expedición punitiva bajo el mando del conde Roberto II de Artois. A fines de junio dicho ejército había concluído su concentración en los alrededores de Arras y se ponía en marcha rumbo a una ciudad situada unos cuarenta kilómetros al sur de Brujas, destinada a hacerse célebre: Kortrijk.
Una pequeña guarnición francesa se había hecho fuerte en el castillo de Kortrijk y era sitiada por el ejército flamenco en pleno, formado mayormente en base a las milicias corporativas y que sumaba unos 8.000 efectivos: 3.000 provenían de Brujas y eran comandados por Guillaume de Juliers, 2.500 eran oriundos de Flandes occidental (su jefe era Guy de Namur) y 2.500 de Flandes oriental. De estos últimos, 700 correspondían a Gante, siendo liderados por Jan Borluut; 500 provenían de Ypres, y un número similar era mandado por Jan van Renesse, un noble de Zelanda. Si bien la abrumadora mayoría de los soldados eran artesanos, algunos miembros de la nobleza y del patriciado urbano combatirían por la causa de Flandes.
El 9 de julio las fuerzas francesas acamparon en Pottelberg, unos diez kilómetros al sur de Kortrijk, donde permanecieron inactivas durante dos días: finalmente, el amanecer del 11 de julio de 1302 presenció a los dos ejércitos enfrentados en los campos al este de Kortrijk. Las tropas francesas totalizaban unos 6.500 hombres, de los cuales sólo unos 2.500 eran jinetes: los acompañaban 1.000 ballesteros (muchos de ellos españoles y genoveses), otro millar de piqueros y unos dos mil peones armados ligeramente, incluyendo lanzadores de jabalina gascones. A despecho de hallarse en inferioridad numérica, los caballeros franceses constituían la élite militar de la época: la mayoría de ellos tenía varias batallas en su haber, contándose incluso no pocos veteranos de las Cruzadas. Si bien las milicias comunales flamencas distaban de ser una desorganizada horda de campesinos, sus posibilidades de triunfo frente a tal temible enemigo parecían mínimas.

En el año 378 D.C. un ejército romano comandado por el emperador Valente sufrió en Adrianópolis una aplastante derrota a manos de los visigodos: el emperador y dos tercios de sus tropas perdieron la vida. La batalla, si bien marcó un hito más en el declive del imperio romano, no representó su fin: cuatro años después tuvo lugar un tratado de paz entre los beligerantes, y en 451 un ejército aliado comandado por el general romano Aecio y el rey visigodo Teoderico logró en Châlons-sur-Marne una postrer y estupenda victoria, frenando en seco el avance de las hordas de Atila.
Mucho más duraderas fueron las consecuencias tácticas de Adrianópolis. Esta batalla ha sido descrita frecuentemente como el triunfo de la caballería sobre la infantería y el consecuente reemplazo del arte de la guerra romano por el medieval, pasando por alto el hecho de que ambos ejércitos eran formaciones mixtas y que la lucha se decidió al ser batida la caballería del ala izquierda romana, quedando así la infantería desguarnecida. Con todo, no parece erróneo considerar a Adrianópolis, si no un tajante punto de inflexión entre la Edad Antigua y el Medioevo, al menos el origen de un patrón que se mantendría durante los nueve siglos siguientes. Desaparecido el poder central, las disciplinadas legiones romanas dejaron de existir y con ellas una infantería digna de ese nombre: el arma suprema pasaría a ser el jinete acorazado. Obviamente, durante el período posterior hubo tropas de a pie, pero su importancia se limitaba a la defensa o asedio de fortificaciones: en campaña dichas tropas, díscolas y mal armadas, acompañaban a la caballería como meros auxiliares y no representaban un serio rival para los jinetes enemigos.
En el siglo VII hizo su aparición en Europa una revolucionaria innovación procedente del Lejano Oriente: el estribo. Por increíble que parezca, ni la caballería de Alejandro Magno ni la de Julio César llegaron a conocer tal sencillo accesorio, que permitía a un jinete pesadamente armado montar en su cabalgadura y contar con un punto de apoyo que potenciaba la eficacia de la lanza.
Generalmente se asocia al caballero medieval con la bruñida armadura completa (harnois blanc en francés) que, perfectamente articulada y semejando una verdadera estatua hueca, puede encontrarse en numerosos museos. Sin embargo, tal modelo recién alcanzó su forma definitiva alrededor de 1450, cuando irónicamente la difusión de armas de fuego y nuevas tácticas desplazaba ya del campo de batalla, lenta pero inexorablemente, a la caballería como arma decisiva.
En los albores del siglo XIV la armadura estaba mayormente representada por la cota de malla, formada por innumerables anillos unidos entre sí: el incipiente uso de placas metálicas se limitaba al pecho, hombros, rodillas, codos y canillas. La cabeza era cubierta por un yelmo de forma usualmente cilíndrica, siendo proporcionada la visión por estrechas mirillas (algunos ejemplares cónicos poseían ya rudimentarias viseras móviles). La protección se completaba con un escudo de madera, el lado interno forrado de cuero.
El arma principal del caballero era la lanza, cuya longitud variaba entre los tres y cuatro metros: la punta estaba recubierta de hierro a fin de conferirle mayor poder de penetración. Cuando el caballero había perdido su lanza o las circunstancias del combate hacían imposible su uso salía a relucir la espada, cuyo valor ceremonial superaba ampliamente al de su hermana mayor. Esta arma era notablemente ligera, con un peso promedio que no superaba 1,3 kg: los más prestigiosos fabricantes de hojas de espada se hallaban en Toledo, Milán y Solingen.
Asimismo, los jinetes medievales no desdeñaban el uso de hachas de batalla y mazas. Con respecto a estas últimas, en aquellas munidas de una cadena la longitud de ésta no superaba las tres cuartas partes del mango, a fin de no herir accidentalmente la mano del usuario: las impresionantes mazas de estrella provistas de larguísimas cadenas aparecieron muy posteriormente, específicamente…¡en las películas de Hollywood!
Esta breve semblanza del caballero medieval quedaría incompleta sin mencionar a su cabalgadura: el destrier o gran corcel de batalla. Si bien actualmente se cuestionan las proporciones gigantescas atribuídas anteriormente a este animal, ciertamente se trataba de ejemplares con una alzada superior a la promedio, corpulentos y de carácter fogoso. El uso del destrier se reservaba al combate: durante las marchas el caballero montaba un palafrén o caballo de andar.
La unidad táctica básica de la caballería medieval era la lanza, que a principios del siglo XIV sumaba generalmente un caballero, su escudero, un hombre de armas (jinete no perteneciente a la nobleza cuyo armamento era similar al de su señor), media docena de arqueros o ballesteros montados y un número indeterminado de sirvientes y soldados de a pie. Entre cuatro y seis lanzas constituían una bandera; la batalla, por su parte, reunía entre cinco y diez banderas.
Una carga de caballería se comenzaba al tranco, a fin de no fatigar prematuramente al corcel; tras una transición al trote, breve por tratarse del andar más incómodo para el jinete (¡no en vano una de las sanciones previstas por los Caballeros Teutónicos era someter al infractor a una hora de trote en armadura completa!), se pasaba al galope corto: la carrera se reservaba para los últimos metros antes del choque. No resulta difícil imaginar el devastador efecto de esa masa de media tonelada lanzada a toda velocidad sobre indisciplinadas tropas de a pie; asimismo, su eficacia sobre jinetes ligeramente armados no era menor. Si bien la caballería feudal europea carecía de la agilidad de su contraparte musulmana, que montada en caballos ligeros y armada de arco era ideal para el hostigamiento, superaba en cambio ampliamente a ésta en lo que a poder de choque se refiere. Así, la mayoría de los enfrentamientos frontales en Tierra Santa concluyeron con el triunfo de los caballeros cristianos, aún combatiendo en inferioridad de condiciones: ése fue el caso de Dorilea (1097), Antioquía (1098), Ascalón (1099) y Arsuf (1191).
El armamento de las milicias flamencas no se diferenciaba mayormente del de otros ejércitos de la época, se tratara asimismo de milicianos o de mercenarios. El arco poseía una gran importancia, pero fuera de Inglaterra era frecuentemente relegado en favor de un arma más elaborada y costosa: la ballesta, surgida en el siglo X. En la época que nos atañe ésta conservaba aún su forma inicial, tensándose la cuerda con ayuda de un estribo situado en el extremo anterior y un gancho adosado al cinturón del usuario: el proyectil disparado era la saeta, considerablemente más corta y maciza que la flecha empleada por los arqueros. A diferencia del arco, la ballesta no exigía un prolongado entrenamiento ni gran fuerza muscular, lo cual le confería gran precisión y la convertía en un arma temible: a consecuencia de ello fue anatematizada en 1139 por el segundo sínodo de Letrán como artem mortiferam -“arte mortífera”- y Deo odibilem -“odiada por Dios”. Dicho sínodo prohibió su utilización contra cristianos -en lo que constituye el primer “desarme” conocido-, no así contra los paganos; demás está decir que tal prohibición cayó en oídos sordos, ya que ningún ejército estaba dispuesto a renunciar a tal eficaz elemento de su arsenal. La desventaja de la ballesta era su reducida cadencia de tiro, limitada a dos proyectiles por minuto, y su considerable peso, que la hacía inadecuada para combatir en campo abierto; la aparición de las primeras armas de fuego portátiles marcaría su declive, aunque la ballesta seguiría jugando un rol importante, incluso durante la conquista de México.
Otra arma importante era la pica: se trataba de una lanza cuya longitud variaba entre dos y cuatro metros, lejos aún del monstruoso ejemplar de 18 pies (5,83 m) adoptado tras la derrota de Arbedo (1422) por los soldados suizos, quienes llevarían el uso de la pica a su máxima expresión.
Pero sin ninguna duda, el arma que se halla indisolublemente ligada a la batalla de Kortrijk es el goedendag. Este sarcástico nombre (“buenos días” en neerlandés) constituiría un acertijo para los historiadores del siglo XIX: ¿se trataba de una alabarda corta, tal como lo sugiriera el eminente Viollet-le-Duc? ¿O quizás de una maza de estrella? Nada de eso: el goedendag era un arma considerablemente más burda pero no por ello menos temible. Consistía en una gruesa asta de aproximadamente un metro y medio de largo en cuyo extremo se hallaba fijada, mediante un regatón, una maciza punta de hierro; sencillo y barato de producir, el goedendag podía ser utilizado en forma punzante o contundente. Asimismo, existía una abigarrada colección de armas blancas de clasificación poco menos que imposible que combinaban filo y punta, predecesoras de la alabarda.

La disposición de las fuerzas enfrentadas puede apreciarse en el croquis adjunto. El ejército flamenco había tomado posiciones en el cuadrilátero formado por los muros de Kortrijk al este, el río Leie al norte, el Groeninge Beek (arroyo Groeninge) al oeste y el Grote Beek (literalmente, “Arroyo Grande”) al sur. Su frente estaba orientado hacia los dos arroyos citados: el ala derecha la conformaba el contingente de Brujas, el centro estaba integrado por las milicias de Flandes occidental y el flanco izquierdo (apoyado en la abadía Groeninge) estaba a cargo de los soldados de Flandes oriental. La reserva consistía en el contingente zelandés de Jan van Renesse, mientras que las tropas de Ypres vigilaban el castillo para impedir una salida de los defensores.
Enfrentando este dispositivo defensivo se hallaban diez batallas francesas: cuatro desplegadas al sur del Grote Beek, otras tantas al este del Groeninge Beek y dos como reserva. La primera formación estaba integrada por Jean de Burlats, Godfried van Brabant, Raoul de Nesle y el dúo Guy de Nesle-Renaud de Trie, contando respectivamente con 400, 300, 600 y 500 jinetes; la segunda incluía a los condes de Artois, Eu (Normandía), Saint-Pol y a Matthieu, hermano de Renaud de Trie (Lorena), totalizando 900 caballeros y hombres de armas. La reserva estaba a cargo de Louis de Clermont y el conde de Boulogne.
Poco después del amanecer ambos bandos procedieron a confesarse antes de asistir a misa: al tomar posiciones los milicianos flamencos se arrodillaron para recoger un puñado de tierra y llevárselo a los labios, testimoniando su voluntad de luchar hasta la muerte en defensa de su suelo natal.
La totalidad del ejército flamenco, incluso los caballeros, combatiría a pie en un terreno que había sido sabiamente elegido: el suelo cenagoso y los dos arroyos dificultaban el ataque de la caballería, impidiéndole maniobrar. Consciente de ello, Jean de Burlats destacó una compañía de ballesteros genoveses a fin de hostigar al enemigo: sin embargo, tras sufrir algunas pérdidas los ballesteros flamencos se refugiaron tras sus amplios escudos rectangulares de madera, siguiendo entonces un prolongado y estéril intercambio de saetas. Viendo que algunos peones propios comenzaban a vadear los arroyos, los impacientes comandantes franceses se decidieron a atacar. Se ordenó a los infantes hacerse a un lado a fin de no obstruir la carga de caballería, que sería encabezada por la insignia de batalla de Francia: la oriflamme, el sesgado estandarte de seda escarlata de los monjes de Saint-Denis.
Al cruzar el Grote Beek la caballería francesa debió reorganizarse antes de proseguir con su ataque: sin embargo, la distancia entre el arroyo y las líneas enemigas era insuficiente para una carga a fondo. Poco después de producía el choque de las formaciones rivales, con los flamencos gritando a voz en cuello ¡Vlaendren die Leeu!
(“¡Flandes el león!) y sus enemigos invocando al patrón de Francia: ¡Montjoie Saint-Denis!
El espectáculo que siguió fue terrible.
Si bien los milicianos sufrieron varias bajas, su línea resistió el embate de la caballería enemiga. Tras ser atravesadas sus cabalgaduras por las picas, numerosos jinetes cayeron desmontados al suelo, siendo ultimados en forma inmisericorde por los goedendag de los infantes flamencos, que tenían órdenes expresas de no hacer prisioneros.
A pesar del revés sufrido, el conde de Artois insistió en lanzar una segunda carga, esta vez cruzando el Groeninge. El ataque se desarrolló en forma más ordenada que el anterior, pero el resultado no fue muy distinto: los flamencos rechazaron el asalto y emprendieron un vigoroso contraataque que empujó a los caballeros contra el arroyo, donde la mayoría de ellos perdió la vida. Roberto de Artois quedó aislado en medio de un grupo de enemigos, siendo desmontado y muerto.
Sin embargo, la caballería enemiga logró irrumpir en el centro de las líneas flamencas, provocando la huída despavorida de muchos milicianos. Tal peligrosa crisis fue conjurada por la oportuna intervención de Jan van Renesse, que lanzó sus fuerzas en apoyo del contingente de Flandes occidental. Así se desvaneció el único atisbo de triunfo para la caballería francesa, cuyos sobrevivientes comenzaron a retroceder. Hubo sin embargo excepciones: Raoul de Nesle declaró que prefería no seguir viviendo tras ver muerta la flor y nata de la Cristiandad, y picando espuelas se lanzó a lo más intenso del combate. Su cuerpo sería hallado más tarde no muy lejos del de Jacques de Châtillon: la lista de caídos ilustres se completaría con Guy de Nesle, Godfried van Brabant, Jean de Burlats, Renaud de Trie, los condes de Aumale y Eu, el señor de Tancarville, alrededor de sesenta barones y unos setecientos caballeros.
Para entonces el ejército flamenco había pasado decididamente a la ofensiva, después de tres horas de feroz lucha. El campamento enemigo de Pottelberg fue saqueado, continuando la persecución hasta Tournai. Muchos caballeros de Flandes y Brabante que habían combatido del lado francés intentaban ahora salvar sus vidas al grito de ¡Vlaendren die Leeu!, confiados en que su indumentaria no se diferenciaba de la de sus contendientes. Sin embargo, un detalle menor selló su destino: mientras que éstos portaban espuelas, los caballeros leales a Flandes se las habían quitado para poder luchar a pie. Guy de Namur ordenó que todos aquellos que calzaran tal accesorio fueran ejecutados, y una vez cumplida la terrible orden, alrededor de setecientas espuelas (doradas en el caso de pertenecer a caballeros) serían clavadas a los muros de la vecina Onze-Lieve-Vrouwkerk (Iglesia de Nuestra Señora): así, la batalla de Kortrijk pasaría a la Historia como “la batalla de las espuelas de oro”.

En un hecho inédito, las milicias de Flandes habían infligido una sangrienta derrota a la élite militar de la época: tal como declararía un testigo, “la gloria de Francia había sido convertida en estiércol y gusanos”. Si bien no existe una estadística confiable de las pérdidas sufridas, resulta evidente que Kortrijk fue una batalla de aniquilamiento: más de un millar de jinetes franceses perdieron la vida y las bajas de su infantería parecen haber sido igualmente graves, mientras que los flamencos habían sufrido sólo algunos centenares de muertos.
La victoria aseguró la independencia de Flandes, cuyas milicias adquirieron de la noche a la mañana un aura de invencibilidad. Sin embargo, en tal creencia hubo no poca sobreestimación: el triunfo se había debido en gran parte al desfavorable terreno y la decisión de la caballería de atacar sin apoyo de infantería, mientras que la disciplina e instrucción de los milicianos flamencos, si bien superiores a las de sus contemporáneos, resultaban insatisfactorias. En las décadas siguientes, tal intrínseca debilidad fue testimoniada por una serie de derrotas: Cassel (1328), Tournai (1340), Oudenaarde (1379), Nevele (1381) y finalmente Westrozebeke (o Roosebeke) en 1382, cuando la caballería francesa, combatiendo desmontada, se cobró una sangrienta revancha por la humillación sufrida ochenta años atrás.
A pesar de ello, sería un error creer que la victoria de Kortrijk fue un incidente aislado: muy por el contrario, se trató del primero de una serie de triunfos de la infantería sobre la caballería. Tras la derrota de los ingleses a manos de los escoceses en Bannockburn (1314), los suizos iniciarían una impresionante serie de victorias cuyos principales hitos serían Morgarten (1315), Sempach (1386), Grandson y Murten (1476) y Nancy (1477), que marcaría el ocaso del poderoso ducado de Borgoña. Por su parte, durante la Guerra de los Cien Años los arqueros ingleses infligirían a la caballería francesa las terribles derrotas de Crécy (1346), Poitiers (1356) y Azincourt (1415), donde los caballeros franceses harían ondear por última vez la oriflamme: su portador, Guillaume Martel, señor de Baqueville, la defendería heroicamente hasta la muerte.
Resulta innecesario aclarar que, a su vez, las nuevas formaciones no serían inmunes al paso del tiempo. A pesar de sus éxitos, piqueros y arqueros representaban una táctica básicamente defensiva, y pronto comenzaron a sufrir pesadas pérdidas a manos de un arma novedosa: la artillería. Ya en 1450 los temidos arqueros británicos serían aniquilados en Formigny por la caballería francesa, tras ser dislocadas sus formaciones por dos culebrinas, y sesenta y cinco años después le llegaría en Marignano el turno a los presuntamente invencibles piqueros suizos. Así, irónicamente, la caballería sobreviviría a sus otrora victoriosos rivales, mientras que para ese entonces el peso de la batalla había recaído sobre una formación mixta de piqueros y mosqueteros destinada a convertirse en sinónimo de una hegemonía militar española que se prolongaría durante siglo y medio: el tercio.

Mario Díaz Gavier

2 comentarios:

Peyi dijo...

Barvo Marito!
¿Cuándo vas a tratar la reconquista de valencia de 1238?. Parece ser que Don Jaime I de Aragón tenía entre sus huestes a un tal GUILLERMO PELLICER.

Unknown dijo...

Notable descripcion. Vico en Kortrijk y me dare el trabajo de tratar de recorrer los sitios historicos que indica. Una vez mas gracias por tan profunda narracion y conocimiento historico.