En 1953 el etnólogo y antropólogo español
Salvador Canals Frau publicó Las
poblaciones indígenas de la Argentina, libro de lectura ineludible pero al parecer
aún desconocido por nuestros pseudo-indigenistas si nos atenemos a las innumerables
sandeces vertidas a diario. En esta obra se destacan tanto el tono objetivo y
desapasionado (tan distinto de la tendenciosa politización que vicia hoy muchas
interpretaciones etnológicas) como el afecto sincero hacia los
habitantes originarios de nuestra tierra: “Estén
vivas o muertas, estas poblaciones merecerán siempre nuestro respeto y nuestra
consideración. Fueron ellas las pretéritas dueñas de lo que es ahora nuestro. Y
también, justo es no olvidarlo, representan uno de los tres principales factores
antropológicos que integran nuestra personalidad étnica”.
Canals Frau fue el primero en acuñar una
expresión que sintetiza certeramente uno de los procesos más importantes (y a
la vez más ignorados) que afectaron a la población originaria en el actual
territorio argentino: la “araucanización de la Pampa”, es decir, la inmigración
de mapuches oriundos de Chile hacia la falda oriental de los Andes. Dicho
proceso se inició en forma incipiente a mediados del siglo XVI a raíz del comienzo de la colonización
española y en un comienzo estuvo limitado al intercambio comercial: los pampas
trocaban caballos (descendientes de aquellos animales sobrevivientes de la
malograda expedición de Pedro de Mendoza) por mantas y otras manufacturas
producidas por los mapuches, oficiando los pehuenches como intermediarios.
Recién a principios del siglo XVIII -es decir,
un siglo y medio después de la fundación de Santiago del Estero- dicha
expansión mapuche pasó del mero comercio a la presencia personal de araucanos (nombre
histórico que por misteriosos motivos hoy es considerado “políticamente
incorrecto”) en nuestro territorio. En 1708 tuvo lugar en las cercanías de la
actual Villa Mercedes (provincia de San Luis) una reunión de indios en la cual
las autoridades coloniales constataron la concurrencia de “aucáes o indios de la guerra de Chile” (en ese entonces se llamaba aucáes
o “indios alzados” a los araucanos). En
los años siguiente dicha penetración foránea alcanzó la Pampa oriental: así, en
la sesión del 10 de febrero de 1710 del Cabildo de Buenos Aires se manifestó
preocupación por la presencia de “muchos
indios aucáes, que de la otra parte de la Cordillera de Chile han pasado a esta
con el fin de robar y destruir dichas campañas”.
Tal migración continuó en forma inexorable
durante las siguientes décadas. Según testimonio del misionero jesuita Thomas Falkner, a
mediados del siglo XVIII los pampas aún hablaban su idioma propio, aunque el
araucano había pasado a ser la lengua “más
pulida y la que con más generalidad se entendía en estas regiones”. A fines
de dicho siglo la araucanización de la Pampa se había consumado: tal como puede
verse en los mapas adjuntos, dicha etnia ocupaba ahora la totalidad del
territorio pampa y buena parte del hábitat de los puelche-guénaken o “patagones
del norte”, mientras que más al sur dominaba la ladera de la cordillera
originariamente habitada por los téuesch y los tehuelches, pertenecientes a los
chónik o “patagones del sur”. Dicho proceso de sustitución se produjo mayormente
mediante la asimilación, aunque en no pocas ocasiones devino en violencia: así,
los tehuelches opusieron encarnizada resistencia a los invasores hasta ser
finalmente derrotados en la batalla de Shotel Káike, la cual tuvo lugar entre
1810 y 1820.
Los araucanos argentinos se dividían en cuatro
grandes grupos: los pehuenches, los ranqueles, el cacicazgo de las Salinas
Grandes (indudablemente la facción más poderosa y temida) y el llamado “País de
las Manzanas”. La tercera de dichas subdivisiones estaba encarnada por la dinastía
de los Curá, cuyo fundador fue el legendario Calfucurá. Nacido en Llaima (Chile) en el último cuarto del siglo XVIII, en 1834 pasó a
territorio argentino al frente de doscientos hombres con el ostensible objetivo
de comerciar con la tribu araucana de los vorogas. Habiendo concertado una
reunión en los médanos de Masallé, Calfucurá y sus guerreros atacaron
traicioneramente a sus desprevenidos anfitriones cuando éstos se disponían a
darles la bienvenida, siendo pasada a degüello la clase dirigente de los vorogas
en su totalidad (incluyendo al cacique Rondeau y sus hermanos Melin y Alun, así
como numerosos capitanejos). Tal infame
masacre posibilitó a Calfucurá autoproclamarse Gran Gulmen y posteriormente urdir
-recurriendo a una astuta combinación de brutalidad y diplomacia- una red de
alianzas que durante cuatro décadas tendría en vilo al gobierno argentino: la
Confederación de Salinas Grandes. Su condición de advenedizo despertaría los
justificados recelos de varios caciques locales, lo cual queda ejemplificado en
el diálogo mantenido en 1878 entre el cacique Pincén (prisionero en Buenos Aires) y Estanislao S. Zeballos. Al
preguntarle este último por qué se había separado de Calfucurá, Pincén contestó
orgullosamente: “Porque yo soy indio argentino, y Calfucurá
es vorogano de Chile, usurpador de nuestra tierra.”
Uno de los errores más extendidos es creer que
la Pampa se hallaba entonces densamente
poblada por una civilización aborigen evolucionada y autosuficiente que rehuía el
contacto con el hombre blanco. Tal idea, básicamente correcta en lo que
respecta a los picunches y otras tribus que habitaban el sur de Neuquén, era
completamente ajena a la realidad que se vivía en la Pampa. Como lo ha señalado el destacado historiador
Isidoro J. Ruiz Moreno, nada más acertado que el nombre de desierto asignado a esa enorme extensión de tierra donde los
asentamientos humanos generalmente sólo eran posibles a la vera de aguadas, muy
dispersas una de la otra y en cada una de las cuales subsistía como máximo un
puñado de familias. Así, no se trataba de dos civilizaciones que coexistían en
forma paralela y aislada sino de reducidos grupos indígenas que procuraban la relativa
cercanía de las poblaciones y ganados del huinca.
Y ello se debía a que, una vez establecidos en la Pampa, el estilo de vida de los araucanos
argentinos había sufrido un cambio tan trascendental como negativo respecto a los hábitos de
los mapuches trasandinos. “Estos últimos -escribe
Canals Frau- eran sedentarios y
cultivaban la tierra, y los productos de esta actividad constituían su
principal alimento. Los primeros, en cambio, habían abandonado todo intento de
cultivo, e inducidos sin duda por el medio, se dedicaban a vivir de la caza, la
recolección y la rapiña. La carne de yegua era su alimento principal”.
En cuanto a los millares de lanceros cuyos malones
aterrorizaban periódicamente las poblaciones fronterizas, la inmensa mayoría
eran auxiliares venidos ex profeso del
otro lado de la cordillera, adonde se apresuraban a regresar para vender el
botín obtenido (de ahí el nombre de “Camino de los Chilenos” dado a la
rastrillada utilizada por dichos cuatreros). Tal tráfico contaba con la
complicidad de comerciantes chilenos y está fehaciente corroborado por
testimonios locales. Así, en sus Recuerdos
del pasado el escritor trasandino Vicente Pérez Rosales escribía: “Desde tiempo inmemorial nuestras compras de
animales a los indios de ultra Bio-Bio han sido y siguen siendo la principal
causa de los robos y diarios ataques a la propiedad argentina, verificados por
los indígenas de una y otra banda de la Cordillera”. Por su parte, el
misionero fray Victorio Palavecino describía en 1860 en Santiago cómo el indio
chileno “reuniéndose en caravanas todos
los años, salva los Andes, se une con los de aquella parte para entregarse al
pillaje y a la carnicería, destruyendo pueblos, talando campos, arrastrando de
ellos cuantos ganados puede, degollando dueños de hacienda y reduciendo a la
esclavitud familias enteras; en una palabra, esparciendo espanto y la
desolación. Actualmente gimen entre nuestros araucanos y como fruto de ese
comercio, centenares de víctimas de las que todos los años traen de la
República vecina. Hoy mismo gran parte de los animales que nuestro comerciantes
extraen de entre ellos son de los de aquella República y producidos del comercio que ellos
hacen a su modo”.
Las manifestaciones de dichas actividades
ilegales eran múltiples y asombrosas. El cacique Juan Agustín, que asolaba el
sur de Mendoza, era en Chile el señor Juan Agustín Terrado, que ostentaba el
cargo de subdelegado oficial del gobierno de Santiago de este lado de los Andes;
entre la numerosa hacienda chilena llevada a engordar a los valles orientales
de la cordillera se contaba la del presidente Manuel Bulnes Prieto; el
capitanejo Cayumán, cuyas andanzas lo llevaron hasta la campaña bonaerense, se
metaformoseaba en Chile en el juez Francisco Palacios; finalmente, la mayoría
de los 600 habitantes del enclave blanco de Mal Barco, situado aproximadamente
donde hoy se encuentra Chos Malal, eran chilenos cuya principal actividad era -vaya
sorpresa- la invernada y el comercio ganadero.
Un reclamo diplomático efectuado en 1877 por el
gobierno argentino exigiendo poner fin a tales actividades fue desestimado por
el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, aduciendo que la vigilancia de
los pasos cordilleranos “vendría a
imponer al Estado Nacional un fuerte desembolso no exijido [sic] por nuestros intereses”, llegando en su
cinismo a declarar que “no existe una
sola [ley] que prohiba la celebración de contratos sobre objetos
lícitos entre personas que tengan perfecta capacidad para contratar. Desde que
la facultad de contratar es un derecho privado, cuyas responsabilidades sólo
pueden perseguirse por los mismos contratantes o por terceros interesados, el
Gobierno no podría ingerirse [sic] en
esos asuntos”. Tal actitud traslucía las ambiciones chilenas sobre la
Patagonia, a la que el explorador y publicista trasandino Guillermo Cox había
bautizado “el Chile Oriental”: ya en
una nota del 29 de octubre de 1872 dirigida al embajador argentino en Santiago el
Ministro de Relaciones Exteriores trasandino había aludido a “los derechos que le conceden [a Chile] sobre toda la Patagonia títulos claros y a
mi juicio incuestionables”.
En resumen: durante el siglo XIX la gran mayoría
de los indios que habitaban la Pampa no eran “aborígenes” según la
estricta etimología del término (“originario
del suelo en que vive”)
sino que
provenían de la falda occidental de los Andes. Perdida la cultura sedentaria y agrícola que originariamente
caracterizara a los mapuches, la principal actividad económica de dichos grupos
étnicos había pasado a ser el hurto de ganado vacuno (introducido a partir del siglo XVI por los españoles), no tanto
para asegurar la propia subsistencia sino para montar un lucrativo tráfico
cuyos destino final era Chile. Así, quienes hoy pretenden -ya sea
movidos por una ingenua filantropía, insuficientes conocimientos históricos o motivaciones
no tan inocentes- que los mapuches son en nuestro país un “pueblo originario”
incurren en un error o, lo que es peor, en una impostura.
(continuará)
Mario Díaz Gavier
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