La ocupación de los vastos territorios que
teóricamente integraban la República Argentina pero que de hecho estaban vedados
para el hombre blanco constituyó durante casi setenta años una asignatura
pendiente para los sucesivos gobiernos, si bien hubo intentos de revertir tal
situación. Ya en 1833 Juan Manuel de Rosas había emprendido su Campaña del
Desierto, gigantesca razzia que, aunque
obtuvo logros tales como la victoria de Las Acollaradas, no consiguió concluir
con la amenaza representada por los araucanos: al no ser complementada con una
ocupación efectiva, la mayoría de los indios que se habían retirado ante el
avance de las tropas nacionales volvieron a sus parajes una vez concluída la
campaña. Peor aún que los magros resultados obtenidos fue la presunta
convocatoria efectuada a Calfucurá si hemos de creer lo afirmado por dicho
cacique a Mitre en 1861: “Le diré que yo
no estoy en estas tierras por mi gusto, ni tampoco soy de aquí, sino que fui
llamado por don Juan Manuel, porque estaba en Chile y soy chileno; y ahora hace
como treinta años que estoy en estas tierras”. De ser cierta la afirmación
de Calfucurá, la decisión de Rosas de imponer un interlocutor único entre los
araucanos devino en la apertura de una auténtica caja de Pandora…
Durante las décadas siguientes la relación
entre el gobierno argentino y las tribus de la Pampa estuvo mayormente signada por
prolongadas treguas, periódicamente
interrumpidas por malones y consecuentes expediciones punitivas (mayormente
infructuosas, tal como la desastrosa campaña de Mitre en
1855). En efecto, aquellos que critican a Roca por no haber solucionado el
conflicto con el indio mediante la diplomacia parecen ignorar las numerosas paces por la cuales la República
Argentina había intentado apaciguar a los indios mediante el humillante pago de
tributo. Y no se crea que dichos subsidios se limitaban a vacas para asegurar
la subsistencia de los habitantes de las tolderías: las listas de exigencias de
Calfucurá y otros caciques incluían artículos tales como cajones de ginebra,
rollos de tabaco, recados, ponchos de paño, botas, pañuelos de seda, pavas,
bombillas, guitarras (con cuerdas de repuesto, especialmente primas), navajas
de afeitar, aceite perfumado para el pelo… y, por supuesto, dinero contante y
sonante. Ello no impedía que tales treguas fueran sistemáticamente violadas por
los indios, excusándose los caciques con el astuto argumento de tales correrías
habían sido cometidas sin su autorización…
El avance iniciado por el presidente Nicolás
Avellaneda y su ministro de Guerra Adolfo Alsina a fines de 1875 significó un
importante y meritorio intento de adelantar la línea de fortines, siendo uno de
sus principales elementos un extenso foso destinado a impedir o dificultar las
invasiones indias. Tal avance gradual pretendía no provocar a la tribus indias (“el plan del Poder Ejecutivo es contra el
desierto para poblarlo, y no contra los indios para destruirlos”), pero dicha
esperanza fue pronto brutalmente disipada: en diciembre de 1875 un terrorífico malón grande asoló la campaña de Buenos
Aires entre Tapalquén y Bahía Blanca, siendo en su transcurso masacradas 300
personas, cautivadas otras 500 y arreada la exorbitante cifra de 300.000
cabezas de ganado equino y vacuno.
A pesar de la terrible conjunción de obstáculos
integrada por los guerreros indios, la geografía inclemente y, en no menor
medida, la oposición política (que ridiculizaba el foso ya denominándolo “zanja
de Alsina”), durante los dos años siguientes las tropas nacionales lograron la
mayoría de los objetivos del plan. Sin embargo, el
extraordinario esfuerzo desplegado terminó por quebrantar la salud del ministro de Guerra, quien murió el
29 de diciembre de 1877. Su fallecimiento provocó masivas muestras de congoja
popular, y durante su sepelio Mitre, que evidentemente sentía debilidad por los
vaticinios aventurados (recordemos su frase “en
tres meses en Asunción” con motivo de la invasión paraguaya de Corrientes) proclamó solemnemente respecto a
la lucha contra la barbarie y el Desierto: “Dentro
de trescientos años más habrá terminado”.
Avellaneda designó nuevo ministro de Guerra a
Julio Argentino Roca, quien de ningún modo compartía el pesimista pronóstico de
Mitre. Ya en octubre de 1875 había enviado una carta a Alsina, declarando que
el mejor sistema de terminar con las invasiones indias era adoptar una
estrategia ofensiva, reemplazado los estáticos fortines por columnas móviles
que mantendrían a los indios en vilo y, finalmente, estableciendo el Río Negro
como defensa natural. Con asombrosa confianza en sí mismo, aquel general de 32
años de edad declaraba: “Yo me
comprometo, señor Ministro, ante el Gobierno y ante el país, a dejar realizado
esto que dejo expuesto en dos años, uno para prepararme y otro para
efectuarlo”.
En su nuevo cargo Roca no demoró en materializar su plan. La
primera fase del mismo tuvo lugar entre mayo y diciembre de 1878, cuando 23 expediciones
ligeras propinaron a los araucanos un tratamiento similar al que éstos
dispensaban a las poblaciones fronterizas. Tales operaciones arrojaron un saldo
de 398 indios muertos y 3.668 prisioneros, a lo cual se sumó el rescate de 150
cautivos y la recuperación de 4.000 vacunos, 6.500 ovinos y 3.000 equinos. Dichos
“malones cristianos” terminaron quebrantando el poderío ofensivo de los
araucanos, obligándolos a retirarse
tierra adentro. Tuvo entonces lugar la segunda fase de la campaña, integrada
por cinco columnas cuya misión era alcanzar la línea de los ríos Neuquén y
Negro y batir a las tribus hostiles que se opusieran a su avance.
La 1° División fue comandada por el ministro de
Guerra en persona y partió de Puán (provincia de Buenos Aires) el 30 de abril de 1879. El 13 de
mayo se produjo el cruce del Río Colorado por el lugar bautizado Paso Alsina, y
el 25 de dicho mes tuvo lugar a orillas del Río Negro -a la altura de la isla
de Choele-Choel- el festejo de la fecha patria. A continuación la columna
prosiguió su marcha aguas arriba hasta arribar el 11 de junio a la confluencia
de los ríos Neuquén y Limay. Durante su avance la 1° División no encontró indio alguno (lo cual desmentía una vez
más el mito de un territorio densamente poblado por una sofisticada civilización
aborigen), lo cual dio pie al irónico comentario de Roca: “Hemos descubierto que no había indios”.
En cuanto a la 2° División, a cargo del coronel
Nicolás Levalle, abandonó Carhué (Buenos Aires) el 2 de mayo en dirección a
Trarú-Lauquen, alcanzando su objetivo veinte días después. Dichas fuerzas
permanecerían hasta el 18 de junio en la zona de Lihuel-Cahel, protagonizando
algunos encuentros de menor cuantía con grupos araucanos, en cuyo transcurso
fue encontrado el archivo de la correspondencia de Namuncurá.
La 3° División estaba al mando del coronel Eduardo Racedo y partió de
Villa Mercedes (San Luis). Un detalle llamativo fue el número de auxiliares
indios que lo integraban: piquetes de Sarmiento Nuevo y Santa Catalina, escuadrones de ranqueles
asimilados a cargo de los capitanes Linconao Cabral y Ambrosio Carri-pilón y
los contingentes de los caciques Cayupán y Simón. A mediados de mayo esta
división había alcanzado Poitahué y estableció campamento en Pitre-Lauquen, a
una legua de distancia.
Por su parte, la 4° División bajo el mando del teniente coronel Napoleón Uriburu
partió de Mendoza con el objetivo de impedir que las tribus derrotadas se
refugiaran en Chile. Durante su marcha hacia el sur esta
fuerzas arribaron al ya citado enclave chileno de Mal Barco, cuyos habitantes se
vieron forzados a reconocer la soberanía argentina. Bajo un frío terrible (en una ocasión
fue necesario esperar hasta que se derritiera la escarcha del lomo de los
caballos para poder ensillar) se prosiguió la marcha: ante las maniobras
dilatorias del cacique Purrán, Uriburu se decidió a vadear el río Neuquén (lo
cual no estaba contemplado en sus instrucciones), logrando así que el susodicho
accediera a entablar tratativas de paz.
Finalmente, la 5° División quedó a cargo del coronel Hilario Lagos y quedó
dividida en dos columnas, una de ellas comandada por el ya citado y la otra por
el teniente coronel Enrique Godoy. Dichas fuerzas partieron el 7 de mayo de
Trenque-Lauquen y Guaminí respectivamente, reuniéndose el 9 de junio en
Luan-Lauquen.
La campaña fue coronada por un éxito brillante.
En su mensaje al Congreso, Roca enumeró las bajas sufridas por el enemigo: 1
cacique muerto y 5 prisioneros, 1.313
indios de lanza muertos y 1.271 prisioneros, 10.539 indios de chusma prisioneros
y 1.049 indios reducidos (cifras que desmienten elocuentemente la versión de un
presunto “genocidio”). A ello se sumaba el rescate de 480 cautivos y la
conquista de 15.000 leguas cuadradas de campos feraces, lo cual daría un envión
decisivo a la riqueza agropecuaria de nuestro país. Si bien la Conquista del
Desierto no implicó la solución total e instantánea del problema araucano (sería
necesario complementarla entre 1881 y 1883 por la llamada Campaña de los
Andes), ciertamente los grandes malones contra las poblaciones fronterizas
quedaron en el pasado. Igual o más importante fue el comienzo de la posesión
efectiva de la Patagonia por parte de Argentina, poniendo punto final a las
pretensiones chilenas (por ejemplo, en 1876 una declaración trasandina había
llegado a declarar como límite internacional… ¡nada menos que el Río Negro!).
Cuando un reportero de Le Courrier de la
Plata entrevistó a Roca y osó plantear que “la cuestión de la Patagonia está pendiente y será necesario resolverla
algún día”, el ministro de Guerra lo frenó en seco: “Está resuelta. La Argentina sabe que la Patagonia es suya. Chile no discute esta posesión sino por forma. Sí; la República no cederá una
legua de tierra en la Patagonia; no admitirá ni el arbitraje sobre este punto,
y ninguna nación intentará turbar los establecimientos que allí funde”.
Indudablemente la campaña de 1879 no careció de
aspectos cuestionables. El emprender la campaña con el otoño tan avanzado
(¿quizás por el deseo de hacer coincidir la llegada al Río Negro con una fecha
tan cargada de simbolismo como el 25 de mayo?) provocó que las tropas
-especialmente el contingente de Uriburu- sufrieran los rigores de la estación,
lo que podría haberse evitado adelantando por ejemplo seis semanas la
operación. Asimismo, la decisión de establecer campamento en la isla de
Choele-Choel, ignorando así las advertencias de un viejo indio del lugar, tuvo serias consecuencias: a
mediados de junio una creciente del Río Negro inundó el campamento y lo aisló
durante días de la ribera. Más grave fue el posterior distribución de las
tierras conquistadas, que mayormente quedaron en manos de grandes terratenientes
mientras que muchos de los soldados criollos que habían hecho posible tal logro
transcurrirían su vejez en la mayor miseria: una injusticia denunciada por un
testigo tan poco sospechoso de inquina hacia el ejército como el comandante Manuel Prado.
Sin embargo, ello no debe impedir apreciar lo
extraordinario de la campaña de Roca: la misma no supuso un mero adelantamiento de
la llamada frontera sino que eliminó
definitivamente tal infamante realidad. Una de las mejores descripciones de
aquel asfixiante corset que impedía
el crecimiento de nuestro país proviene del historiador Alfredo Terzaga, que en
su notable Historia de Roca describió
aquel territorio “con su heterogénea
mezcla de reclutados a la fuerza, milicos andrajosos sin pan ni paga, cautivas
y prostitutas, mestizos que no se decidían a ser indios ni cristianos; robos y
asesinatos por rutina; negocios sucios de jueces de paz, comisarios y
proveedores, malones periódicos, y toda la gama, en fin, propia de la vida sui
generis de una franja territorial no bien definida, donde se interpenetraban la
miseria de la sociedad blanca y cristiana, que arrojaba a esa zona sus detritus
y sus culpas, con la miseria de la cultura indígena, en franco tren de
regresión por la vuelta a un nomadismo casi permanente, situación ésta a que la
habían condenado aquellos elementos de un horizonte superior que, al principio,
se le aparecieron como salvadores y decisivos: la conquista del equino y la
posesión del vacuno. El caballo centuplicó la capacidad guerrera de las tribus,
y la abundancia de riqueza ganadera las convirtió al cuatreraje, concebido como modus económico
organizado y sistemático”.
En resumen: si alguien tiene motivo a sentir
resentimiento contra Roca no son precisamente los argentinos sino los chilenos,
ya que objetivo principal de la campaña de 1879 no fue tanto la eliminación de
los relativamente escasos indios que habitaban en forma permanente la Pampa (cuyas
correrías no hubieran sido tan dañinas de haber tenido como fin el mero
autoabastecimiento y no el comercio masivo de ganado robado) como la supresión
definitiva de la frontera, ocupando
en forma efectiva de un enorme territorio que Chile pretendía como propio y sellando
los accesos utilizados por los intrusos trasandinos (tanto indios como blancos).
No en vano Terzaga resaltó el extraordinario significado geopolítico de la
Conquista del Desierto, que duplicó la superficie de nuestro país, no mediante
la anexión de territorios ajenos, sino mediante un crecimiento hacia adentro: un extraordinario logro que muchos publicistas
contemporáneos se niegan a reconocer, empeñados en una campaña difamatoria
contra Julio Argentino Roca desde la hipócrita impostura de un
pseudo-indigenismo izquierdoso.
Mario Díaz Gavier
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