sábado, 3 de noviembre de 2012

LEPANTO

A comienzos de 1571 las miradas de la Cristiandad -y ciertamente también las de su sempiterno rival, el Imperio Otomano- estaban fijadas en una pequeña ciudad situada en la costa oriental de Chipre: Famagusta.
En julio del año anterior una poderosa flota turca de 200 galeras había desembarcado 50.000 infantes y 2.500 jinetes en las cercanías de Limassol. Al frente de este cuerpo expedicionario se hallaba Lala Mustafá, antiguo tutor del actual  sultán Selim II cuya habilidad como intrigante le había asegurado el cargo de gobernador de las provincias y comandante supremo del ejército. Selim II le había confiado la tarea de arrebatar Chipre del dominio veneciano y obtener así la gran victoria que tradicionalmente debía inaugurar el reinado de cada sultán (asimismo, no eran pocos quienes afirmaban que los proverbiales vinos de la isla constituían un aliciente extra para un sultán cuya trasgresión de ciertas normas del Islam le había valido el elocuente apodo de “el Bebedor”).
El 25 de julio los invasores comenzaron el asedio de la capital, Nicosia. La guarnición sumaba solamente 3.000 soldados venecianos y 5.000 milicianos chipriotas carentes de instrucción militar y de disciplina, ello agravado por la mala calidad de sus obras de defensa y la falta de decisión del gobernador Nicoló Dandolo. A pesar de todo los defensores resistieron durante más de seis semanas los ataques de los sitiadores, e incluso realizaron el 15 de agosto una exitosa salida. Sin embargo el 9 de setiembre se produjo el inevitable desenlace:  reforzados por 20.000 hombres tomados de la flota de galeras, los turcos realizaron un asalto general que tras dos horas de lucha logró abrir una brecha en las murallas. Siguieron otras ocho horas de combate hasta que finalmente Dandolo fue intimado a rendirse, a lo cual accedió: seguidamente él y los quinientos venecianos sobrevivientes fueron asesinados a sangre fría. Nicosia quedó durante tres días librada a los saqueos, violaciones y asesinatos de la soldadesca turca: la casi totalidad de los veinte mil habitantes fueron masacrados y sólo dos mil adolescentes sobrevivieron para terminar como objetos de placer en el mercado de esclavos de Constantinopla.
Un destacamento de caballería turca hizo poco después su aparición frente a las murallas de Famagusta: clavadas en sus lanzas se hallaban las cabezas de Dandolo y otros dignatarios de Nicosia. Sin embargo ello no intimidó a la guarnición, que estaba bien preparada y decidida a resistir. Los defensores sumaban apenas 350 hombres, pero al frente de ellos se hallaba Marcantonio Bragadino, gobernador indómito y capaz. El 18 de setiembre comenzaba oficialmente el sitio de Famagusta.
La pequeña guarnición resistió una y otra vez los embates de las hordas del Islam; en su heroica lucha se vió ayudada por la llegada del otoño y el consecuente regreso de la mayoría de las galeras de Constantinopla. El 26 de enero de 1571 dieciséis galeras y tres mercantes venecianos irrumpieron frente a Famagusta y tras hundir tres galeras turcas procedieron a descargar 1.600 soldados, víveres y munición y embarcar a heridos, enfermos y no combatientes. Este inesperado refuerzo levantó enormemente la moral de los defensores, pero era evidente que sólo la intervención de una gran flota podría evitar la caída definitiva de Chipre en manos turcas.
Alarmado ante las noticias de Chipre, el Papa Pío  V  había urgido a las naciones cristianas a formar una Santa Liga para enfrentar el avance musulmán. Los resultados habían sido decepcionantes: la Inglaterra anglicana de Isabel I y la Rusia ortodoxa de Iván el Terrible ignoraron simplemente el pedido y, peor aún, la reacción de algunos reinos católicos no había sido mejor: el emperador Maximiliano II no estaba dispuesto a romper la tregua de ocho años recientemente firmada con el sultán, a quien debía pagar tributo regularmente; la subsistencia de Polonia dependía de las enormes compras de ganado por parte de Constantinopla; por su parte, la Francia del Rey Cristianísimo mantenía una tradicional alianza con el imperio otomano en contra de los Habsburgo españoles  y austríacos (las galeras turcas habían incluso invernado en Tolón durante una de sus periódicas incursiones anuales).
Al final, sólo tres potencias se mostraron dispuestas a aceptar el desafío: el Papado mismo, la España de Felipe II (a cuyo servicio se encontraba Génova) y Venecia. Sin embargo, un intento de suscribir el acuerdo en marzo de 1571 fracasó: irónicamente fue justamente Venecia quien se negó a integrar la Santa Liga.
La República de San Marcos tenía una larga tradición en lo que a intriga y duplicidad se refiere. Durante las guerras italianas entre Francia y España había cambiado frecuentemente de bando, y ahora intentaba desesperadamente conservar Chipre y a la vez no romper sus lucrativas relaciones comerciales con Constantinopla. Venecia, despreciada por muchos como “la prostituta que se acuesta con el Turco”, era tributaria del Sultán, a cambio de lo cual traficaba provechosamente con especias y otros artículos de lujo. Increíblemente la masacre de Nicosia  no había influído en lo más mínimo en la diplomacia de la Serenísima: es comprensible que muchos de sus vecinos fueran reacios en acudir en ayuda de un Estado que sacrificaba sus dominios  y habitantes a una política amoral y miope. Recién el 25 de mayo, habiendo constatado lo inexorable de las intenciones turcas, Venecia accedió a suscribir el Tratado de la Santa Liga: sin embargo, esos dos meses y medio de demora tendrían funestas consecuencias para Chipre.
A despecho de su poderío económico Venecia era, al igual que Portugal, un imperio mercantil, no militar: sus posesiones no estaban formadas por territorios extensos sino por factorías comerciales aisladas. Tras una fachada de poderío se ocultaba una intrínseca debilidad: enfrentada a una verdadera potencia militar, el imperio insular veneciano estaba destinado a desmoronarse como un castillo de naipes, confirmando una vez más que (al decir de Chesterton en relación al conflicto entre Cartago y Roma) “el mercader jamás podrá vencer al guerrero”.

Mientras ello ocurría en Europa, los heroicos defensores de
Famagusta proseguían su denodada resistencia. Los zapadores turcos cavaban incansablemente minas bajo las murallas: con idéntico afán sus rivales realizaban contraminas destinadas a estallar bajo el enemigo, o mejor aún, a irrumpir en la mina turca y saquear la pólvora almacenada, tan necesaria para la jaqueada guarnición.
En abril los turcos volvieron a reunir doscientas galeras frente a Chipre: esta vez las comandaba Alí Paschá, un mohecín cuya hermosa voz le había valido el apoyo del harén del sultán, nido de toda intriga en Constantinopla. La flota comenzó a desembarcar miles de jenízaros, solados-esclavos de origen cristiano que formaban parte de la elite del ejército turco. A fines de mayo Lala Mustafá había dispuesto 74 cañones frente a los muros de Famagusta: durante el asedio dispararían la increíble cifra  de 150.000 proyectiles.
Finalmente, los turcos lograron abrir una brecha en las murallas, pasando seguidamente al asalto: tras cinco horas de combate fueron rechazados con enormes pérdidas. A pesar de la aplastante superioridad numérica y artillera del adversario, Bragadino y sus hombres lograron resistir otros tres asaltos, el último de ellos el 31 de julio. Sin embargo, la capacidad de los intrépidos defensores tocaba a su fin, debido a las pesadas bajas sufridas y la escasez de víveres y pólvora. A pesar de la terrible experiencia de Nicosia, Bragadino decidió incautamente aceptar el ofrecimiento de Lala Mustafá de permitir la libre retirada de los defensores,  que serían transportados  por galeras turcas a Creta.
El 4 de agosto Bragadino y varios de sus oficiales se presentaron en la tienda de Lala Mustafá: tras intentar vanamente provocar un incidente, el comandante turco hizo una señal a sus hombres. Bragadino fue encadenado y le fueron cercenadas la nariz y las orejas; sus hombres fueron descuartizados delante de sus ojos. Los sobrevivientes de la guarnición fueron asesinados o encadenados al remo de las galeras. Trece días después, tras ser paseado y vejado delante del ejército enemigo, Bragadino fue desollado vivo. Su piel fue rellenada con paja y junto con las cabezas de sus comandantes enviada como botín de guerra a Constantinopla.
Se dice que el proceder perjuro y bestial de Lala Mustafá, furioso al descubrir las ínfimas dimensiones de la guarnición que había resistido sus ataques, horrorizó incluso al sultán. El sacrificio de Bragadino y sus hombres  no había sido en vano: habían infligido al gigantesco ejército sitiador alrededor de 40.000 bajas y paralizado durante casi once meses el avance del Islam en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, la caída de Famagusta abría ominosos interrogantes para la Cristiandad: ¿quién podría frenar ahora la embestida turca? ¿Sería imposible impedir que el sultán cumpliera con uno de los proyectos más caros al Islam: la captura de Roma, la Manzana Roja?

El Papa Pío V era una de las figuras emblemáticas de ese movimiento de renovación que fue la Contrarreforma. Al contrario que la mayoría de sus predecesores, Michele Ghislieri (tal era su auténtico nombre) era de origen muy humilde: su padre había sido arriero de mulas y él mismo había sido pastor antes de ingresar a la orden de los dominicos a la edad de catorce años. De aspecto ascético,  su ascenso al papado había constituído una sorpresa para  la mayoría, y fue seguido por una serie de enérgicas medidas destinadas a combatir el relajamiento de las costumbres  imperante: varios miembros de la curia famosos por su conducta escandalosa (por ejemplo Minale, el corrupto tesorero
del anterior Papa Pablo  IV) fueron expeditivamente enviados a las galeras.
El año anterior, una flota que  había intentado socorrer Chipre  había fracasado en forma lamentable debido a que Marcantonio Colonna, su afable comandante romano, no había logrado imponerse sobre la tradicional rivalidad entre venecianos y genoveses. Para Pío V era claro que nueva flota sólo podía estar bajo el mando de un líder cuya autoridad fuera reconocida por todos los miembros. Su elección cayó sobre un príncipe de veinticuatro años que se había destacado en la lucha contra los moriscos de las Alpujarras: su nombre era Don Juan de Austria.

Durante su campaña contra la liga de Schmalkalden el emperador Carlos V había conocido en
Regensburg a Barbara Blomberg, hija de un oficial ya fallecido. Con sus veintidós años, su cabellera rubia y una agradable voz  la muchacha no tardó en seducir al emperador viudo. El 24 de febrero de 1547, semanas antes de la decisiva victoria imperial en Mühlberg, Barbara dio a luz un niño. Luis Quijada, funcionario del monarca, fue encargado de tomar las medidas pertinentes: se concertó el casamiento de la madre con un camarero de la corte que posteriormente sería nombrado comisario del ejército de Flandes. En cuanto al recién nacido, fue bautizado Jerónimo y dado en adopción a un músico flamenco de la corte llamado Frans Massi, que estaba a punto de retirarse con su mujer a Leganés, una aldea de Castilla situada entre Madrid y Toledo.
Años después, al morir Frans Massi, Quijada y su mujer asumieron la custodia del niño y se encargaron de impartirle una educación adecuada. En 1558, a la edad de once años, el muchacho pudo finalmente conocer a su padre el emperador Carlos V, retirado en el Monasterio de Yuste y ya en su lecho de muerte. Al año siguiente se produjo el encuentro oficial del joven con su medio hermano el rey Felipe II: Jerónimo pasó a ser llamado Don Juan de Austria y a partir de 1581 fue compañero de estudios en la universidad de Alcalá del desdichado príncipe heredero Don Carlos y de Alejandro Farnesio, hijo de Margarita de Parma y con el cual lo uniría una sincera amistad.
En octubre de 1567 Felipe II nombró a Don Juan almirante, confiándole el mando de treinta y tres galeras que custodiaban la costa de Andalucía contra los piratas argelinos. Le fue asignado como segundo Don Luis de Requesens, noble catalán cuya función era instruir y vigilar al joven príncipe.
En la Navidad de 1568 estalló en la región andaluza de las Alpujarras el levantamiento de los moriscos. Medidas poco acertadas del gobierno habían provocado el descontento de esa minoría, cristiana en apariencia pero fervientemente musulmana en su fuero íntimo. La rebelión dio lugar a terribles crímenes: varios sacerdotes fueron martirizados y numerosas mujeres fueron vendidas como esclavas a Argel. La posibilidad de un desembarco turco en España parecía más cercana que nunca, y el gobierno desató una feroz represión a cargo de los rivales marqueses de Mondéjar y Los Vélez. La falta de coordinación de estas fuerzas motivó la designación de Don Juan de Austria como comandante conjunto. El flamante jefe se desempeñó gallardamente durante la toma de la ciudad fortificada de Galera en febrero de 1570 y la conquista de la Sierra de Serón al mes siguiente. Recién en noviembre de ese año finalizó esta campaña, dura y amarga como toda guerra civil. En su transcurso Don Juan tuvo varios gestos nobles: por ejemplo, perdonando la vida a 4.200 mujeres y niños de Galera, contraviniendo abiertamente las draconianas órdenes del rey.
Accediendo al pedido del Papa, Felipe II concedió a Don Juan el mando de la flota. Sin embargo, dos circunstancias revelaron la naturaleza desconfiada del monarca: por un lado, Don Juan no podía impartir órdenes sin el consentimiento de su mentor Luis de Requesens; por otra parte, se estableció que el tratamiento debido a Don Juan era “Excelencia” y no “Alteza”, título reservado a la familia real...

El 23 de agosto de 1571 Don Juan arribó a Messina procedente de Barcelona; allí se reunió con Marcantonio Colonna, que comandaba las galeras pontificias, y una semana después hacían su aparición las galeras venecianas procedentes de Creta. El estado de las naves era irregular: mientras que las nuevas galeras españolas, construídas de pino de los Pirineos se mostraban sólidas y marineras, la mayoría de las galeras venecianas padecía una crónica escasez de galeotes y soldados. Don Juan logró que los venecianos aceptaran a regañadientes embarcar en sus naves veteranos infantes  españoles: tal decisión se mostraría crucial.
Durante los consiguientes consejos de guerra se manifestaron las diferencias entre los miembros de la Santa Liga. El almirante genovés Gianandrea Doria sostenía la necesidad de actuar con cautela y preservar en lo posible las naves, siguiendo las directivas de Felipe II. Este punto de vista obedecía al complejo de inferioridad de los marinos cristianos, casi resignados a ser regularmente batidos por los otomanos. Por su parte, Don Juan, Colonna y los venecianos eran partidarios de entablar decididamente combate con la flota turca o atacar sus bases de Lepanto o Negroponte, en Grecia. Finalmente prevaleció este punto de vista.
El 27 de setiembre, la flota cristiana hizo su aparición frente al puerto de Corfú. Alí Paschá había intentado sin éxito capturar la ciudad y despechado se había limitado a asolar la isla, esclavizando pobladores, saqueando casas y profanando iglesias. Al día siguiente una fragata trajo un mensaje de Gil d´Andrade, un curtido caballero de Malta despachado con cuatro galeras como avanzada: la flota otomana se dirigía a Lepanto, puerto del Golfo de Corinto, y según todos los indicios se disponía a invernar allí. Don Juan decidió salir en su persecución.
El 5 de octubre la flota cristiana se hallaba en el puerto de Fiscardon, en Cefalonia: allí les llegó la tardía noticia de la caída de Famagusta y el martirio de Bragadino. La novedad corrió de barco en barco como un reguero de pólvora y sumió a los venecianos en una furia ciega.


El 7 de octubre de 1571 fue un domingo. La flota de la Santa Liga navegaba por el Golfo de Patras con rumbo este con una formación de "T" cuyo frente abarcaba más de seis kilómetros. En el flanco izquierdo formaban 53 galeras venecianas bajo el comando de Agostino Barbarigo y Marcantonio Quirini. El centro estaba integrado por 52 naves, mayormente españolas: a la vanguardia, iba la Real, nave insignia de Don Juan, flanqueada por las galeras del almirante veneciano Sebastiano Venier y del jefe pontificio Marcantonio Colonna. Los genoveses de Gianandrea Doria conformaban con 53 galeras el flanco derecho; detrás del centro se hallaba la reserva con 38 galeras bajo el mando de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, uno de los marinos más completos de su tiempo.
Al frente de las tres formaciones principales se había previsto destacar un par de galeazas venecianas, verdaderas armas secretas que jugarían un rol fundamental en la batalla. Se trataba de híbridos que combinaban el casco amplio de los llamados "navíos redondos" con la propulsión a remo de las galeras.  Si bien eran naves lentas que debían ser remolcadas hasta su posición de combate (las galeazas asignadas al ala derecha no alcanzarían a ocupar a tiempo su posición), su potencial residía en su formidable poder artillero: entre treinta y cuarenta piezas, dispuestas mayormente por banda.
La galera representaba la columna vertebral de ambas flotas.  Con una eslora de 45 metros y un desplazamiento de alrededor de 170 toneladas, esta esbelta nave de dos mástiles se caracterizaba por sus cincuenta o más remos, cada uno de ellos servido idealmente por cinco galeotes: la utilización de tal antiquísimo e inhumano sistema de propulsión estaba dada por la escasez e irregularidad de los vientos del Mediterráneo. En contraste con las galeazas, su armamento artillero se limitaba a cinco cañones fijos montados a proa, pero se trataba de una nave mucho más ligera y maniobrable. Gianandrea Doria había tenido dos iniciativas importantes: en primer lugar, había embarcado 500 arcabuceros en cada una de las galeazas, a fin de proporcionarles potencia de fuego extra; por otra parte, había quitado los espolones a las galeras, a fin de aligerarlas y asegurarse que los artilleros apuntaran al casco de las naves enemigas en lugar de limitarse a dañar  su velamen. En total, la flota cristiana contaba con 196 galeras y 6 galeazas.
Pronto se pudo divisar a la flota turca, que avanzaba viento en popa en su clásica formación de medialuna. Al norte, enfrentado a los venecianos, se hallaban las 60 galeras y 2 galeotas de Mehmet Scirocco, gobernador de Egipto; el centro estaba formado por 87 barcos, conducidos por la Sultana de Alí Paschá, en la cual ondeaba el estandarte verde del Profeta con el nombre de Alá bordado 28.900 veces en letras doradas; el flanco sur estaba integrado por las 93 naves (61 galeras y 32 galeotas) del pirata Ochiali, temible pachá de Argel de origen calabrés; por último, 30 buques formaban la reserva. Los otomanos contaban en total con 216 galeras y 56 galeotas. Se calcula que a bordo de cada flota se hallaban embarcados 50.000 hombres.
A bordo de las naves turcas los jenízaros hacían sonar címbalos, tambores y pífanos;  en contraste, un pesado silencio reinaba sobre la flota cristiana. Los galeotes cristianos fueron liberados de sus grilletes y armados, y los bordes de las galeras enjabonados para prevenir el abordaje por parte de los enemigos.
Al acercarse ambas flotas, Alí Paschá ordenó adelantar su centro y retrasar los flancos. Su línea de batalla superaba a la cristiana en más de un kilómetro, y su plan era rodear al enemigo y destruírlo. Sin embargo, en ese momento el viento cambió de dirección: a bordo de las galeras cristianas se hincharon las velas y nadie dudó que se trataba de una señal del Todopoderoso. Poco después de las diez de la mañana se produjo el choque entre las dos flotas.
En el sector norte, Mehmet Scirocco se enfrentó a los venecianos. Allí se comprobó la utilidad de las galeazas (capitaneadas por parientes de Bragadino que ardían en deseos de venganza): sus mortíferas salvas averiaron numerosas galeras turcas y desarticularon su formación de combate antes del choque propiamente dicho. Imposibilitados de abordar estos monstruos debido a su alto bordo y al intenso fuego de mosquete que vomitaban, los turcos intentaron eludirlas para concentrarse sobre las galeras enemigas. Tuvo lugar una terrible batalla: la nave de Barbarigo fue rodeada por ocho barcos otomanos y su comandante herido mortalmente por una flecha que lo alcanzó en el ojo derecho. Sin amilanarse por la noticia, los venecianos prosiguieron la lucha, cuyo resultado parecía indeciso. De pronto se produjo una conmoción a bordo de las embarcaciones musulmanas: numerosos galeotes cristianos (muchos de ellos griegos e italianos recientemente capturados) lograron aserrar sus cadenas y se abalanzaron como una furia sobre las tripulaciones turcas. Ése fue el punto de inflexión: los venecianos se impusieron gradualmente, presionando al enemigo contra la costa, y finalmente todas las galeras otomanas fueron hundidas o capturadas. Mehmet Scirocco, reconocible por sus espléndidas vestiduras, fue encontrado sobre la cubierta de su barco en medio de un charco de sangre: mortalmente herido, suplicó a sus captores que abreviaran sus sufrimientos, siendo cumplido su deseo al día siguiente.
En el centro los musulmanes debieron soportar también un devastador fuego de artillería antes que las naves insignias de cada bando se lanzaran una sobre la otra. Don Juan ordenó tocar a los gaiteros y en armadura completa bailó delante de amigos y enemigos una festiva gallarda. Poco después la Real y la Sultana colisionaban con estrépito, y un regimiento sardo se lanzó al abordaje de la nave otomana. La lucha fue encarnizada:  dos veces avanzaron los cristianos hasta el palo mayor de la Sultana y dos veces debieron retroceder. Escenas similares se vivían alrededor: se calcula que en una superficie de 250 metros de largo por 150 de ancho combatían alrededor de una treintena de galeras.
Al saltar a la cubierta de la Sultana Don Juan fue herido en una pierna pero siguió luchando.  Un tercer asalto acorraló a los turcos en el castillo de popa, y cuando un arcabuzazo alcanzó a Alí Paschá en la frente un galeote malagueño se abalanzó sobre él y lo decapitó.  La visión de la cabeza de su almirante clavada en una pica desmoralizó totalmente a los turcos, que fueron aniquilados: la bandera verde del Profeta fue arriada y en su lugar se izó la bandera pontificia. A la una de la tarde la batalla en el centro se había decidido también a favor de los cristianos.
En el sur Ochiali maniobraba intentando flanquear a Gianandrea Doria: éste  por su parte se veía forzado a estirar su frente para evitarlo. Los capitanes de dieciséis galeras, indignados ante la cautela de su jefe, se separaron para participar de la lucha en el centro. En ese momento el astuto Ochiali aprovechó la brecha en la formación genovesa y se lanzó como un rayo hacia ella. En poco tiempo once de dichas galeras habían sido abordadas por los turcos, pero este éxito se vió opacado por un acto de heroísmo: un capitán cristiano llamado Benedetto Soranzo incendió el pañol de su nave, que voló por los aires junto con numerosos barcos enemigos.
Para entonces la lucha era general. Alejandro Farnesio, embarcado con doscientos de sus hombres en la capitana genovesa, se lanzó al abordaje de una galera enemiga con tal ímpetu que la nave fue capturada casi intacta. El capitán de la galera española Marquesa envió un bote con una docena de hombres para abordar por la retaguardia la galera turca con la cual acababan de atracar. Conduciendo este golpe de mano se hallaba uno de los tres mil voluntarios que habían acudido de todos los rincones de Europa respondiendo a la llamada del Papa, un soldado de aspecto enjuto que durante la lucha fue herido dos veces, una en el pecho y otra en el brazo: su nombre  era Miguel de Cervantes y Saavedra. El autor de Don Quijote llevaría con orgullo durante el resto de su vida las cicatrices de las heridas que adquirió en la que llamó “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.
Mientras tanto, Ochiali había atravesado la formación genovesa y se hallaba a su retaguardia con la ventaja del viento en popa. Sin embargo, para el pirata era obvio que la batalla estaba perdida y decidió retirarse, no sin antes intentar hacerse de una presa: con la ayuda de otros siete barcos, rodeó y capturó tras cruenta lucha a la Capitana, insignia de los caballeros de Malta. Sin embargo, al intentar huir fue interceptado por las galeras del marqués de Santa Cruz, de las cuales la Guzmana del capitán Ojeda abordó a la nave de Malta. Decidido a salvar el pellejo a toda costa, Ochiali se limitó a cortar el cabo de remolque y huir a toda vela con las trece galeras sobrevivientes: a bordo de la Capitana Ojeda encontró treinta caballeros muertos rodeados por trescientos cadáveres turcos.
A las cuatro de la tarde la batalla de Lepanto había concluído. La Santa Liga había perdido diez galeras y alrededor de 8.000 hombres, 4.800 de ellos venecianos. En cuanto a la flota turca, había sencillamente dejado de existir: los cristianos habían capturado o hundido ciento setenta galeras enemigas, y el número de muertos sumaba alrededor de 25.000. La victoria  se completaba con la liberación de 15.000 galeotes cristianos, 2.000 de ellos españoles, víctimas de la caza de hombres realizada por los otomanos durante los últimos años en el Mediterráneo. Don Juan de Austria se había convertido a los veinticuatro años en el héroe indiscutido de la Cristiandad, y esta fama ha perdurado hasta nuestros días.

Desde el momento mismo que se conoció en Europa la noticia de la victoria de Lepanto no faltaron voces que relativizaron su importancia, criticando el hecho de no haber completado el triunfo mediante la captura de Lepanto o incluso Constantinopla. Posteriormente algunos historiadores han sostenido esta postura: por ejemplo, en su A History of Warfare el mariscal
Montgomery calificó a Lepanto de “victoria negativa”, en cuanto “las potencias cristianas no aprovecharon su éxito mediante una ofensiva estratégica”.
Tales afirmaciones no resisten un análisis serio. Contra la continuación de la campaña conspiraban lo avanzado del otoño y la escasez de víveres (recién el 24 de octubre las lentas naves de abastecimiento alcanzaron en Corfú a la hambrienta flota). Por otro lado, la base naval de Lepanto (actualmente Naupaktos) distaba de ser una presa fácil: para acceder a ella la flota cristiana hubiera debido adentrarse en el estrecho que separa los golfos de Patras y Corinto, custodiado en sus orillas norte y sur por las fortalezas de Kastro Roumeli y Kastro Moria.
Debemos recordar además que, si bien la táctica naval de la época empleaba los barcos como “plataformas flotantes de infantería”, una cosa era combatir contra otra flota  o merodear la costa enemiga y otra muy distinta emprender el asedio de una plaza fuerte. Ello implicaba un esfuerzo logístico de temible complejidad, requiriendo el transporte de miles de soldados, aparatosa artillería de sitio e ingentes cantidades de víveres y munición -y si había una nave inadecuada para tal tarea ésa era la galera mediterránea,  con su estrecho casco atiborrado de remeros. Muy probablemente, un intento de conquistar Lepanto hubiera concluído en forma similar al desastre turco de 1565 en Malta. En cuanto a capturar Constantinopla, capital de un imperio continental, la sola idea resulta sencillamente absurda: basta recordar que ni aún en el apogeo de su poder Turquía intentó conquistar Venecia, un objetivo mucho más practicable. No: la historia de los últimos siglos conoce pocos ejemplos de una batalla naval en la cual la flota de una potencia haya sido aniquilada en su casi totalidad, y Lepanto es el más significativo de ellos.
Más importante aún fue el significado moral de la victoria: Lepanto significó el  fin del mito de la invencibilidad turca. Más de dos siglos después, Napoleón declararía la supremacía del elemento moral sobre el material en el arte de la guerra. Tras la derrota, los turcos  se abocaron frenéticamente a la construcción de galeras, y en el curso de cinco meses lograron botar la noble cifra de ciento cincuenta unidades. Pero si bien Ochiali y otros capitanes proseguirían en los años siguientes sus incursiones piratas, jamás volverían a buscar la confrontación directa con la flota cristiana. Algo se había quebrado en el alma del imperio otomano, y la tregua acordada con España en 1577 tuvo lugar a la sombra de Lepanto: condenadas a la inactividad, las flamantes galeras de Ochiali se pudrieron literalmente en sus amarraderos del Cuerno de Oro.

El vencedor de Lepanto sólo sobreviviría siete años al punto culminante de su carrera. Enviado como regente a los Países Bajos, Don Juan de Austria gozó nuevamente de la victoria batiendo en forma aplastante a los rebeldes en Gembloux el 31 de enero de 1578. Sin embargo, antes que concluyera el año el tifus lograría lo que no pudieron el sultán y el príncipe de
Orange: el 1º de octubre, a la edad de treinta y un años, Don Juan recibió los sacramentos y se hundió en el delirio de fiebre, profiriendo órdenes de batalla. Su corazón fue enterrado en Namur y su cuerpo embalsamado, dividido en tres partes y transportado por tres jinetes al galope a través de la hostil Francia para ser finalmente depositado en la cripta del Escorial. No es improbable que en el postrer delirio sus pensamientos se hayan alejado del húmedo otoño de Flandes y traído ante sus ojos un glorioso recuerdo: la visión de una flota de galeras resplandeciendo al sol, los remos batiendo acompasadamente las aguas turquesas del Mediterráneo.

Mario Díaz Gavier

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