En la segunda mitad del siglo pasado algunos prestigiosos
historiadores enunciaron la teoría de una “revolución militar” que,
coincidiendo con los orígenes de la Edad Moderna, abarcaría la implementación de
una artillería “práctica”, la aparición del sistema de fortificación abaluartado
(conocido también como trace italienne), la invención del galeón y las reformas
tácticas de Mauricio de Nassau. Más allá de que pueda ser discutible englobar dichas
innovaciones bajo el rótulo de “revolución” (una acepción que sugiere más bien un
proceso orgánico y acotado geográfica y cronológicamente) y que el período
elegido no incluye novedades fundamentales como el resurgimiento de la
infantería y la aparición de las primeras armas de fuego (que tuvieron lugar a principios
del siglo XIV), ciertamente los hitos mencionados ejercieron una influencia muy importante
en la conducción de la guerra durante los siglos XVI y XVII. Por desgracia, a los
autores de dicha teoría se han sumado posteriormente discípulos excesivamente aplicados
que han pretendido elevar una tesis interesante al rango de dogma y que
-malinterpretando a sus maestros, considerablemente más perspicaces- han empleado
la expresión “revolución militar” para aludir exclusivamente a las reformas iniciadas
por los holandeses y proseguidas por Gustavo Adolfo de Suecia, a cuya
inapelable superioridad han atribuído todo revés sufrido por los Habsburgo
durante la Guerra de los Treinta Años. En consecuencia, parece necesario describir
brevemente dichas innovaciones para valorarlas en su justa proporción.
En la última década del siglo XVI Mauricio de
Nassau, hijo de Guillermo el Taciturno y líder de los rebeldes neerlandeses,
encaró una serie de reformas con el objetivo de mejorar el rendimiento de sus
tropas, que hasta entonces habían demostrado una frustrante inferioridad frente
a los veteranos españoles. Una de dichas innovaciones consistió en adoptar un
orden lineal, ciertamente vulnerable a una embestida enemiga (lo cual hacía
necesario el despliegue de tres líneas con las formaciones dispuestas en forma
alternada) pero que permitía desplegar un mayor número de bocas de fuego: la
nueva unidad holandesa, el semirregimiento o troup, sumaba solamente 850 hombres (en lugar de los 2.000 de los
antiguos regimientos) y desplegaba en el centro sus piqueros, flanqueados por
sendas formaciones de mosqueteros y con los arcabuceros formando los extremos.
Las nuevas formaciones, más delgadas, fueron
posibles gracias a un novedoso sistema de tiro: la contramarcha. Ésta se basaba
en filas de diez tiradores en las cuales el primer soldado, tras disparar, se
dirigía al final de la fila para recargar cediendo paso al segundo y así
sucesivamente, obteniéndose de esta forma un caudal regular de fuego. La
autoría de dicho principio no corresponde estrictamente a Mauricio de Nassau,
ya que le fue sugerido por su hermano Guillermo Luis en una carta del 8 de
diciembre de 1594 (a su vez, el remitente confesaba que la idea le había sido
inspirada por la lectura del escritor romano Aelio), existiendo además varios antecedentes
en acción de dicha táctica: pero sin ninguna duda, al comandante holandés le
cabe el honor de haber sido el primero en sistematizarla.
Las citadas innovaciones tácticas fueron
acompañadas por un incremento de la cifra porcentual de oficiales, un adiestramiento
continuo de los soldados (que integraban ahora un ejército regular, lo cual no
era nuevo para los españoles pero sí para los neerlandeses, que habían debido
librar sus primeras campañas con improvisadas hordas de mercenarios poco
confiables) y recibían puntualmente su paga (lo cual sí era inusual en el Ejército de Flandes). Así y todo, debe señalarse
que el resultado de dicha reforma distó de ser espectacular: en lo que a
batallas campales se refiere, se limitó a los ambiguos triunfos de Turnhout
(1597) y Nieuport (1600). Ello no ha impedido que algunos autores hayan
proclamado la presunta superioridad de Mauricio de Nassau frente a comandantes
tales como el duque de Alba o Alejandro Farnesio, pasando por alto el
despropósito implícito en la imagen de un gran general que rara vez libró una
batalla y cayendo así en un absurdo similar al que sería conferir la distinción
de gran compositor a un destacado teórico musical.
Ya en 1601 la reforma militar holandesa fue
conocida en Suecia gracias a la participación del conde Juan de Nassau-Siegen
en el conflicto sueco-polaco, pero recién un cuarto de siglo más tarde estas
innovaciones desarrollarían todo su potencial en manos del rey Gustavo Adolfo. Para ese
entonces, la cadencia de tiro había mejorado de forma tal que permitía la
reducción de las formaciones a seis hombres en fondo, y el monarca sueco
introdujo además mejoras tales como el aligeramiento del mosquete (que permitió
prescindir de la horquilla y marcó en su ejército la desaparición del arcabuz)
y la provisión a cada regimiento de cuatro cañones ligeros de 3 libras: estos
falconetes de bronce fueron las primeras piezas servidas por soldados y
constituyeron un precedente de lo que hoy llamaríamos armas de apoyo a la
infantería, reemplazando al fallido experimento de los llamados “cañones de
cuero”.
En lo táctico, Gustavo Adolfo empleó como
formación básica el escuadrón, constituído por un núcleo de piqueros con sendos
grupos de mosqueteros a los costados: por su parte, la brigada reunía a dos
escuadrones lado a lado y un tercero adelantado, adoptando así la forma de una
“T” invertida (originariamente estaba previsto un cuarto escuadrón como reserva,
pero la escasez de piqueros impidió en suelo alemán emplear dicha formación).
Con respecto a la caballería, su protección fue aligerada y se permitió el uso
de la pistola sólo a las dos primeras hileras poco antes del choque con el enemigo: la espada
pasaba así a ser el arma principal del jinete. A fin de compensar la
pérdida de poder de fuego, pequeños grupos de mosqueteros fueron entremezclados
con la caballería (aunque dada la dispar velocidad de caballos y hombres, dicha
cooperación debe haber forzado a la caballería a sacrificar parte de su
movilidad).
Un plano contemporáneo de la batalla de
Rocroi. Como puede verse, no hay una diferencia apreciable de tamaño entre las
formaciones francesas y españolas, lo cual constituye un sugerente indicio de que
la posterior versión que atribuye la victoria a la agilidad de las formaciones
“protestantes” frente a pesadez de sus equivalentes “católicas” carece
mayormente de asidero.
Trazada esta somera descripción de las tácticas
“protestantes”, haremos a continuación lo propio con sus equivalentes
“católicas”. Es usual referirse a las formaciones utilizadas por España y sus
aliados con el nombre de “tercio”, lo cual estrictamente no es correcto por
cuanto dicho término designa en realidad una unidad orgánica, equivalente al
regimiento en otros ejércitos. La formación utilizada por dichos tercios era el
escuadrón, que consistía básicamente en un cuadro de piqueros flanqueado por guarniciones
de arcabuceros y provisto en cada uno
de sus vértices de una manga de
arcabuceros y mosqueteros. Los tipos más usuales eran el escuadrón cuadro de
terreno (un cuadrado con un determinado número de hombres de frente y la mitad de
fondo, ya que cada soldado ocupaba teóricamente un rectángulo de tres pies de
ancho y siete de altura) y el prolongado (de forma rectangular), que podía ser
de gran frente (el lado más extenso dando al enemigo) o de frente estrecha (ofreciendo
el lado más reducido). Curiosamente, la imagen más habitual de un tercio es la
de escuadrón cuadro de terreno, a pesar de que el preferido era el prolongado
de gran frente por su mayor capacidad ofensiva.
El primer choque entre las formaciones
tradicionales y las reformadas tuvo lugar en Breitenfeld, resultando como ya hemos visto en una victoria
protestante. Los pesados escuadrones de cuadro de terreno de Tilly, con sus cincuenta
hombres de frente y treinta de fondo, carecían de la movilidad de las
formaciones suecas, que pudieron desplazarse rápidamente y cubrir la brecha
abierta por la retirada de las tropas sajonas: asimismo, la superioridad
artillera del ejército de Gustavo Adolfo se mostró decisiva.
Sin embargo, sería un error creer que los
católicos no reconocieron el valor de las nuevas tácticas: de hecho acusaron su
influencia con una rapidez pasmosa, y ya en Lützen el ejército imperial empleó
formaciones más delgadas, artillería más ligera y un fuego de mosquetería organizado
en salvas. A ello se añadiría la derrota de los suecos en Nördlingen a manos de
los tercios españoles, una batalla significativamente omitida por muchos adeptos
de la “revolución militar” por cuanto constituyó una incómoda evidencia de que
en determinadas circunstancias los macizos escuadrones tradicionales podían dar
buena cuenta de las formaciones lineales (de hecho, es significativo que tras
dicho revés los suecos reemplazaran la brigada por formaciones similares a las
holandesas). Por último, debemos hacer notar que la asimilación de las citadas novedades
tácticas y técnicas no fue de ningún modo homogénea: por ejemplo, en las islas
británicas y en Europa oriental su influencia fue considerablemente más
reducida. Que Francia estuviera aliada a Holanda y Suecia no implica
forzosamente el empleo de las mismas tácticas, y de hecho no hay pruebas
irrefutables de que los galos adoptaran dichas innovaciones a una escala mucho mayor
que los españoles: de esta forma, la mayoría de los textos que explican lo
acontecido en Rocroi a la luz de la “revolución militar” recurren a una
traslación gratuita e infundada del “modelo Breitenfeld”. El enfrentamiento que
tuvo lugar en Rocroi no fue ejemplo del choque entre dos concepciones militares
sino del duelo entre un imperio aún poderoso pero agobiado por numerosas y
prolongadas guerras y una nación en ascenso y ansiosa por hacerse de la
hegemonía continental.
Mario Díaz Gavier
(Reproducido de Rocroi 1643. El ocaso de los tercios por gentileza de Almena Ediciones, Madrid).
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