Pocas
batallas de nuestra historia gozan de la fama de Curupaytí. La
participación de la flor y nata de la juventud argentina, los espléndidos
ejemplos de heroísmo individual y el inevitable halo épico que rodea a toda tragedia
confieren a la jornada de Curupaytí una fascinación irresistible.
Y sin embargo, una faceta menos gloriosa permanece aún hoy en la sombra:
la responsabilidad de tal catástrofe. Particularmente desconcertante es la
benévola indulgencia de historiadores, analistas militares e incluso
sobrevivientes de la jornada para con Mitre, a pesar de que, como comandante en
jefe, puso en práctica un plan de batalla que implicó un ataque frontal de
infantería contra una línea fortificada casi inexpugnable, condenando a sus hombres
a una muerte segura.
A ello se suma la versión -omnipresente en los libros de texto
escolares- que atribuye la parálisis de diez meses en las operaciones aliadas exclusivamente
a las “antipatrióticas” revueltas del interior. Dicha afirmación no
resiste un análisis serio: la principal causa de tal situación fue el desastre
de Curupaytí, que dejó prácticamente fuera de combate al relativamente reducido
contingente argentino y asestó un golpe de muerte a la ya menguada reputación del generalísimo.
Transcurrido más de un siglo de la muerte de Mitre, tal distorsión de los
hechos es sencillamente incomprensible y menos aún justificable: culpable de
ello es el maniqueísmo historiográfico que rige aún nuestra visión del pasado. En realidad, una figura de
la complejidad de Mitre sólo puede ser estudiada seriamente separando en ella
al literato, al político y al jefe militar. El primero está representado
principalmente por sus trabajos pioneros sobre Belgrano y San Martín, con
justicia dignos de elogio; el político constituye sin duda la faceta más
polémica y no es mi propósito emitir un veredicto definitivo (si
es que algo así fuera posible) sobre quien fue para unos figura emblemática del
liberalismo, adalid del progreso y primer presidente de la Argentina unificada y
para otros quien encarnó la segregación del puerto, la primera ruptura del orden constitucional y la sangrienta “pacificación”
de las provincias; por último,
el jefe militar fue indiscutiblemente responsable del mayor desastre militar de
nuestra historia (en el transcurso de cuatro horas el ejército argentino tuvo tres
veces más muertos que durante toda la Guerra de las Malvinas) y un claro ejemplo
de incompetencia militar que no se desmerece al lado de figuras tales como Lord
Raglan (Balaclava) o George Custer (Little Big Horn).
Contrariamente a lo que han pintado algunos de sus detractores, Mitre no era un general
improvisado: había comenzado su
carrera militar a la temprana edad de dieciséis años y sus estudios, combinados
con sus numerosas lecturas y su experiencia en el campo de batalla -más allá de
los reveses de Sierra Chica y Cepeda- lo habilitaban en teoría ampliamente para
asumir el cargo de generalísimo de los ejércitos aliados. Sin embargo, sus graves limitaciones como comandante quedarían brutalmente expuestas en Curupaytí.
En su notable trabajo On the psychology of military
incompetence, Norman Dixon rebate la idea
de la ineptitud como patrimonio exclusivo de individuos mentalmente limitados, señalando
que muchas catástrofes militares fueron protagonizadas por oficiales de
excelentes calificaciones académicas: tal el caso de Arthur Percival, el
comandante de Singapur cuya rendición al frente de 130.000 soldados británicos,
australianos e hindúes representó el mayor desastre en la historia inglesa.
Dixon enumera catorce rasgos psicológicos que a su juicio son sintomáticos de
la incompetencia militar y no resulta sorprendente que Mitre, cuya capacidad
intelectual está fuera de discusión, ejemplifique varias de dichas características,
a saber:
-Grave despilfarro de recursos humanos y fracaso en cumplir con la
economía de fuerzas, uno de los principios básicos de la guerra.
-Tendencia a rechazar o ignorar información desagradable o que
contradice prejuicios existentes.
-Tendencia a subestimar al enemigo y sobreestimar la capacidad del lado propio.
-Indecisión y tendencia a abdicar del rol de hacedor de decisiones.
-Fracaso en realizar un reconocimiento adecuado.
-Predilección por asaltos frontales, a menudo contra el punto más fuerte
del enemigo.
-Creencia en el predominio de la fuerza bruta por sobre la astucia.
-Fracaso en el uso de
la sorpresa o el engaño.
En tal sentido, es sugerente el paralelo existente entre Mitre y su plan
en Curupaytí y lo acontecido ochenta años después con otro estratega y otra
iniciativa desafortunada: Montgomery y la Operación Market-Garden. Más allá de
la superior cultura del estadista argentino no son pocas las coincidencias
entre estas figuras: ambos eran comandantes que habían adquirido la reputación
de metódicos y precavidos; ambos se hallaban supeditados al apoyo de un poderoso
aliado con quien las relaciones distaban de ser ideales, viéndose obligados a
someter sus decisiones a debate y contemporizar con frecuencia; ambos se
decidieron por una suerte de “huída hacia adelante” en forma de un plan
temerario, insólitamente impropio de su personalidad, destinado a librarlos de
la indeseada aura de indecisión e impresionar favorablemente a su socio
militar; finalmente, ambos tuvieron la fortuna de encontrarse al final del
conflicto en el bando vencedor, lo cual minimizó o incluso hizo olvidar los
errores cometidos durante la contienda.
Mario Díaz Gavier
(Reproducido de En tres meses en Asunción. De la victoria de Tuyutí al desastre de Curupaytí por gentileza de Ediciones del Boulevard, Córdoba).
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