"España es un pueblo que ha
querido ser demasiado."
NIETZSCHE
¿Cuándo comienza la decadencia del imperio español? El anhelo de fechas exactas
da origen a diversas posturas: hay quienes esgrimen la fecha 1588, año de la
Armada Invencible; algunos desplazan la fecha una década más tarde, con la
muerte de Felipe II; no faltan los críticos del Rey Prudente que opinan que la
decadencia se originó con su subida al trono en 1556; finalmente, otros sitúan
el comienzo del fin recién en 1643, con la batalla de Rocroi, que
indudablemente marca un hito tras siglo y medio de hegemonía militar española.
La prolongada existencia del imperio dificulta de por sí su división en base a
fechas puntuales: quizás es más atinado preguntarnos en qué fase comienza dicho declinar. Mejor aún:
¿por qué no reflexionar cuál elemento del ideal imperial es el causante de su fracaso?
En 1516 Carlos de Gante, miembro de la dinastía
austríaca de los Habsburgo, accede al trono de España con el nombre de Carlos
I, tras la muerte de su abuelo Fernando el Católico. El joven rey es a la vez
uno de los principales pretendientes al título de emperador del Sacro Imperio
Romano-Germánico, aspiración que se materializa tres años más tarde: con el
nuevo y más ampliamente difundido nombre de Carlos V se convierte así en el
monarca más poderoso de la Cristiandad, controlando un vasto imperio al que
pronto se añadirán las conquistas de México y Perú y sus fabulosos tesoros.
España parece haber alcanzado el apogeo de su poderío:
pero es justamente este hecho el que presagia simultáneamente la inevitable
caída. En resumen: en la grandeza misma de España están presentes las simientes
de su decadencia.
Y esta paradoja está magistralmente sintetizada en la
frase de Nietzsche. Lo que perdió a España fue el ser una nación desmesurada,
ebria de gloria y de ambición (y por esta última entiendo algo mucho más amplio
que la vulgar sed de oro presentada por la leyenda negra anglo-holandesa). No:
la ambición de metales preciosos existió sin duda alguna, pero palidece junto a
la ambición de extender hasta el infinito los límites del imperio, de ser
escudo de la Cristiandad frente al avance musulmán, de constituírse en árbitro
de Europa, de erigirse en campeón inflexible de la religión católica.
¿Cuál habría sido el curso de la Historia si en lugar
de dicho ideal imperial hubiera preponderado una política menos pretenciosa y
más realista? Al formular esta hipótesis acude inmediatamente a la memoria el
nombre de Fernando de Aragón, y vale la pena tratar brevemente sobre dicha
figura, tan controvertida como trascendental.
Desgraciadamente ha prevalecido hasta nuestros días un
retrato inexacto de Fernando: para la mayoría se trata de una figura sosa y
menor, totalmente a la sombra de su mujer Isabel la Católica. De hecho,
Fernando de Aragón ha sido para muchos el mejor rey que tuvo España: un
político brillante y de un frío pragmatismo, modelo de Macchiavelli para su Principe; un regente decidido y astuto,
que por un lado reaccionaba enérgicamente contra las pretensiones francesas en
Italia mientras que cultivaba la tradicional alianza España-Inglaterra contra
el dúo Escocia-Francia; un gobernante que, si bien se mostró ingrato frente a
figuras tales como el Gran Capitán, mantuvo siempre su lealtad para con su
nación.
Pero por sobre todo, la estrategia de Fernando el
Católico se destaca por su realismo y practicabilidad. No encontramos en ella
gestos irreflexivos ni superfluos: toda acción está subordinada a un plan a
largo plazo. Primer objetivo de su gobierno fue la unidad peninsular; le siguió
la derrota definitiva de los moros; por último, sobrevino la defensa de las
posesiones italianas frente al avance francés.
Debemos sin duda hacer notar que Fernando no debió
enfrentar esa tormenta que dividió Europa occidental en dos bandos
irreconciliables y que fue la Reforma; en ese sentido, su labor diplomática se
vio facilitada por la unidad religiosa que aún imperaba en el continente. Sus
sucesores no serían tan afortunados: el dilema entre su condición de paladín del catolicismo y la necesidad de una Realpolitik se tornaría para Felipe II
un problema insoluble.
¿Podemos imaginarnos una España que hubiera renunciado
a la idea del imperio? Vale la pena fantasear con dicho
pensamiento.
Tal Estado hubiera racionalizado su política
internacional. Por ejemplo, estableciendo como límite de su zona de influencia el Mediterráneo
occidental, desentendiéndose de lo que ocurriera al este de Sicilia y desoyendo
los pedidos de un socio tan voluble y poco digno de confianza como Venecia. Para España hubiera sido más provechoso
concentrar esfuerzos en eliminar definitivamente ese nido de piratería que era
Argel, permanente fuente de temor para las población costera y el tráfico
marítimo de la península.
Asimismo, los Habsburgo de Madrid hubieran hecho mejor en mostrarse más reacios frente
a los frecuentes pedidos de ayuda de sus parientes vieneses. Tomemos como ejemplo la Guerra de los Treinta Años: hechos como la victoria imperial en la Montaña Blanca frente a
los rebeldes bohemios, la ocupación del Bajo Palatinado y la brillante victoria
de Nördlingen no hubieran tenido lugar de no haber sido por los tercios
españoles. Estas páginas de gloria se saldaron sin embargo con elevados costos
y el consecuente descuido de los propios intereses. En la prolongada y
frecuentemente conflictiva relación entre las dos ramas de la casa Habsburgo
fue indudablemente la española la que demostró más frecuentemente su lealtad.
La independencia de los Países Bajos era, debido a
motivos geográficos, económicos e idiomáticos, un proceso sencillamente
irreversible. Una política religiosa más tolerante y el respeto a la autonomía
regional hubieran quizás posibilitado una retirada gradual y menos traumática.
Por otro lado, debemos admitir que la inmensa riqueza de dichas
provincias (Amberes era por entonces el puerto más importante de Occidente)
dificultaba enormemente tomar tal decisión. Además, sería injusto atribuír la
revuelta neerlandesa exclusivamente a la intransigencia española: cuando la
regente Margarita de Parma otorgó concedió mayor libertad religiosa a los
calvinistas, su actitud tolerante se vio recompensada por la ola de vandalismo
insensato que conocemos como la furia
iconoclasta, que solamente en Flandes occidental devino en el saqueo y
profanación de más de 400 iglesias y conventos, con la consecuente destrucción
de obras de arte irrecuperables.
Si bien el estado de guerra declarada entre España e
Inglaterra tuvo una duración relativamente breve, por el contrario puede afirmarse
que la agresión encubierta de la última fue permanente, apoyando a los rebeldes
holandeses y promoviendo incursiones piratas contra el tráfico naval y los
puertos ibéricos. Una invasión de las islas británicas como se intentó en 1588, por más tentadora que resultara
la idea, no tenía posibilidades reales de asegurar una conquista duradera y
definitiva. ¿Qué hacer frente a dicho problema? Por un lado, de haberse evitado
el conflicto en los Países Bajos las posibilidades inglesas de intervención se
hubieran reducido sustancialmente; por otra parte, quizás la respuesta más
sencilla y practicable a las incursiones navales hubiera sido responder con la
misma moneda, asolando el litoral británico y forzando a las naves enemigas a
abocarse a la defensa costera y limitando así las actividades corsarias. Pero
sin duda la mejor solución hubiera sido evitar la confrontación con Inglaterra,
prosiguiendo la sabia política de no agresión de Carlos V: recordemos que
Felipe II fue incluso consorte de la reina María Tudor entre 1554 y 1558. Ambas
naciones tenían mucho que ganar con una alianza en contra del enemigo común que
era Francia, y en ese sentido la ruptura de relaciones entre España e
Inglaterra fue uno de los mayores fallos de la diplomacia internacional durante
la segunda mitad del siglo XVI. Con el paso del tiempo, la piratería inglesa y el velado apoyo de
España a las conspiraciones contra Isabel fueron agrandando el vacío entre
ambos reinos hasta llegar a un punto de no retorno.
La política americana de España fue básicamente correcta. La corona evitó
embarcarse en la conquista propiamente dicha y se limitó a estimular las
iniciativas privadas: de esta forma, sin cargar con costo alguno, el gobierno
peninsular se beneficiaba de aquellas expediciones coronadas con el éxito. La
expansión se llevó a cabo en un inmenso territorio de existencia hasta entonces
desconocida, lo que evitaba una confrontación directa con las restantes
potencias europeas: el resultado fue la creación a un precio relativamente
reducido de un vasto imperio, una hazaña que fue motivo de envidia para
generaciones de gobernantes franceses e ingleses.
Una España contraria a involucrarse en guerras en el
extranjero hubiera hecho más por el bienestar de sus habitantes, evitando la
sangría de hombres y dinero en la sufrida Castilla y que la plata de las Indias
terminara en gran parte en manos de prestamistas, soldados y proveedores del
ejército. Tal España, indudablemente, hubiera sido una nación más razonable,
más acomodada y con mucho menos triunfos militares de los que vanagloriarse. Y
sin embargo, resulta paradójico pensar que tal estado ideal muy probablemente
no ejercería sobre nosotros la misma fascinación que la España que fue, con su pathos, su idealismo quijotesco y su
grandeza trágica…
Mario Díaz Gavier
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